Cualquier espíritu curioso lo sabe. El momento del día en el que Eliseo Mayoral se entrega a la completa felicidad es cuando arma su escandalera con el tambor. Mientras lo hace, Chana, su compañera, se ocupa lo más que puede en la prendida del fogón, debido a su temor a las ánimas. Según ella, su marido llamaba a Raimundo y todo el mundo. Juraba ver y escuchar todas esas cosas molestas que se acercaban para danzar en medio de la nada, balbuceando incoherencias.
Algo similar sucedía con su hijo Luciano que, en palabras de Eliseo, cantaba como un angelito, cuya voz era un panal de miel hasta para las mariposas.
Ese día el cielo soltó al sol como un trompo. Luciano, quien acompañaba el ritual de su padre, sintió una leve brisa que, al pasar, le pintó una cadencia diferente a su voz junto al “cu pá cutú pá” del tambor, por lo que Eliseo se agachó para ver la manigua.
Luciano, asustado, llamó a Negro, creía que se había ido lejos, pero el gato hizo un murmullo de ruido mientras salía de la champa a la orilla del río.
Todavía con la mente alerta, en vista de que su padre estaba distraído y se había interrumpido el canto ritual, el niño decidió ayudar a su madre a servir la comida. Siempre le había gustado deslizar las hojas de plátano que servían de cobija para lo que fuera que su mamá cocinara. En esta ocasión, arroz con coco y pescado. Como de costumbre, el olor de lo rico taladraba su tripa una vez más y hasta nueva orden.
Mientras tanto, Eliseo masticaba con sus ojos aún inmovilizados, parecía ver algo más acá que allá.
Al observar a su marido, Chana volvió a recordar cierta sensación de cuando ambos, jóvenes y enamorados, probaron en cucharón grande los pequeños bocados de la incertidumbre.
—Si viene de verdad con el pedromoreno, lo espantamos de un golpe—manifestó Chana, luego de desmenuzar por un rato el silencio.
—No, eso para Negro, si es que vuelve a hacer diabluras en los cultivos, el mandingo minino ese —sentenció mientras miraba con rudeza al gato ocioso, que se relamía los bigotes y lo miraba por el rabillo de sus rutilantes ojos amarillentos.
Luciano, que intentaba encontrar coherencia a los asuntos en el aire, pensó que aquello de lo que hablaban sus padres tenía que ver con “El diablo del pantano”, como ya habían bautizado los cienagueros a esa criatura de hambre inconsolable y proporciones alarmantes. Solo Eliseo sabía que el desinterés del animalejo por su familia y sus cultivos de arroz se debía, en gran parte, al mágico tambor. Y no tenía intención de cederle a los azares de la naturaleza los ritmos a los que ya se había acostumbrado. Pero, el día anterior, Eliseo quebrantó la rutinaria labor de hacerlo tronar a la misma hora de siempre, apremiado por el hambre de su familia. Al caer en cuenta de su descuido, sintió miedo y culpa.
Sin embargo, el día difícil que ahora era noche, transcurría impasible, sereno, hasta que una luz comenzó a acercarse al caserío desde la ciénaga. Fue Negro quien advirtió su presencia con encabritados maullidos inusuales.
Eliseo preparó su escopeta, se paró al borde de su tierra y aclaró su garganta. La luz blanca lo encandilaba en medio de los contornos de la penumbra.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó cuando la luz fondeó.
De vuelta, tan solo hubo silencio Los asustados ojos de su familia, no le perdían cuidado. Sin embargo, al cabo de un rato, Chana y Luciano dejaron de prestarle atención a aquello con lo que lidiaba Eliseo. Fue desde que Negro cambió su actitud de hostilidad a una de terror, agazapándose bajo la mesa.
—Se nos juntó todo manita —se dijo Chana con tono resuelto, agarrando el pedromoreno colgado en la pared, demostrando un dominio acentuado de su temperamento, cosa que no podía ser más que contagiosa para su hijo.
Eliseo, por su parte, no tenía intención de ceder ante lo que se ocultaba detrás de la luz, imprevisible como el mareaje del río. Fue entonces cuando sus ojos vieron el agua teñirse de rojo desde la espesura apenas visible.
En medio del silencio alborotado, Luciano le señaló a su madre algo que la hizo tragar saliva: por el pozo séptico estaba entrando “El diablo del pantano”. Tal como lo decían las lenguas, sus proporciones eran alarmantes, tanto que su nariz, bajo la moderada luz del candil, ya parecía un caimán por sí misma.
Una corazonada le dio la certeza a Eliseo de que la champa a la que le hablaba yacía sonámbula, sin ningún hombre, y que la presencia que sentía en ella solo eran las esquirlas de una ausencia reciente. Sumido en la posibilidad de un infortunio, se dispuso a descubrir si esto era verdad. Sin embargo, el grito de su hijo lo hizo desviar su atención y correr a su llamado.
Encontró a Chana amarrando, con toda la fuerza de sus extremidades, el cuero de vaca del pedromoreno, alrededor de la boca del caimán, que parecía haberse atrancado con las tablas del pozo y algo más. Negro arañaba el cuerpo del tambor, como diciéndole a Eliseo que debía tomar parte de la manera en que mejor sabía hacerlo.
(Cu pá cutú pá)
De la manigua vino
La chalupa sangrando
El guardián silencioso oyó
A los mangles gritar rojo
Sabrá el río qué pasó
Con los condenados
Cuando llegó donde los Mayoral
Negro arañó el tambor
Dando la idea de tributar
Una escandalera para el protector
Al escuchar la canción, el caimán retrocedió para sumergirse nuevamente en sus dominios. Los miembros de la familia, hipnotizados, observaban los movimientos del agua hasta que se dieron cuenta de que Negro había cambiado de escondite, rozando las piernas de Chana. Ronroneaba, como sugiriéndole que, por primera vez, escribiera la canción improvisada, mientras una sombra oscura, reflejada en los ojos del animal, se deslizaba entre los árboles.
Sobre el autor
Ángel David Palacios Abadía (Colombia). Afrocolombiano. Cursa el último semestre de Comunicación y Lenguajes Audiovisuales en la Universidad de Medellín, con enfásis en ésteticas afrodiaspóricas y en narrativa de ficción. Fue semifinalista del concurso nacional de escritura Colombia Territorio de Historias en la versión del 2022. También participó como becario en la residencia de guion Desde la Raiz 2022 del Ministerio de Cultura. Publicó un cuento en la revista La Mala Crianza y un ensayo en la revista universitaria ConSentidos.