A Lil
Un silbido cruza el aire. Una figura pequeña se desploma y el golpe contundente anuncia cuando choca con el piso.
Suelta cada fibra de su cuerpo. De nuevo, respira con normalidad a través de la máscara de seguridad sanitaria. El aleteo del resto de las aves atrae su atención. Igual, no se irán muy lejos. Seguro invadirán las cornisas y los entrepisos abiertos de los edificios aledaños.
Se cuelga el rifle de bambú al hombro y se apresta a bajar. Sus pies se alinean uno atrás del otro, sin vacilación sobre la viga de concreto que surca el amplio espacio de la bóveda.
Pronto alcanza la columna al final de la viga y, sin detenerse, comienza a descender por esta, apoyándose en el esqueleto de acero del carcomido concreto.
Ese es el camino de esta semana, lo recorre al menos un par de veces por día. Su cuerpo se mueve recordando cada posición, cada secuencia de movimientos en un alarde de su propia memoria. Sus dedos perciben con su propio tacto cada varilla, cada rugosidad de la columna, y se adaptan mientras baja los cuatro pisos.
Tres pisos, en realidad. Siempre antes del último salta con etérea gracia al piso.
Camina hacia el centro. Mirando desde abajo, la sobrecoge la bastedad del edificio. Una bóveda de hormigón, abierta en cada extremo; en los mejores tiempos de la Academia Nacional, amplios vitrales cerraron los extremos, evitando que el clima hiciera los estragos ahora evidentes. Los pisos se cierran hacia adentro conforme suben, produciendo la sensación de que todo el edificio recae sobre ella.
A sus pies encuentra los cuerpos rotos de cinco palomas. Un día promedio, ni muy bueno, ni muy malo. Toma cada una, dedicándole un rato antes de echarla en una bolsa de plástico de palma, ya rotulada de antemano con la fecha de ese día.
Plumaje enmarañado, casi cayéndose al tocarlo. Una no tiene ojos. Fueron consumidos por el hongo. Otras tienen los picos atrofiados. En general, sus alas y patas lucen deformes, bultos anormales sobresalen de sus pequeños cuerpos. Le resulta admirable que hayan sido capaces de volar, aunque fuera unos pocos metros. A veces, las encontraba dando vueltas en círculos sobre el suelo, despilfarrando sus últimas calorías en una danza macabra, buscando atraer algún depredador u otra paloma. Esas ni loca las tomaba. El hongo estaría en su fase más intensa de esporas, aún dentro de las bolsas el riesgo era muy alto.
Echa la última. Aplica uno, dos, tres cierres a la bolsa después de extraerle el aire con una bomba manual. El vacío mantiene a los cadáveres en una condición aceptable, hasta entregarlos a la Pol-San1, cuando pueda salir.
Deja salir un suspiro… «cuando pueda salir».
* * *
Se encarama en otra columna y sube hasta llegar al tercer piso. Entra en uno de los habitáculos. Un salón grande, con restos de vegetación y polvo por todas partes. ¿Un salón de clases? ¿Oficinas? Las formas internas de esas moles de hormigón casi no le dicen nada. La Academia lleva más de una década abandonada y saqueada por los pocos que osan poner un pie allí.
Se asoma por el boquete donde alguna vez hubo una ventana. El viento sopla, lo siente cálido contra la poca piel que deja descubierta su máscara sanitaria, sus gafas de seguridad y el pañuelo con que mantiene sujeto y cubierto su cabello. El cielo continúa encapotado, sin embargo, sabe que no lloverá más. Siempre es igual después de una tormenta, llegan las semanas o meses secos.
A un metro por debajo de ella, mira una viga de concreto de medio metro de ancho que se extiende hasta el edificio vecino. Arruga su rostro al ver que más abajo el terreno sigue cubierto por agua.
La bomba de lluvia la sorprendió en el segundo día de faena.
Bordeando el campus de la Academia hay una quebrada. Un delgado hilo de agua pútrida de la ciudad, pero suficiente para alimentar una vegetación de altos zacates y uno que otro arbusto deforme. La célula de tormenta se focalizó en esa zona de la ciudad y aguas arriba. Ella apenas logra guarecerse en un edificio con forma de pirámide trunca. Desde allí observa cómo la cabeza de agua invade el campus desde la quebrada, después el nivel del agua sube hasta el primer piso, cubriendo las rutas de salida y las cuadras circundantes.
Se deja caer sobre la viga. Con naturalidad la recorre hacia la siguiente estructura para continuar su viaje. Recorre y escala aquella colección de esculturas arquitectónicas de hormigón hasta su improvisado refugio en otro edificio. Este es rectangular y tapizado con estrechas ventanas; supone, por su distribución interna, que debió ser usado para aulas. Escala las ruinas internas hasta el piso cuyos habitáculos se mantienen en una condición aceptable.
En uno montó su campamento. En el mismo piso, pero en otra aula un poco más alejada, guarda los sacos con las aves. Siete bolsas apiladas. Seguro aumentarán a diez para cuando la inundación se haya retirado.
Diez días. Demasiado. Incluso guardadas al vacío apestarán como rayos. Pero ese será problema de la doctora de la Pol-San cuando se las entregue y abra las bolsas. A ella le pagan por pico y es todo. Mira por ventana. Aún hay claridad, así que decide tomar un pedazo de bambú, su cuchillo e ir a trabajar a la azotea.
Sube los pisos faltantes, se escurre y salta entre fragmentos de escaleras y pasamanos despezados. Ya arriba se quita la máscara, las gafas y los guantes. De seguido casi toda la ropa. Espera que el viento de la tarde refresque su piel, agobiada por la humedad y la temperatura.
Se sienta y comienza a fabricar municiones. Su rifle es de una sola pieza de bambú, con un mecanismo de resorte percutor fácil de ajustar. Dispara municiones de casi cualquier material: plástico, madera… evita el metal porque raya el cañón y puede deformarlo. El bambú es el mejor, las balas son contundentes, con un peso apropiado. Ahí en el campus abunda por montones.
La tarea se vuelve bastante automática para sus manos. Su mente puede darse el lujo de divagar, disfrutando el paisaje. Al oeste, el horizonte se enciende con la luz de un sol moribundo, detrás de una mortaja de atmósfera densa. Lejos, la ciudad es un teatro de sombras contra un fondo cobrizo. Edificios nuevos y altos se imponen contra el horizonte, mientras que muchos de los más viejos están reducidos a esqueletos, en espera del golpe final.
La Academia Nacional tomó un aspecto aún más melancólico, principalmente al considerar que, en algún momento, barrerán el viejo campus; el último bastión de la vieja ciudad y sus edificios de formas brutales, hechos de concreto, unidos por estructuras del mismo material e intercalados por áreas verdes, ahora salvajes.
Darse cuenta de ello le provoca una opresión en el pecho. Mientras está allí, observándolo, navegando entre sus formas como un depredador deslizándose por una selva de hormigón, reconoce la melancolía cuando la siente. Pronto las máquinas llegarán para transformar el paisaje en un yermo, listo para recibir a la nueva ciudad.
Para eso la contrataron. Nadie entrará hasta que elimine la parvada de palomas infecciosas. No quieren simplemente desplazarlas, las quieren muertas, con el objetivo de erradicar el hongo parasitario que portan. Es un trabajo que poca gente aceptará, más por los rumores que por los hechos; de la misma manera en que poca gente se aventura en el viejo campus, plagado de fantasmas e historias.
Medio sonríe, abandona su labor y se dedica a observar, aprovechando los últimos rayos del día. Sus ojos se desplazan de un edificio a otro, mientras su mente intenta entender las formas y conectarlas con su propio ser.
Es entonces cuando la percibe.
Rápido toma la mira que cuelga de su cuello. Apunta en dirección a un edificio a unos doscientos metros de donde está. Tiene solo tres pisos y el tercero se haya bordeado por un balcón. Las sombras de la casi noche se mezclan con las penumbras del edificio. Pero puede notar el movimiento. Trata de enfocar, de comprender los contornos de lo que se mueve allí. Sin éxito. Solo le parece notar un par de luces amarillentas, diminutas, mirando en su dirección, antes de perderse en el interior del edificio.
Sin mediar orden suya, su cuerpo se tensa. Sus pensamientos se debaten. Se pregunta si en serio vio a un puma sombrío.
* * *
Cinco días atrás, encontró una bolsa de palomas rota. Algo la arrastró desde el lugar donde las guardaba y la rompió. No fue difícil identificar las marcas de garras y colmillos, aunque dejó el contenido intacto. Por supuesto, un depredador no se comería el cadáver de una paloma contaminada.
Su primera reacción fue de sorpresa y excitación. No es frecuente toparse con animales grandes en la ciudad. Pero fue seguida por la cautela. Supuso que él animal quedó atrapado con ella por la tormenta.
Ese día llevó a cabo un experimento. Colocó una barra de proteína de insecto en el nivel más bajo del edificio. Quizás el animal preferiría esa presa antes de atacar su botín.
Al día siguiente, comprobó el éxito del plan. No solo su botín estaba a salvo, sino que también había encontrado una paloma muerta en una condición aceptable. Parecía haber hallado una compañera para la caza; le gusta pensar en ella como una socia, ya que en muchas especies las hembras son las cazadoras.
La rutina se repite día tras día: un par de barras de proteína por una paloma muerta. Lo único extraño fue encontrar en algunos edificios palomas despedazadas, parcialmente devoradas. ¿Podría ser que el hambre sea más fuerte?
El día que las encontró no se pudo concentrar en su trabajo. Erró varios tiros hasta desistir cuando solo le queda una bala. Apoya la espalda contra una columna y balancea indolente su pierna izquierda. Mejor se dedica a sus pensamientos, obsesionados con la idea del puma, mientras admira los colores cambiantes de la tarde.
Los pumas sombríos pertenecen a esas leyendas que se tachan como fantasía. Forman parte de las leyendas modernas de los territorios fuera del interior, de la Periferia. Un espacio extraño y distante, desde que el país se fracturó en dos por la guerra civil.
Bestias felinas meméticas. Las historias atribuyen su existencia al viejo régimen militar de la república, entre muchos otros cuentos sobre las armas que desarrollaron. Muchas no pasan de ser solo charlatanerías… pero sin dejar de tener algo de verdad…
Si realmente existe, ¿cómo llegó hasta allí? Tendría que haber recorrido las montañas del norte, hasta toparse con algún cañón de río y seguir la red pluvial hacia la ciudad, donde finalmente fue atrapada por la tormenta.
Un viaje largo, inútil, la ciudad está muerta en todo sentido, no hay presas grandes. Sin embargo, tampoco es imposible, concluye.
La luz se oculta, las sombras se extienden. Es hora de volver.
Recorre el camino habitual solo para encontrarse con algo fuera de lugar. Avanza sobre una viga que atraviesa una estructura con el techo parcialmente derrumbado. Abajo, percibe movimiento, pero los contornos son difusos.
Con cuidado alcanza el extremo de la viga y busca una forma de bajar. El suelo está parcialmente cubierto de agua y los pedazos derruidos de la estructura sobresalen. Se esconde detrás de uno de estos escombros. Las criaturas están cerca, a unos metros de distancia. En la penumbra, sus formas aún no son claras, pero está segura de que son dos. Parecen estar concentradas en alguna presa.
Su corazón palpita con fuerza. Sale de su refugio y se acerca con cautela, buscando ocultarse detrás de un pedazo de columna aún en píe. Las criaturas sienten su presencia. Se giran. Un par de ojos salvajes, casi humanos, la miran. Ahí se da cuenta: No son pumas sombríos.
Dos perros nahuales se lanzan contra ella.
* * *
Corre, salta entre los escombros, pronto se ve en el exterior. Sube por un arco tumbado, tan rápido como puede. El rifle cuelga de su hombro, golpeando su espalda. Calcula, mientras sus manos y sus pies se aferran al concreto, mientras siente los rugidos –un sonido imposible, entre humano y bestia–. No tendría tiempo de cargar el resorte del rifle y apuntar. Las bestias son rápidas, por debajo le llevan el paso. Lanzan agua en todas direcciones. Saltan, sus garras, demasiado parecidas a dedos, rozan la viga, la cual comienza a bajar a unos metros frente a ella. Los perros nahuales son grandes, parecen una persona fornida caminando en cuatro patas y cubierta de pelo negro. También tienen algo de intelecto, pronto se darán cuenta que pueden subir también por el arco.
Delante ve el boquete desnudo de una ventana. Corre más rápido, dejando que el impulso la mantenga en equilibrio sobre el arco, y brinca.
Sus piernas sacan fuerza de la nada, cruza los metros que la separan del boquete. Choca contra el borde, siente cómo el aire abandona sus pulmones. Se impulsa hacia adelante y se deja caer dentro, en el interior de otro edificio casi derrumbado, con pedazos faltantes del entrepiso y piezas de la estructura desparramadas por todas partes.
Continúa su huida. Puede escuchar a los perros que la buscan. Por supuesto, están famélicos, las palomas apenas tienen carne. Una pared corta su salida. Apoya la espalda en contra y prepara el rifle. Justo a tiempo para ver a las dos bestias abalanzarse sobre ella.
Puede disparar contra una. ¿La bala le hará daño? No importa, solo tiene la oportunidad de acertarle a una; siempre quedaría a merced de la segunda.
En ese instante, la penumbra del interior entra en movimiento febril. Una sombra a su costado cobra vida y se lanza contra uno de los perros.
La figura de la bestia se observa difusa a través del pelaje mimético del depredador. Esos ojos, en aquel rostro horriblemente humano, se llenan de terror a la vez que la sangre mana de su garganta estrangulada y cercenada. Las garras depredadoras, ahora visibles, se incrustan en su carne.
Pero ambas se olvidaron del segundo perro nahual. Este detuvo su embestida y giró hacia la puma. Con relativa facilidad, la atrapó con sus patas prensiles y su hocico, lanzándola hacia un lado. Por unos segundos, el perro se para sobre sus patas traseras. ¡Maldición! ¡Parecía tan humano!
La sombra amortigua su caída mientras se prepara para el contraataque, pero la bestia se abalanza, atenazando su cuello con sus colmillos.
Entonces ella reacciona. Suelta el gatillo y así el resorte libera su carga cinética. La bala sale despedida. Apenas un silbido anuncia el disparo.
Un tiro limpio. El perro cae de costado, con su sien destrozada por el impacto. El silencio se abate como plomo sobre la casi oscuridad nocturna. Ambos perros agonizan o ya están muertos. A ella le preocupa el puma. La silueta, mezclada con la penumbra, permanece completamente quieta.
Se acerca. Despacio. Le parece escuchar una pesada respiración. Titubea. Sabe que un animal herido es peligroso, pero ella es su compañera de caza. Paloma por barras, tenían su trato y ahora no la puede dejar así.
Un par de ojos felinos centellean en la oscuridad. Ella se quita su máscara, las gafas y los guantes. Sus miradas se encuentran en un instante fugaz. Continúa avanzando. El puma no reacciona, solo la mira. Ella se sienta de cuclillas a su lado y la examina.
La herida traspasa la piel, dejando ver la carne debajo. Roja, palpitante. No es un fantasma. Está vivo, siente dolor.
¿La dejaría tratar la herida? Acerca sus manos, despacio, hasta sentir una textura, un pelaje algo grueso, pero suave y cálido al tacto, distribuido en varias capas. Al deslizar sus dedos por debajo estos desaparecen también.
Los ojos amarillos la siguen. Nota que parpadean, despacio, detrás de párpados en apariencia inmateriales. El puma desvía la mirada, no la mira indirectamente a ella, sino al vacío detrás.
¡Diablos! ¡Ronronea!
Ella quiere pensar que todo saldrá bien. Que la podrá curar, que saldrán de ese maldito lugar cuando la inundación pase, pero, entonces, ¿a dónde irán cuando la ciudad termine de morir?
- Policía Sanitaria.
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Sobre el autor
Daniel Figueroa Arias nació el 22 de mayo de 1981, en San José, Costa Rica. Es ingeniero civil e industrial y ha cursado estudios de filosofía en la Universidad de Costa Rica. Participó en los talleres literarios “Chico Zúñiga” y “Miércoles de poesía”. Es fundador y facilitador del taller literario “13013”, especializado en literatura de ciencia ficción, fantasía y terror.
Ganador Tercer Lugar Premio De Abreu 2021, con el relato “La Caída de San Pedro II”. Finalista Certamen Literario Alberto Cañas VI, 2023, con la antología de ciencia ficción “La Sed y otros cuentos”. Finalista Premio De Abreu 2023, con el relato “El Delegado”. También es miembro de la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Fantástica Chilena (ALCIFF).
Publicaciones.
Novela, Fantasma en los sueños, bajo el sello editorial de Clubdelibros, Costa Rica.
Sueños de Babel, antología completa, bajo el sello de Austrobórea Editores, colección
Nuevo Terror en Latinoamérica, Chile.
Novela Corta, Náufrago en un millón de voces, bajo el sello editorial de Ask-Books,
Costa Rica.
Cuento “Bestias de Arena” en la revista Espejo Humeante, edición 9.5.
Cuento “La Necrópolis de San Pedro”, en la revista Chile del Terror #4 Muertos
Vivientes.
Cuento “La Tumba del Alma”, en la revista Teoría Omicron, año 6 número 2.
Cuento “El Trono de la Osamenta”, en la antología Rollos de Vuelo, de la Editorial de la Universidad Estatal a Distancia (EUNED), Costa Rica.