Sobre Entre los árboles, la voz, de Luis Paniagua – Rodrigo Castillo

De los premios literarios se pueden pensar muchas cosas, pero sólo me enfocaré en la más virtuosa: los premios funcionan como un termómetro que mide la temperatura de las escrituras más recientes. Ponen la vara alta. Los premios ayudan a enfocar las apuestas y propuestas de un nutrido grupo de amigos y colegas que están de pie frente a muchos de los acantilados que la escritura trae consigo.

Entre los árboles, la voz (título que obtuvo el premio único de ensayo en el Certamen Nacional de Literatura Laura Méndez de Cuenca 2022) es una provocación y es, a su vez, una inspiración. Antes de avanzar no quiero crear confusiones. Provocar no es irritar sino estimular, excitar, causar algo; y por otro lado inspirar no debe aplicarse en este caso como un sinónimo facilón de infundir lo creativo; la apuesta de Paniagua va mucho más allá al “hacer nacer”, a la búsqueda del origen, a la madriguera-madre de donde viene precisamente la voz escondida entre los árboles de un bosque poético. Y sirva de una vez lo dicho: lo poético sin la extravagancia de su sentido solemne y rígido, sino al revés, cuando lo poético viene de un largo periplo donde se ha buscado tener una intención que toda escritura lleva implícita. ¿Y cuál es la de Paniagua? Desde mi punto de vista como lector, es hacer literatura; y en ello, como dije al inicio, los años para él y para su escritura han acumulado un nutrido kit de herramientas para consolidar su visión, su lenguaje, su expresión y una manera particular de enfocar el hecho ensayístico como género. 

Pero en la escritura que luego se devela literatura no todo es lenguaje y su capacidad comunicativa. Mucho de esto lo hemos dialogado en textos críticos que no tiene sentido traer a colación aquí. Detrás, arriba, debajo y frente al lenguaje viene una serie de advertencias que Paniagua nos deja en claro desde el inicio: es él un escritor que ha decido cruzar la banqueta del lado de los ensayistas dispersos. Y esto me emociona. Porque no lo es tanto, de hecho, pienso que a través de los muchos caminos rodeados por árboles veo a un ensayista coherente, inteligente, en la búsqueda de más preguntas que de respuestas, por ejemplo, cuando en el primer ensayo que abre su libro Paniagua duda y se cuestiona sobre la manera en cómo los ensayistas justifican el propio ensayo y concluye de la mano de Alfonso Reyes anotando que “el ensayo literario es arquitectura de paisajes interiores”.

Esto último abre el portal. Digo que es el momento donde Paniagua, con pericia, desdobla y encamina hacia otros derroteros donde el ensayo –como género y como forma– va a construir su propia casa –un cascarón, una caja de zapatos a la Orozco, o como la casa de la poesía que es el poema– a partir de la memoria personalísima a lo que él da por llamar “carácter intimista”, término que además me provoca de nuevo porque voy atravesando el portal guiado por la buena escritura con la que el escritor con oficio suele llevar a los lectores. 

Seguro les pasa, como a muchas personas que están aquí, cuando un libro los comienza a guiar por sus páginas saben que ya no habrá retorno y hay que saber aprender a leer la brújula. Pues esto es lo que en líneas muy generales me pasa con la apertura del portal que ahora nos jala hacia lo autobiográfico. En principio, el ensayista metodista hace su “declaración de rumbos” y para elegir hablar de sí mismo y de sus asuntos intimistas tiene que dialogar con aquellos que han hecho lo mismo, con los vivos y con los que ya no están. Y no es tarea fácil, ahí están los ejemplos que Paniagua devela: De Montaigne y Rousseau a René Démoris y a Adam Zagajewski a quienes coloca como exponentes que han logrado dar sentido al género ensayístico, por lo menos el literario, al nutrirlo de intimidad e identidad. Como dice Paniagua, es a través de la confección de retratos escritos de la tribu que el ensayista puede ejercer el género y aquí lo cito: “para poder entender eso que somos nosotros también frente al mundo”. Esto, de paso, me recuerda la novela Mr Gwyn, de Alesaandro Baricco, y que para mi buena fortuna Paniagua menciona páginas adelante en su ensayo llamado “La madre”.

Ésta es la manera como Paniagua casa moscas, parafraseando a Hugo Hiriart, lo cito: “sin mucho sistema y pobre técnica, pero con fervor y fiebre, en medio de su rítmico y caótico aleteo, siempre fastidiando y siempre al vuelo”. 

Echado a andar el andamiaje del libro, el lector llega a otro punto de interés enfocado en diferentes aspectos que al ensayista le sirven de pivote para activar más ideas y, por supuesto, anécdotas familiares. Estamos ante un ensayista que dice no ver, que cree en que, “hay mayor seguridad de encontrarnos en la polisemia del lenguaje articulado, pues por él, mediante él, podemos recorrer mejor los vericuetos de eso que somos y no podemos ver con los ojos”. Esta última frase me resuena en particular dado que Paniagua ya nos ha guiado con la vista y demás sentidos por la imagen del retrato de la Mujer de espaldas de Aguado de las Marismas. Al respecto, se pregunta Paniagua: “¿Pudiera ser la fotografía de la Mujer de espaldas (encuadrada al modo de los retratos clásicos: capturando la parte superior del torso y la cabeza), más que un antirretrato de la propia modelo anonimada por el obturador, un autorretrato del fotógrafo?” Un autorretrato que no habla de su aspecto físico, sino de sus cualidades sicológicas (en este caso, y más concretamente, de su carácter estilístico): un autorretrato de su genio?”. Y Paniagua se responde con un apunte maravilloso de Stefan Zweig –quien por cierto está tomando vuelo en esta nueva década–, dice Zweig: “Visto superficialmente no ha hecho gran cosa, pero bendecido por el genio, ha realizado algo que destruyó la fuerza, por lo demás inexorable, de lo perecedero”.

Y entonces entramos nuevamente en materia del lenguaje que, para no errar, llamaré lenguaje escrito o aquel que ponemos con signos sobre muros, archivos electrónicos, hojas de papel o sobre la piel. El ensayista nos está llamando a ver su mundo, no el del genio sino el del gesto, el de la provocación artística que puede dibujar mapas. ¿La cartografía a la que Paniagua se ciñe está construida sobre los pilares de la memoria y ésta, como válvula de escape, hace las veces de pretexto pues al final de cuentas qué escritor que no esté bajo la balanza de su propia vida puede escapar de los recuerdos, peor aún, de la fotografía o del diario que él mismo imaginó, ha imaginado y seguirá imaginando sobre sus propios días?

Este impulso saluda la escritura de Luis. Su apuesta no es en vano. Escribir tiende a errar. Entre más escribimos más nos equivocamos, pero también conocemos más porque profundizamos en los recovecos de las cosas, de los hechos o de lo que creímos que fueron y son, y es en este ciclo donde el escritor nos regresa a casa, como ya había dicho antes, Paniagua nos hace reconocer el origen, pero en su inventiva hay un bonus. Paniagua juega, se divierte, Luis escribe retratos, encuentra lúdicas a las imágenes, no se entretiene con la seriedad que el ensayo pretende porque ese espacio está dado a la poesía entre la voz y el silencio. 

Y aquí el asunto podría empezar a tornarse oscuro porque si la mención de la madre es luminosa, la llegada del padre al umbral es tenebrosa, pero con un giro didáctico –lo llamaría una vuelta de tuerca maestra– Paniagua me quita la temblorina: lo cito: “Contrario a la mayoría de los casos a lo largo de la historia de la literatura, en estas líneas yo no quiero matar a mi padre”. Y eso me incomoda y le pregunto a Luis frente al texto “¿Cómo no vas a querer hacerlo?” Y la respuesta es, como pasa con la madre, inteligentemente literaria, porque al avanzar los ojos sobre la lectura, resulta que las coincidencias entre las lecturas de las obras de Rulfo y las mías sobre Rulfo son las mismas, y al igual que Luis –espero no spoilear el ensayo– mi texto favorito del jalisciense es “¿No oyes ladrar los perros?” incluido El llano en llamas porque, cito a Luis, este cuento “entre otras cosas, trata sobre el vínculo, doloroso e irrompible, de un padre y su hijo.”

La literatura es un viaje. Los eruditos le llaman nostos, si recuerdan vagamente la Ilíada, la Odisea, o algo más reciente, 20 mil leguas de viaje submarino, se darán cuenta de ello. Este nostos es el viaje que implica el regreso, sea en forma de ánima o en carne propia si se logra sobrevivir, pero hay una vuelta a la que enfrentaremos una y otra vez sin saber a ciencia cierta qué nos depara en ellas. Y este viaje de Luis con su padre trata sobre el retrato también, pero uno donde el progenitor y su hijo comparten similitudes físicas en extremo. De la mano de Ameli Nothomb, Pamuk, Paz, Ricardo Garibay, Paul Auster y Franz Kafka, Paniagua pone ahora su atención en la estancia del padre, aunque no física, pero sí simbólica: ahí donde la comida se hace presente, donde la ropa cubre del frío, su padre toma lugar a pesar de las adversidades, de los reclamos y sí, de la distancia porque ese viaje del que ya he hablado se refleja en la literatura de Luis cuando nos explica, y cito: “Muchas veces le he pedido a mi padre que me cuente episodios de su vida, sobre todo, los que tienen que ver con sus numerosas irrupciones en territorio gringo. Él incursionó en aquellos parajes desde finales de la década de los sesenta, durante los setenta, a principios de los noventa y, la última vez, a inicios de la primera década de este siglo. Volvió apenas (a penas) en 2013. Esta última estancia (o esta ausencia, según se mire) duró una década. Cruzó a Estados Unidos nadando a través del río Bravo, caminando por el desierto (soportando tanto las altas como las bajísimas temperaturas) y, alguna vez, sepultado en el doble fondo de un vehículo.” Al conjunto de estos ensayos de origen Paniagua los bautiza con el bello título de Camafeo, una piedra preciosa con una figura tallada en relieve.

La siguiente sección del libro lleva por nombre “Documentos de Identidad” y el escritor vuelve a la carga con la imagen que sí mismo amalgama ante el espejo. Y el resultado tiene una capacidad de encanto que sólo podría darse mediante la reflexión casi obsesiva de aprender a verse en y desde todos los ángulos, pero en el que es más relevante, por lo menos en este momento que nos sucede, que es en la literatura. Cito a Luis: “Sin embargo, en ambos casos, el espejo delimita nuestro objeto y a la vez lo vuelve infinito: azogue frente al azogue. Por un lado, lo que somos en el devenir; por el otro, el ser que se mira con la conciencia de ser eso y otra cosa sin alejarse de su centro mismo”. De aquí en adelante el ensayista continúa experimentando con el retrato, el autorretrato, articulando una y otra vez una operación que hace de su medio –el lenguaje– un divertimento, un recuerdo, una anécdota que, citando al mismo Luis, lo hace “pasar por la forma ensayística que tiende a la intimidad empatada con el análisis del recuerdo, de la memoria, de la poesía, de la transitoriedad”.

Pero uno de los embrujos de los ensayos de Luis tiende a colocar al lector ante la tribuna de un pasado idílico que, si bien nada tiene que ver, por ejemplo, con la película Call me by your name, abre ese portal al viaje interior del niño o del joven que crece en la década de los noventa con la apertura del mercado y con una situación económica precaria, pero, que no por ello, deja de vivir los asuntos de una época con la llegada a casa de un reproductor, un radio reloj despertador o una grabadora de reportero que para muchos de nosotros era impensable tener en casa. Esto aquí podría sonar sumamente intrascendente pero no; una de las virtudes de este libro son las conexiones que Paniagua crea con la música, con las películas, es decir, con el universo personalísimo del autor donde comienzan a verse otras preocupaciones y ocupaciones. En este paseo que es a la vez metafísico, intimista y concienzudamente intelectual sin caer en la pretensión del erudito aburrido, Luis conecta preguntas para tratar de entender la vejez, cómo ésta nos conectará con la muerte –la suya y la de los seres queridos– y para hacernos sentir y pensar, con su particular técnica de divagar en el texto, cómo es que la transitoriedad, es decir, el paso terrenal que tenemos, se vuelve hacia la infancia, al niño, luego viaja a la adolescencia, y el adulto que logra recordar que, cito a Luis “… la vida está allá afuera, en medio del riesgo de las bifurcaciones sin fin, lejos de este encierro, más allá de estas letras que tal vez no alcancen a decir lo que pretenden”.

    La historia de Luis Paniagua como persona, como personaje y como autor se autorretrata en las páginas de Entre los árboles, la voz y ésta es su gran virtud, porque podemos conocer al escritor que vive habitando las derivas, que nos deja ver, aunque no hable particularmente de ello en el libro, que es un andante, que ha caminado y usado sus pies no sólo para llegar de un punto a otro sino para explorar con los sentidos lo que entendemos, muy a lo vago, como territorios. Con este pretexto quiero decir que una de las secciones que más me atrae de su libro es “Todo es Cuautitlán”. Aquí, Paniagua es testigo, mediante la realidad y luego ésta mejorada siempre por el artificio literario, del raciclasismo, de la idea del centro-periferia, de la noción de lo “naco”, lo civilizado y lo bárbaro, o lo que unos creen que lo es y otros lo viven o no. Más adelante habla de lo patrio, de la matria o de aquella frase maravillosa de “a donde vamos llevamos la patria verdadera”. Y cuál podría ser ésta sino Cuautitlán, el territorio con el que Paniagua nos invita a pensar y desentrañar los recovecos de la geopolítica.  

“Para más referencias” es la sección que da cierre al libro. En ella se encuentran los ensayos “Simón Bolívar y Galeana”, “16 de Septiembre y 20 de Noviembre”; “Artículo 123 y 16 de Septiembre”; “Avenida José María Morelos”; “Mimosas #31; Callejón Galeana y Daniel Delgadillo; Mimosas y Sauces; et al”; y, finalmente, “Bordes inconfesables”. Paniagua vuelve al ataque para recordar momentos íntimos que sólo la memoria puede reconstruir. Entre ellos van los que tejió con su hermana y que remata con un cierre extraordinario, cito: “Mi hermana no es poeta, pero volvió, como Orfeo, de la muerte. Y regresó no para cantar, sino para cultivar un jardín: el jardín de la generosidad. En el centro de ese jardín está ella, con una belleza inmarcesible, generosa y única, como la de una flor digna de ser cantada por cualquier poeta”. Y en este mismo tono avanza el ensayista ahora con su hermano, quien, de paso, cito: “disfrutaba de aplicar a mis hermanas y a mí alguna que otra llave de lucha libre o amagarnos con un golpe de ninjutsu”.

Para finalizar mi participación quiero apuntar un asunto que ya dije al inicio: Entre los árboles, la voz es un libro de ensayos que pone la vara alta; las consecuencias de su lectura, como pasa cuando se lee un buen libro, nos remiten a la búsqueda de más lecturas para contrapuntear opiniones y perspectivas; por otro lado, la buena escritura de Paniagua conjugada con su particular punto de vista sobre el mundo nos guía, como lectores, a querer ser hacedores, y no hay nada más activo en ello, me parece, que el libro de un amigo y de un colega, invite e incite a entrarle a las divagaciones, a las derivas, a ese despertar de la curiosidad, por medio del ensayo.

Entre los árboles, la voz (Premio único de ensayo Certamen Literario Nacional Laura Méndez de Cuenca 2022)
Luis Paniagua
Fondo Editorial del Estado de México
Toluca, 2023. 172 pp.

Sobre el autor

Rodrigo Castillo (Ciudad de México, 1982) ha publicado los libros de poesía Espacio de resistencia (UACM, 2007), Pantone 8602 (Bonobos-UANL, 2011), la antología Sombra roja. Diecisiete poetas mexicanas, 1964-1985 (Vaso Roto, 2014) y Prodigios de los cercenados. Vida de los Santos Cosme y Damián soñada por Fra Angelico (Ediciones Simiente, 2023). En 2021 publicó Zafra y futbol (FEDEM, 2021), un estudio que analiza los procesos históricos que dieron relevancia al Club Zacatepec en su época dorada. En 2021 salieron a la luz sus libros Cien años de deporte en México y Un siglo de deporte universitario, en coautoría con Mauricio Salvador. Ha escrito para las revistas Letras Libres, Nexos, Esquina Boxeo, Vallejo & Company, Crítica, Luvina, diSonare y GasTV, entre otras, y en los suplementos culturales Confabulario y Laberinto. Obtuvo el Premio Nacional de Poesía Joven Jaime Reyes 2007.

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