Sobre Las cartas de amor que no alcanzaron a escribir mis muertos de Fabricio Gutiérrez

No hay método ni dialéctica,

sólo tránsito, transmutación de la Tierra

y la Luz al Agua y al Fuego.

María Zambrano

Que estas palabras cuenten como el signo de un abrazo, de la inquietud en el pecho que surge cuando descubrimos algo demasiado precioso como para guardarlo en la memoria. Eso, una alhaja temblando en los colores de la noche y el día, en el lugar de los afectos, eso son Las cartas de amor que no alcanzaron a escribir mis muertos

Sus versos nos llevan a un espacio perdido en el tiempo o, quizá, a un espacio sin tiempo donde conviven los recuerdos, las palabras no dichas, la mirada inocente, el vínculo que trasciende la sangre y los huesos, las penas, los amores implacables, aquellos suspendidos, en potencia, y, por ello, sin término. 

No podemos alcanzarlos. Los ausentes se han emancipado. Son incapaces de ofrecer más que posibilidades y la mirada que dirigimos a las sombras en el reflejo de sus ojos. Así son los muertos del poeta. Animales que huyen en medio del bosque, seres arrojados al mundo, luego a rincones de la casa y el jardín. Son una interrogación constante sobre su condición y la nuestra. Sin embargo, aun cuando habitan las preguntas ¿pueden escuchar, leernos?, ¿están?, ¿dónde?… a su manera constituyen la realidad que habitamos. Comparten los tragos y la mesa. Su compañía es dulce. Y de tanto serlo nos inquieta. Invita a descubrir las huellas de su paso en el entorno, en lo que somos, en el atisbo. Pues también somos ellos, lo que amamos, lo que nos ve y cómo lo vemos. 

Pero su rostro no es lo único que asoma al contemplar el término de una vida. Hay vínculos extraños más allá de aquellos a quienes conocimos y de todas las teorías sobre la inmortalidad. Hablo de una presencia que lo entrelaza todo, muy semejante a la experiencia universal del vacío inter mundōs que a veces logra percibir la mirada atenta y contemplativa del poeta. En ocasiones se proyecta como una entidad personal, también como el lugar donde residen los muertos. Los griegos lo llamaban Hades, palabra que hace referencia tanto a los ínferos como al señor de las tinieblas sombrías. En el poemario de Fabricio se hace presente, pero de manera difusa, en el borde, justo en el umbral que casi logra traspasar. Acecha. Como a Perséfone, espera tomarnos por sorpresa, dar un vuelco a nuestra humanidad y recordarnos que existe el reino de lo inmóvil, solo porque así es la vida, un continuo abrir los ojos incluso a lo que no queremos ver. En palabras del poeta:

…el mundo a veces salta como aceite del sartén

y nos quema la muñeca.

Sin embargo, no todo está perdido. La vida no se entiende sin la muerte ni la muerte sin la vida, sin este momento. Solo resta confiar en el presente, en cómo lo afrontamos. No podemos evitar el crecimiento del caudal de Pluto con el último aliento, ya sea el propio o aquel que pertenece a los seres queridos, pero sí es posible recibir de vuelta el consuelo destinado a los difuntos. Con suerte, el amor por ellos y por la vida habrá de transformar la soledad que dejan en algo mucho más hermoso y puro, algo capaz de ayudarnos a continuar luego de ofrendar el corazón, justo como lo hace Fabricio.

Sus ojos serán más grandes y limpios

de lo que un día en vida fueron.

Y mirarán con más avidez las cosas pequeñas.

Esas cosas pequeñas que ahora extrañan 

y que a veces creen que aún están a su alcance.

La carta está en el buzón de mi boca.

Vengan mis muertos por ella.

Escrito por Victoria Marín Fallas, filóloga, escritora, editora y jefe de redacción en la Editorial Estudiantil de la UCR. Autora del poemario La Edad de Hierro (Medusa Editores).

Contacto: ivannia.marinfallas@ucr.ac.cr

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