Aquel día en Kemet de Felix Alejandro Cristiá

I

El sentido de alerta no apacigua mis latidos. La tranquilidad, el sepulcral silencio impera. Pero al mirar hacia arriba todo pequeño vestigio de esperanza se esfuma, como arrebatar un trozo de pan de las manos de un niño hambriento: el Sol todavía no se ha movido. ¿Qué acaso el fulgor de su mirada no ha sido suficiente para aniquilarnos a todos todavía? La tierra ya había sido asolada por la suprema corrección: cuando ni el látigo ni el cayado funcionan para conducir al rebaño por los caminos de la rectitud, el arado es el siguiente paso, pero no sin antes haber desprendido todas las raíces. ¿Seré acaso yo un escogido? Los habitantes de la “la tierra entre ríos” se regocijaban cantando durante las cálidas noches de cómo su muy sabio antepasado logró sobrevivir a los días en que las aguas se tragaron todo suelo impuro y profanado por el humano embriagado de soberbia. ¿Acaso el destino me habrá seleccionado para un nuevo comienzo?

Es el instinto de supervivencia el que guía mi recorrido a través del desierto perpetuo sin importar los deseos de mi corazón, prueba de que desde hace mucho he dejado de ser hombre. Ahora soy sólo un animal, y cabe aclarar, una presa. He recorrido innumerables distancias sobre arenas inagotables. Me he escondido tras numerosas rocas que me han extendido la vida, protegiéndome de las llamas que en un principio caían desde el cielo. Pero cada vez que me detengo a descansar por un breve momento el terrible recuerdo del fuego invade mi mente, y los gritos se apoderan de mi cabeza junto a las imágenes de los rostros humanos, cuyos gestos clamando redención quedaron inmortalizados sobre un suelo carbonizado. Vinimos a este mundo para ser uno, y aunque ahora separados, los pecados de los pocos se pesarán junto a la prudencia de los virtuosos. Más denso es el corazón de la humanidad que la pluma de Maat; no tengo la menor duda, Dios sabe de la existencia de los que todavía intentamos sobrevivir, y un dios no puede fallar. La arrogante humanidad, ¡blasfema!, reducida al orden jerárquico del roedor.

Y entonces vi su ojo caer a la tierra, desprendiéndose del radiante disco. El impacto vino acompañado de un rugido capaz de volver piedra a todo lo que alguna vez tuvo el milagro de andar.

Y la hija emergió de las montañas, volviendo ceniza todo a su alrededor.

Y la devoradora hizo temblar la tierra, haciendo caer los pocos árboles que se erguían con dificultad.

Y la depredadora brinca ahora, de pueblo en pueblo, devastando cualquier intento de siembra, de restablecimiento.

Y la gran leona escupe fuego, se fortalece con la rabia y exhala vapor.

A la cautela me entrego, agachado, gateando, ocultándome una y otra vez en un intento de no ser visto por el ojo omnisciente… ¿Quién podría creer mi ingenuidad? La sequedad de mi piel casi hace ver mis huesos, oh embalsamamiento prematuro que se presenta antes de que pueda escuchar los cánticos del viaje hacia el oeste. Mis músculos, piezas de bronce atascadas. Dejo a mi voluntad reinar y detrás de una nueva roca me oculto. El sueño se apodera de mí, el cansancio excitado por la vigilia de la desesperación. Me digo que estoy preparado para perderme en lo desconocido, para que se cumpla la voluntad de los regentes del cielo. Es nuestro castigo… por habernos creído superiores. Es nuestra penitencia, por creernos inmortales. Nuestra sentencia, por no haber sido agradecidos. Y fue nuestra bendición por un momento, creernos Dios.

Esta será posiblemente la última vez que duerma, o bien, lo haré para siempre. Mis párpados ceden a la arena inmiscuida; le ruegan que los sellen como la cera en una sisa. Con mis últimos momentos de lucidez algo alcanzo a observar, una visión, ¿será? El sol se aleja, pero ¿quién viene en su lugar?, y ¿quiénes son los que se quedan?

Ya no siento calor… No en la oscuridad.

II

Lejanos ruidos del exterior me atormentan peor que una pesadilla, despertándome. Chasquidos, destrucción, gritos; sonidos que emite la carne de muchos tejidos al ser despedazada por garras. El Sol ha bajado su intensidad: los últimos ya no le haremos esperar mucho tiempo más.

La oigo acercarse, la vibración que acompañan sus enormes pasos podría atravesar miles de codos reales.

Me aferro con fuerza al otro lado de esta roca, oh ridículo intento de no ser visto. Gastando mis últimas fuerzas me asomo a contemplar.

Y la señora del poniente se muestra en el horizonte, y todas las aves partieron.

Y la gran leona respira profundamente, llevándose consigo casi todo el aire que queda.

Lluvia roja comienza a caer. Lluvia roja, espesa, melosa. Da nuevo color a la tierra, la ofrenda final del cielo para motivar a la aniquiladora. Que la embriaguez de sangre le de fuerzas para completar la obra y que su ira transforme el mundo de nuevo en orden.

Me vuelvo a asomar.

Y la gran leona salta hacia la tierra una vez más, llevándose consigo varias nubes.

Y la gran leona bebe la energía vital transmutada en el líquido rojizo, el tributo que el dios esparció sobre la tierra para enaltecer su implacabilidad.

Todo se salpica, traga y escupe, las grandes gotas se levantan y caen cubriendo por fugaces momentos los inamovibles rayos anaranjados del crepúsculo paralizado.

Se yergue y el suelo tiembla.

Me oculto tras la roca de nuevo, ¿sería acaso la última vez?

Pero el humano no puede evitar observar.

Y la gran leona camina, bebe, corre, salta, bebe, ruge y bebe.

Me oculto de nuevo, cuerpo necio.

Me asomo una vez más.

Y la gran leona está…

¿Durmiendo?


Sobre el Autor

Felix Alejandro Cristiá es un autor puertorriqueño criado en Costa Rica. Ha publicado relatos en varias revistas literarias y colaborado con artículos sobre mujeres de la historia, filosofía y literatura para distintos medios.

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