Nigromancia
A mi madre y mis siete hermanas.
Nos visitó la muerte y se ha quedado
Enrique González Martínez
De niño vi la muerte,
el enigma de su arbitrario método
que a veces detenía el corazón
de los recién nacidos
y a veces se olvidaba de un anciano.
Cobré conciencia de ello
esa inusual mañana de relámpagos
cuando mis ojos asombrados vieron
las crías de mi gata
inertes: algodones empapados
de sangre, de saliva
y de placenta. Mi madre me cubrió
con la oscura tibieza de su vientre
y yo sentí en mi sien
la yegua de su corazón pateando.
Debajo de la lluvia,
debajo de los goterones negros
que vencían al dique de sus párpados,
entendí que mi madre
no ahogaba sus sollozos por los gatos,
ni me abrazaba a mí
al abrazarme: casi hecha un ovillo,
repetía el nombre de su hija Celia,
la niña primogénita,
la casi púrpura sietemesina
que falleció en sus brazos.
Detrás del ventanal,
los ojos blancos de mi bisabuelo
nos oteaban, y aunque eran solo nubes,
sombras lo que veía,
lograba vislumbrar el infortunio.
Decían que era brujo,
que tenía tratos con el demonio,
que vendió el alma para no morir.
Pero todo era falso:
cualquier progenitor que entierra a un hijo
muere más de una vez,
y mi bisabuelo asistió, absorto,
a los funerales de los tres suyos.
Ausente aunque de pie,
anclado a su bastón como árbol seco
que no fue derribado,
nos miraba a través de los cristales
de la sala, del vidrio esmerilado
del alcohol y del llanto.
Envuelto en el ovillo de mi madre,
por un resquicio apenas
yo miraba el aguijón de la muerte,
como se mira en sueños.
Lejos de mi familia, del terruño,
del niño tímido que fui hace tanto,
reconstruyo el recuerdo
como aquel que se observa de soslayo
en un espejo turbio,
enmohecido por la humedad y el tiempo.
La imagen, ya deforme,
que retorna hasta mí desde la infancia,
me permite contemplar los ocultos,
sutiles abalorios de la muerte,
no en la sangre vertida de los gatos,
ni en la tumba de Celia,
sino en la sed etílica,
infatigable, de mi bisabuelo;
en la obstinada afasia de mi madre,
que permanentemente
se refería a mí como su hija
para luego abrazarme
y corregir hijo, mijo, miijito,
y en su grave obsesión
por concebir, multiplicar su estirpe…
¡Cuántas veces murió mi bisabuelo!
¿Cuántas veces fallecerá mi madre?
¿Y cuánto he de morir
mientras me quede vida?
Exhumo los cadáveres
de mi niñez para mirarme viejo,
para sentir la angustia,
anticipada, de quien tiene hijos:
su no querer morir, y sin embargo,
su íntimo terror
a que se toquen las campanas fúnebres
primero por su prole que por ellos.
Me conjuro por eso a ser infértil
e invoco a quien decide los destinos
para que me conceda
ser quien cierre los ojos de mi madre,
mientras sienta (aterrado y complacido)
el potro de mi corazón pateando.
Felina
Si un gato común, fiera mínima
de la hostil sabana de azoteas,
siete veces le roba
a la mujer el aliento,
qué no hará mi mujer
que en la noche no es mujer
sino pantera,
que ataca y herida,
agonizante,
resiste los embates de la muerte,
muere y nace
y muerde y mira
altiva la pantera,
mira la fiera mujer
que oprime mi pecho con sus zarpas.
Sobre el autor
Adán Brand Poeta y docente mexicano. Licenciado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma de Aguascalientes y Maestro en Lingüística Aplicada por la Universidad Nacional Autónoma de México. Recibió la Medalla Alfonso Caso al Mérito Académico UNAM en 2013, la beca de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de poesía (2014-2016), el Premio de Poesía Joaquín Xirau Icaza (COLMEX, 2019) y el XIX Premio Nacional de Poesía Amado Nervo. Poemas y ensayos suyos han aparecido en diversos medios nacionales e internacionales. Ha sido catedrático de la Sociedad General de Escritores de México y de la UAA; además ha colaborado como asesor de discursos, editor y consultor externo para instituciones como el CENEVAL, el Instituto Estatal Electoral de Aguascalientes y la UAA. Su obra ha aparecido en medios impresos, digitales y audiovisuales de Argentina, Brasil, España, Estados Unidos, Italia, Polonia y México.