No importa quién fue mi padre. Lo
importante es quién recuerdo yo que
fue.
Anne Sexton
Concretar en un puñado de líneas lo
que sabemos de las personas que
amamos es un interesante ejercicio de
escritura, pero también, y ante todo
, un involuntario autorretrato. Las
palabras que elijo para contar quién
fue mi padre cuentan en realidad
quién soy yo.
Fernando Marías
Contrario a la mayoría de los casos a lo largo de la historia de la literatura, en estas líneas yo no quiero matar a mi padre.
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“Vine a Comala porque me dijeron que aquí vivía mi padre, un tal Pedro Páramo”, dice Juan Preciado al comienzo de la emblemática novela de Juan Rulfo. Y el personaje empieza así a recorrer un camino espectral y asfixiante en busca de una figura ausente: su padre. Lo que encontrará después no resulta para nada envidiable, pero podemos decir que es un rasgo común en la literatura que aborda el tema: las relaciones conflictivas con la figura paterna.
Curiosamente, a mí me gusta más “¿No oyes ladrar los perros?”, cuento que, entre otras cosas, trata sobre el vínculo, doloroso e irrompible, de un padre y su hijo, incluido en El llano en llamas.
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Desde hace algunos meses mi padre está viviendo en San Pablo Pejo, Guanajuato, el pueblo del que mi familia es originaria. Por motivos “logísticos” he tenido que visitarlo y pasaré con él las celebraciones de Todos Santos y Día de Muertos. El paisaje, en tanto, me recuerda a Comala (o, mejor, a Luvina): casas derruidas, vegetación árida, un viento que erosiona por dentro, que va tallando el espíritu hasta tornarlo en una especie de tristeza, de acidia. Mientras camino con mi padre por el pueblo y sus alrededores, pienso en él, y en lo que mi apariencia, mi representación corporal frente al mundo, le debe; en las facciones que nos hacen estar vinculados, aunque no estemos juntos. Recuerdo cómo más de una vez, de visita aquí en el pueblo, alguien me preguntó: “y tú, ¿de quién eres?”, sólo para contestar de inmediato “eres de fulano, ¿verdad?” Yo asentía, acostumbrado, pero no por ello menos sorprendido. Sé que hay muchos rasgos físicos que comparto con mi padre, pero por más que me afano en ver fotografías no logro identificarlos por completo, aunque para los demás, como dice Yehuda Amijái: “llevo el rostro de mi padre sobre el mío”.
Quizá la sorpresa que esa inquisición y posterior delación me generaba no era tanto el interrogatorio y el desenlace obvio, sino cierta sensación que me producía imaginar (tal vez sería mejor utilizar el verbo saber) que, de alguna manera, mi padre estaba rejuveneciendo algunas décadas frente a la gente que lo vio crecer, pero en mi carne, en mi rostro primero lampiño, infantil y adolescente, y ahora cubierto de vello, en ese cúmulo de células que, por instantes, lo traían de otros años al presente de la anécdota, sí, pero también a otro presente: el presente continuo de mi existencia, de mi conciencia. Como muchas veces me cargó en sus espaldas siendo yo niño (“Mil veces llevóme a sus espaldas”, dice Philip Roth del suyo), yo también siento que llevo a mi padre a cuestas (“y si seguí viviendo desde entonces / es porque en mí te llevo, en mí te salvo”, dice Alfonso Reyes).
Existe un retrato de mi padre de cuando tenía unos veintiún años. De todos mis hermanos, soy el que físicamente comparte más rasgos con él (lo que me granjeó una temporada de reclamos por de ciertos favoritismos de mi madre). Hasta hace poco, incluso mi sobrina V se empeñaba en ver, desde su liminar primera infancia, mi rostro en el retrato paterno.
Además de la cara, me hubiera gustado que la coincidencia fuera más allá: haber heredado no sólo lo que obliga Natura (“se heredan muchas cosas —dice Borges refiriéndose a la ceguera heredada de su padre—, pero no se hereda el valor”), sino algo más: su carácter tranquilo, su paciencia jobiana, su sentido de la responsabilidad, su valentía ante el espacio (el futuro) abierto: el enigma del desierto (El Norte, sus esfinges de calor, sus acertijos mortíferos), que descifró con éxito en muchas ocasiones.
Nunca me he conformado con sólo haber heredado su cara, por eso me desmarco dejándome crecer la barba (algo que él sólo hizo una vez y por poco tiempo), como esperando ingenuamente que esta excrecencia, que siempre se ha asociado con la sabiduría, traiga de mi padre lo que la genética me negó. Mas el consuelo dura poco y las ilusorias cualidades del sabio que apareja el vello facial se desvanecen al recordar al poeta cuando dice: “Córtatela enseguida, hazme caso: semejante barba lo que inspira son piojos, no ideas.”
Y no es que me moleste, en absoluto, parecerme físicamente a mi padre. Lo que me desilusiona es no haber logrado un parecido que fuera más difícil de verificar a través de los sentidos. “¿Qué prodigio no es que la gota de simiente por la cual somos producidos contenga las impresiones no sólo de la forma corporal, sino incluso de los pensamientos e inclinaciones de nuestros padres?” se pregunta Michel de Montaigne al recordar su aversión a los médicos, para corroborar que ese prurito no era un rasgo enteramente propio, sino heredado de sus ancestros, quienes, además, padecieron los mismos sufrimientos corporales que él: los cálculos renales. Por su parte, al hablar de este tipo de misterio hereditario, Fernando Marías dice que si sus “rasgos, como pruebo cada día, van pareciéndose cada vez más a los del rostro que tuvo mi padre, debo pensar también que mis células, hojas del mismo árbol o páginas del mismo cuaderno, podrían estar concebidas, desde antes incluso de que yo existiera, para desembocar en idéntico final.”
En mi caso y por fortuna, la buena salud (en apariencia y hasta ahora) de mi padre nos ha impedido constatar que mis padecimientos son los suyos, que no sólo en la superficie sino también en un orbe oculto a los ojos, mi cuerpo replica el de mi padre.
Pero no me refiero al parecido piel adentro, al fin material, que me hubiera gustado tener con él, hablo más bien del carácter. Siempre observé a mi padre a través del cristal, traslúcido y sin fracturas, de su tranquilidad. Lo recuerdo pocas veces preocupado. Cuando yo lo estaba, solía repetirme una frase que era de uso corriente para mi abuelo: “Si el mal tiene remedio, para qué te preocupas; y si no lo tiene, para qué te preocupas”. “El papel de la firmeza”, sostiene Montaigne, “consiste en soportar a pie firme los infortunios que no tienen remedio”. Puedo ufanarme de ser acaso el único lector del bordelés en mi familia, pero nunca olvidaré la primera vez que lo leí: fue escuchar a mi padre, recordarlo (en su sentido etimológico: volver a pasarlo a través del corazón), pues siempre se ha conducido de ese modo por la vida, resolviendo lo que se le plantea conforme el problema va llegando, sin inventarse historias proclives a entorpecer el juicio. Parece que de alguna forma intuye que El sueño de la razón engendra monstruos. Y con esto no quiero decir que haya sido un campechano o que hubiera vivido evadido de la realidad, sino que esa virtud de carácter lograba empujarlo hacia delante en el camino, un paso a la vez, librando los abrojos que evidentemente significaba haber cursado sólo hasta tercero de primaria, sorteando las irregularidades de un sendero migratorio que siempre lo alejó de su tierra natal (esa especie de Arcadia llena de pastores y pastor él mismo); esa solvencia de ánimo evitaba que mirara al desfiladero que representaba tener una esposa y cinco hijos a quienes alimentar con un sueldo precario (“Nuestros padres sacaron su pan de troncos y de piedras”, dice Robert Lowell, hablando de sus ancestros y los míos)… Creo que sin esta cualidad emocional mi padre hubiera sucumbido ante el panorama que le tocó enfrentar casi toda su vida, pues si hubiera sido otro su carácter, posiblemente nunca hubiera podido pensar, con Séneca (al que nunca ha leído, por cierto), que “son más las cosas que nos atemorizan que las que nos atormentan, y sufrimos más a menudo por lo que imaginamos que por lo que sucede en la realidad”.
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En gran medida, la literatura que habla del padre se siente iracunda, resentida. El rencor que se percibe en muchos casos es justificable, pues describe a padres desmedidamente duros, ausentes o ausentes por desmedidamente duros. Franz Kafka, por ejemplo, siempre se sintió aplastado por la brutalidad de su progenitor, el cual solía referirse a ciertos amigos suyos como gusanos o insectos. No es gratuito, entonces, que Gregorio Samsa, el personaje central de La metamorfosis, sea la transfiguración de uno de los miedos más acendrados del vástago: merecer igualmente una nominación entomológica en el diccionario afectivo de su padre, ese alfiler que lo colocaría muy lejos del amor filial.
Otro ejemplo de dichas relaciones conflictivas podemos hallarlo en Matar al padre, de Amélie Nothomb. Cuando Norman Terence, el mejor de los magos, decide acoger como alumno e de hijo putativo al joven y prometedor Joe Whyp para enseñarle todos los recovecos del oficio, empieza una convivencia tormentosa en la que el adoptado intenta matar, cuando menos profesionalmente, al padre. Conforme avanzamos en la lectura, sabemos que el rencor de Joe se debe a un sentimiento de abandono cultivado con amargura, como si fuera una flor exótica y delicadísima, durante muchos años.
Paul Auster, por su parte, en La invención de la soledad, da cuenta de la constancia con la que intentó colarse en el corazón de su padre, quien siempre se mostró lejano, inamovible en cuanto a los asuntos del cariño, devorado por la necesidad de hacer dinero. El neoyorquino cuenta la siguiente anécdota en torno a la figura paterna:
Un domingo que fuimos a un restaurante, lo encontramos lleno y tuvimos que esperar que se desocupara una mesa. Mi padre me llevó afuera, sacó una pelota de tenis (¿de dónde?), puso una moneda en la acera y comenzó a jugar conmigo a golpear la moneda con la pelota de tenis. Yo no tendría más de ocho o nueve años.
Mirándolo en retrospectiva, parece algo de lo más trivial. Sin embargo, el hecho de que yo fuera incluido, de que mi padre me invitara por casualidad a compartir su aburrimiento con él, me llenó de dicha.
Luego de narrar el episodio y de reflexionar sobre las sensaciones que puede experimentar un niño que intenta, con muy poca fortuna, apropiarse de la gracia del cariño de la figura paterna, explica lo siguiente: “Uno no deja de ansiar el amor de su padre, ni siquiera cuando es adulto.” Pascal Bruckner, ante la abrumadora sombra paterna, afirma que “también quería agradarle, ganarme su aprecio, asombrarlo como todos los niños, hacerlo reír con mis muecas, mis bromitas simpáticas. Soñaba con que dejaba caer sobre mí una lluvia de epítetos elogiosos en vez de sus observaciones punzantes. Su reprobación me dejaba desolado”. Por su parte, al hablar de la compleja relación con el autor de sus días, Ricardo Garibay señala, no sin desconcierto, que: “Yo no conocí a ese del que me hablan, sí al hurón, al huraño, al rudo, al desolado, al exangüe. Nunca pude averiguar cuándo se vino abajo su alegría de vivir, debe de haber sido un poco antes de que yo llegara. ¿O fue porque yo llegara? Sospecho que, desde el principio, mi traza no lo hizo feliz, inexplicablemente”.
Un eco de sus palabras lo encontramos, verbigracia, en el Premio Nobel de Literatura mexicano, quien siempre buscó la mirada aprobatoria de un padre ausente, atrapado en el torbellino de los acontecimientos históricos que le tocaron en suerte. Sobra decir que nunca lo logró, pues además de las presiones políticas a las que aquél era sometido, también se hallaba sujeto a una tormenta acaso más fuerte: el alcoholismo. El propio Octavio Paz abordará, años más tarde y de una forma hermosamente tajante, la conflictiva relación con la figura paterna y sus andanzas: “Del vómito a la sed, / atado al potro del alcohol, mi padre iba y venía entre las llamas. / Por los durmientes y los rieles / de una estación de moscas y de polvo / una tarde juntamos sus pedazos. // Yo nunca pude hablar con él. / Lo encuentro ahora en sueños / esa borrosa patria de los muertos / hablamos siempre de otras cosas”.
Orhan Pamuk es otro de los escritores que se afana en describir la ausencia del progenitor. En “La maleta de mi padre”, texto que le sirvió de discurso de aceptación del Premio Nobel, el turco rememora esa figura y su prolongada estancia parisina, lejos de su prole. No obstante, el registro de la cuenta de nuestro autor empieza a despegarse del sentimiento de abandono. De alguna forma, Pamuk sabe que su padre está sin estar, que habita a través de la distancia, que hay hilos finísimos que los conectan.
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Podemos pensar, pues, luego de sopesar los ejemplos expuestos, que la figura paterna despierta sentimientos parricidas debido a la ausencia, al abandono. Si damos lo anterior como cierto, y nos detenemos en el sentido de estas dos palabras, ausencia y abandono, podríamos concluir que hay una suerte de vacío vital y que es éste el que entorpece las relaciones entre padre e hijo. En el vacío no puede haber nada. En el vacío ni siquiera el sonido puede propagarse, según nos dicen los textos científicos. Es por ello que las conversaciones no pueden apuntalarse en el vacío.
Sin embargo, existe otro tipo de vacío que es posibilitador, es una ausencia capaz de potenciar. Recordemos cómo, en su ensayo “La cosa”, Martin Heidegger brinda un ejemplo de un vacío que acoge en la figura de una jarra. “¿Cómo acoge el vacío de la jarra? Acoge tomando aquello que se le vierte dentro. Acoge reteniendo lo que ha recibido. El vacío acoge de un modo doble: tomando y reteniendo. De ahí que la palabra “acoger” tenga un doble sentido. Pero el tomar lo que se le vierte dentro y el retener lo vertido se copertenecen. Pero esta unidad está determinada por el verter hacia afuera, que es aquello a lo que la jarra como jarra está destinada.” Esta ausencia de interior material de la jarra le permite ser continente; el vacío, entonces, como posibilidad de ser. El vacío (la ausencia de) no siempre es imposibilitador.
De cierto modo, y durante muchos años, mi padre también estuvo ausente. Acostumbrado a la madrugada, papá ya no estaba en casa cuando sus hijos abrían los ojos; y al cerrarlos, aún no regresaba. A lo largo de su vida, levantarse ha sido encaminarse a la labor. “Apenas empieza uno a caminar y ya lo traen trabajando”, solía contarme cuando recordaba su infancia.
A diferencia de muchos escritores, algunos ya citados arriba, para quienes la ausencia del padre fue tan pesada como la piedra de Sísifo, y sus intentos por llegar al corazón paterno eran un verdadero martirio, gemelo al del mítico personaje, la ausencia del mío tenía algo de advenimiento, de parusía. Mi padre no estaba, pero se encontraba en nuestra comida, en nuestra ropa; en ocasiones estaba en cartas o al teléfono. “Siempre supe que estabas”, le dice Fernando Marías a su padre moribundo. Siempre he sentido que estás, le digo yo al mío, vivo.
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Cuando yo tenía catorce años, mi
padre era tan ignorante que no podía
soportarle. Pero cuando cumplí los
veintiuno, me parecía increíble lo
mucho que mi padre había aprendido
en siete años.
Mark Twain
En más de una ocasión, luego de una reprimenda por una calificación deficiente o mala conducta en la escuela, mis hermanos y yo cometimos la bajeza de reclamar a mi padre que no estuviera cerca; más de una vez, también, le lanzamos a la cara, como un escupitajo, el reclamo amargo por ser su hijo, el hijo de un matrimonio pobre (nosotros también, como Pascal Bruckner en Un buen hijo, soñábamos con que un día se presentaría un hombre elegante frente a nuestra puerta y nos reclamaría para llevarnos con nuestra verdadera —y verdaderamente acaudalada— familia). Bajo tal vileza intentábamos justificar, como poniendo una cortina de humo procedente de una pira de basura, el mal desempeño escolar. “Por severo que sea un padre juzgando a su hijo”, dice Enrique Jardiel Poncela, “nunca es tan severo como un hijo juzgando a su padre.” Ante mis ojos adolescentes y los de mis hermanos, mi padre estaba lleno de defectos, y sí, creo que muchas veces fuimos muy severos al juzgarlo. Nos sentíamos, infinidad de veces, decepcionados de él, frustrados, y se lo hacíamos notar. Nunca se lo he preguntado, pero no creo que se necesite hacerlo para saber que esos tragos que le hicimos pasar fueron muy amargos. Y los sorbió sin chistar, quizá sabiendo que en el fondo no teníamos idea de lo que hablábamos. “Es dura la tragedia de los padres” dice Alfonso Reyes. Le doy la razón pues, en más de una oportunidad, mis hermanos y yo fuimos feroces al juzgar al nuestro, sin siquiera pensar que somos igual o más proclives los hijos a decepcionar a los padres, como quizá es el caso de mis hermanos y el mío, aunque nuestros padres no nos lo echen en cara ya que, como dice Montaigne, “Jamás he visto a un padre que, por jorobado o tiñoso que sea su hijo, deje de reconocerlo”.
Con la misma paciencia con la que oía los disparatados reclamos de sus hijos, con paciencia y con perseverancia, mi padre salía todos los días a trabajar. Ya fuera en una parcela o tras un rebaño, ya en una fábrica, detrás del volante de un camión o en las ventas de lácteos o semillas, mi padre fue puntual en la jornada laboral; ya fuera en el pueblo donde nació, fue y es feliz (a pesar de que ha pasado la mayor parte de su vida lejos de esa Arcadia), ya fuera en la zona conurbada de la Ciudad de México o en los diferentes estados de la unión americana donde residió también muchos años, mi padre siempre fue un hombre trabajador. “El trabajo y la lucha llaman siempre a los mejores”, decía Séneca. Mi padre asistía puntual a la cita, a pesar de que, como dije, la mayor parte de su vida ha llevado la herida abierta de ser un migrante (de cierta forma, él también “lleva en el cuerpo un motor / que nunca deja de rolar / lleva en el alma un camino / destinado a nunca llegar”, como en la canción de Manu Chao).
En la ausencia de mi padre, pues, no veo el abandono; estaba sin estar, lo sentía cerca; más bien, lo que veo en su ausencia es la corroboración de esos rasgos que yo no heredé y que me hubiera encantado: la paciencia, la perseverancia, la valentía.
En su crónica “Los pollos ya no valen lo que antes”, Luis Chaparro nos habla del infierno que experimentan los migrantes al peregrinar hacia mejores tierras, obligados a abandonar su patria debido la rapiña ejercida por la clase política o por el clima inseguro suscitado por el crimen organizado de sus respectivos países. Es una búsqueda desesperada de una mejor calidad de vida, pero siempre a riesgo de perderla:
“¡Eh morros, esto va a ser en chinga, eh! De volada vamos a caminar pa’l monte, cruzamos el arroyo y nos vamos flanqueando el muro, ¡arre!”, dice Daniel [un traficante de personas] mientras acomoda las provisiones en las mochilas. En el trayecto, mientras avanzamos a tientas porque esta noche la luna no nos acompaña, pregunto a Daniel si ha escuchado lo que pasó en Altar. Su respuesta me deja intranquilo: “A ver si no nos pasa lo mismo, chingada madre. ¡Apúrensen! Ahorita no hay permiso, no hay clave para cruzar. Si nos encuentran, aunque sea de la misma gente [perteneciente al cártel criminal liderado por Joaquín el Chapo Guzmán], nos cortan la cabeza, porque estamos calentando el terreno pa’ los que cruzan droga. Ahorita nomás hay permiso pa’ droga”, me explica.
Muchas veces le he pedido a mi padre que me cuente episodios de su vida, sobre todo los que tienen que ver con sus numerosas irrupciones en territorio gringo. Él incursionó en aquellos parajes desde finales de la década de los años sesenta, durante los años setenta, a principios de los años noventa y, la última vez, a inicios de la primera década de este siglo. Volvió apenas (a penas) en 2013. Esta última estancia (o esta ausencia, según se mire) duró una década. Cruzó a Estados Unidos nadando a través del río Bravo, caminando por el desierto (soportando tanto las altas como las bajísimas temperaturas) y, alguna vez, sepultado en el doble fondo de un vehículo. Aunque estas perspectivas de viaje me resultan espeluznantes (si bien no son ni de lejos las tremendamente aterradoras que comparte Luis Chaparro en el texto citado), mi padre las recuerda con cierta nostalgia, incluso parece divertido al hacer el ejercicio de memoria. Dice Guadalupe Nettel que el desierto es un extenso ejercicio de paciencia; quizá por eso mi padre es, entre muchas otras cosas, un hombre paciente, por las numerosas ocasiones que trazó, con sus pasos, una cierta meditación corporal sobre la superficie que, como la esfinge de los mitos, pareciera estar viva sólo para matar aquello que ose atravesarse en su camino.
“Las primeras veces que me fui lo hice sin el permiso de mis padres”, me cuenta. “Apenas andaba de novio con tu mamá. Había que juntar para la boda. Me iba con un amigo. Pasábamos primero a Acámbaro a una estación de radio a dedicarles canciones, yo a tu mamá y él a su novia, luego tomábamos un camión a la frontera y cruzábamos el río nadando. Después caminábamos durante tres días para llegar al pueblo donde teníamos conocidos. Durante el trayecto, caminábamos en la noche y en el día nos tirábamos debajo de los matorrales, para escondernos, pero también para luchar contra el calor o contra la lluvia, dependiendo de la época del año. A veces llovía tanto que buscábamos nomás un lugar donde pudiera quedar libre la cabeza, aunque el cuerpo estuviera dentro de un charco… Ya cuando entrábamos a algún poblado había que andarse cuidando de las patrullas, porque en ese entonces ésas te podían detener y echarte la migra.”
Siempre me han fascinado y conmovido estos relatos, desde la primera vez que los escuché hasta ahora, pues había algo en ellos que no sabía definir, pero intuía, gambusino de prestar oído, como si de una pepita fulgente se tratara; algo vital, algo de vida o muerte había en esas historias. Luego de que mi papá terminaba de contarlas, yo le preguntaba que si no había tenido miedo, que si no había querido desistir. Él me respondía que por supuesto, que no era fácil, que el cansancio extenuaba su cuerpo, su mente y su ánimo, pero que cuando eso pasaba se acordaba “de cada uno de sus muchachitos” y eran ellos quienes le infundían la fuerza necesaria para seguir adelante. Al recordar a su padre, Héctor Abad Faciolince dice que sabía que su progenitor se habría hecho matar sin dudarlo un instante por defenderlo a él. Ahora que escribo estas líneas sobre el mío, pienso en la fascinación vital de la que hablé arriba y comprendo que surge por el mismo motivo: la certeza de que mi padre también se haría matar, en cualquier momento, por defenderme a mí, por defender a cualquiera de sus hijos.
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“Fallesio Juan Hernandes el 24 de mayo de 1970” puede trabajosamente leerse sobre la lápida de mi bisabuelo materno. Es primero de noviembre. Alrededor del sepulcro, en el camposanto de San Pablo Pejo, nos encontramos mi padre, mi madre, mi abuelo materno (quien, luego de medio siglo de vivir en Texas, ha regresado al pueblo, presumiblemente, sólo para morir) y yo. La tumba de Juan Hernández permaneció por mucho tiempo olvidada y descuidada hasta apenas hace unos años; cuando la buscaron, no les fue fácil hallarla: semienterrada y cubierta de hierba, lo único que sirvió para distinguirla fueron las letras que, con pulso incierto y faltas de ortografía, grabó mi padre sobre el cemento fresco. “Antes tiene esas letras”, le cuenta papá a un paisano que arregla una tumba vecina, “yo andaba bien borracho ese día”.
Roberto Juarroz decía que pensar en un hombre se parece a salvarlo. A lo mejor, quiero pensar, estas líneas son el único gesto de gratitud que he tenido con mi padre durante toda mi vida (como Carlos Agüero en Los rendidos, “No tener nada que ofrecer que no sea tu memoria. Palabras.”). Si él intentó salvarme con sus acciones, yo trato de guardar su memoria, el recuerdo de lo que fue, es y será, en estas páginas. Yo pienso hoy en ti, papá, en el campesino que sólo llegó a tercero de primaria y que, con unas letras inseguras inscritas sobre la lápida de mi bisabuelo, impidió que se hundiera en un olvido seco y polvoso. Yo repito ese gesto desde ahora, mientras tú aún vives, y con estas palabras no menos inseguras intento decirte que aquí te quedarás, que estarás entre los tuyos cuando ya no estés, como cuando estabas en nuestra vida a la distancia, cumpliendo la función más cabal de un padre: defendiendo a sus hijos de la muerte.
Sobre el autor
Luis Paniagua (San Pablo Pejo, Guanajuato, 1979) es poeta y ensayista; autor de Los pasos del visitante (premio Punto de Partida, 2004), Maverick 71 (Premio Literal Latin American Voices 2013), Casa (XXXIX Premio Hispanoamericano de Poesía San Román 2014), □ [Cuadratín] (Dirección de Literatura-UNAM-Revarena Ediciones, 2017), Umbrales (Universidad de Guanajuato, 2018), La patria es pradera de corderos segados por el filo y el veneno (Colegio de Ciencias y Humanidades-Naucalpan, UNAM, 2019), Claro rastro del mundo oscurecido (Premio Bellas Artes de Ensayo Literario Malcolm Lowry 2020, FEM, 2020) y Entre los árboles, la voz (Premio Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2022, FOEM, 2023).