Un palacio que se erige
lejos del Sol
en Nastrond;
sus puertas dan hacia el Norte,
gotas de veneno caen
de sus aberturas;
entretejido está ese palacio
con lomos de serpiente.
Edda de Semund
I
Tras meses de andar por senderos de afilada roca, en medio de inmensos glaciares, dejó ver una sonrisa en su rostro. Se acercaba a su destino. A lo lejos escuchaba las sombrías aguas del Giöll y pequeños destellos dorados le indicaban la ruta a seguir.
Conforme avanzaba, podía admirar la magnificencia del puente. En vida había escuchado su descripción en los festejos, pero nunca esos cantos, por más armoniosos, podrían acercarse a lo que ahora estaba ante sus ojos: una imponente estructura de cristal que atravesaba las aguas del río con enormes trozos de oro, incrustados por doquier. Sus zapatos, desgastados por el camino, se deslizaban con suavidad sobre la superficie, mientras el puente se mecía, suspendido por un largo cabello que lo sostenía de un extremo a otro.
Le tomó dos días cruzar el puente. Esto no fue nada comparado con la travesía desde su lugar de sepultura a las tierras del norte.
Al otro extremo, sin embargo, encontró algo que las canciones describían muy bien, por lo que supo qué hacer.
—Alto. Detente y dime, mortal, ¿cuál es tu nombre?
Delante tenía a Modgud, un enorme esqueleto que custodiaba el paso. Sus huesos amarillentos y roídos retumbaban al moverse, y la voz que salía de la hueca calavera habría sido suficiente para matar a cualquiera.
El hombre intentó responder, pero su lengua fallaba cada vez que intentaba pronunciar su nombre.
—Me llamo… Mi nombre es…
—Parece que estás en el camino equivocado. No es tu destino pasar la eternidad en Niflheim. Vuelve por donde viniste, no perteneces a este lugar.
—No, espera. Este es mi destino, debo entrar a Niflheim.
Modgud se levantó de su asiento, dejando ver su gran altura. Dio dos pasos hacia el hombre y, con el puño cerrado, golpeó la tierra a su lado. El sonido del golpe retumbó en las montañas.
—Vete ahora, si no deseas pasar tu otra vida nadando en las aguas del Giöll.
El hombre asustado retrocedió. Entonces, recordó las historias que escuchó de niño. Sacó de su bolsillo un pequeño cuchillo y un cuenco, parte de las ofrendas de sus familiares, e incrustó la punta en su yugular a la vez que se acercaba de nuevo al guardián.
—Sé lo que quieres, te daré el doble si me dejas pasar.
El guardián lo miró con interés vampírico. La sangre brotaba en un hilo que caía desde su cuello hacia el cuenco. Cuando estuvo lleno, lo puso en el suelo al borde del puente. Modgud parecía hipnotizado. Tomó el cuenco con una mano, mientras con la otra untaba sus dedos y los llevaba a su frente, esparciendo la sangre.
—Si tanto deseas entrar al reino de Hel, adelante, pero tus ojos reflejan otro destino.
II
El hombre siguió su camino. A pesar de estar muerto, la falta de sangre le afectó. Sus piernas apenas respondían lo suficiente para seguir caminando por el sendero al otro lado del río. Se preguntaba por qué su familia no había quemado un caballo o una carreta en su pira para hacer la travesía más fácil.
El paraje al otro lado no era distinto al que había recorrido. Un largo sendero que se prolongaba en tierras heladas, a las que ningún mortal llegaba nunca. Las enormes piedras cubiertas de hielo se encontraban por doquier, y una espesa niebla lo cubría todo.
Los días pasaban y el camino no se alteraba. La vista era siempre la misa y el hombre, desesperado, se preguntaba cuándo llegaría a las puertas de Hel.
Pasaron varios días más hasta que, al fin, el escenario cambió para el viajero. Innumerables árboles se alzaban donde antes solo había hielo y rocas. La niebla era menos espesa y podía ver con claridad las hojas de acero que caían de las ramas, cortando de vez en cuando su piel al rozarla.
Anduvo por el bosque de acero durante semanas. Al salir, su cuerpo se hallaba cubierto de yagas y heridas en carne viva. La debilidad se acrecentaba.
Conforme avanzaba, los árboles se hacían cada vez más escasos. Nuevamente, el paraje se cubría de rocas afiladas que por poco terminaban de destruir sus zapatos. Se detuvo, entonces, para contemplar las enormes puertas que se erguían a la distancia. Casi lo había logrado, solo debía cruzar las puertas de Hel y estaría en Niflheim, donde pasaría la eternidad en aburrimiento. No era el Valhala, pero había peores destinos que un hombre podía sufrir al morir.
Caminó hacia las puertas. Charcos de sangre cubrían el suelo. Se preparó para empujar. Tomó una bocanada de aire y se recostó, empujando.
Las puertas apenas empezaron a retroceder y ya podía escuchar hervir la caldera de Hvergelmir, el metálico sonido del río Slid, en cuyas aguas rodaban sin cesar infinitas espadas desenvainadas. El palacio de Hel estaba cerca.
Los alaridos de una bestia le hicieron retroceder. De una pequeña cueva, manchada de sangre, surgió un can demoníaco listo para atacarlo. De su hocico manaba espuma roja, que corroía la tierra con las salpicaduras provocadas por sus coléricos ladridos. Sus afilados colmillos se asomaban en cuatro hileras, y el grueso pelo de su espalda se erizaba de manera amenazante.
El hombre retrocedió corriendo. Si era alcanzado por las fauces del can no podría entrar a Niflheim y deambularía por siempre en aquellos parajes inhóspitos. Mientras corría, recordó el pequeño paquete que cargaba consigo en una bolsa de cuero. Era lo único que podía calmar la ira del can, un pastel de Hel.
Apresurándose, intentó abrir la bolsa, pero sus dedos se resbalaban. Así que tomó el cuero y lo lanzo con su contenido al animal. Este se detuvo, olfateó la bolsa una y otra vez hasta que resolvió sostenerla con una pata, mientras desgarraba el cuero con la otra.
El hombre miró con esperanza. Pero, entonces, el can se lanzó nuevamente al ataque. Estaba furioso. El cuero debía contener el pastel; pero, en su lugar, había una simple roca. En ese momento el hombre recordó su vida. Recordó a su esposa e hijo, infelices por los males tratos. Recordó cómo se regocijaba insultando a los pobres, golpeando a los ancianos y torturando a los niños por diversión. El pastel era una ofrenda para aquellos que en vida fueron bondadosos y dieron pan a los menos afortunados. Él había sido un ladrón, y se ocupaba de su dicha sin pensar en los demás.
En ese momento se detuvo y miró atrás. La bestia se lanzó con las fauces abiertas. Su vista se nubló y una niebla, negra y espesa como humo, lo cubrió por completo. Al disiparse, se dio cuenta de su verdadero destino.
Estaba en Nastrond, de pie dentro de la cueva hecha de serpientes entrelazadas, de cuyas fauces caía un río de veneno que quemaba su piel junto a la de otros miles. Caminó con dificultad, intentando salir de aquel lugar.
Llegó al otro extremo de la cueva, donde lo esperaban las fauces de la serpiente Nidhug, la cual dejaba de morder la raíz del Yggdrasil para alimentarse con los huesos de los condenados.
Sobre el autor
Vincent Rodríguez estudió diseño web y diseño editorial. Nació en San José, Costa Rica, en 1990.