El Caso Paris

Un juicio hasta la fecha descatalogado. Del monte Ida pastoreando a los tribunales griegos. De hijo de reyes a pastor, pasando por juez y terminando como guerrero.

La radiante luz de Apolo perlaba el rostro del joven de barba corta y cabellera enmarañada, rozándole la nuca húmeda. Tomó asiento a la espera de su llamada en un alargado banco de pulido mármol. En otra habitación, una imponente sala abierta a la luz acogía a cada vez más gentío hasta rellenar todos los espacios en los bancos. Un viejo heraldo subió al estrado de gruesa piedra gris. Alzó los brazos y elevando la voz, clamó al cielo:

―Que se levanten los justos y desfilen los injustos por nuestro laberinto a la justicia para que este antiguo tribunal escuche, pregunte y juzgue.

―Ahora, todos los presentes dispuestos para ovacionar a nuestro ilustre juez Paris seleccionado por el gran Zeus.

Una oleada de vítores estremecieron los cimientos del Partenón. De haber cristales se hubieran partido en mil pedazos ante tal recibimiento.

Paris tomó asiento en la alta tribuna de piedra, colocando la manzana dorada a su vera. En la fruta, una inscripción rezaba: A la más bella.

A un lado se situó un escribano y al otro el heraldo.

―Tomen asiento, todos ―ordenó Paris―. Comencemos, heraldo.

El anciano asintió antes de volver a levantar la voz para afirmar:

―Todos expectantes para dar la más calurosa de las bienvenidas a nuestras hermosas, sabias y poderosas diosas que desean enzarzarse por el título de «La más bella«.

―Bienvenida, Hera, Reina del Olimpo.

Las puertas del tribunal se abrieron de par en par por un soberbio vendaval que barrió la tierra de la entrada y deslumbró a los espectadores más cercanos a la puerta principal.

El hijo del rey troyano Príamo agudizó su mirada al entrar la primera de las diosas.

Arqueros escitas alzaron sus armas desde la planta alta para la protección de la tribuna.

Con el cuello erguido y un severo rostro bajo una diadema, avanzó por el pasillo chasqueando su cetro contra el suelo hasta situarse a la izquierda en un cómodo trono. Levantó ligeramente su manto de plumas de pavo real antes de arrellanarse en el sillón. La faz de treintañera confrontaba con su expresión dura como el mármol de Carrara.

Paris contempló a Hera con curiosa atención. Era bella, sin duda alguna. Pero fría como el Tártaro, pensó.

El heraldo volvió a hablar:

―Bienvenida, Atenea, diosa de la inteligencia y las artes bélicas.

Hera se levantó al instante.

El rugido de las espadas al chocar llamó la atención de nuevo hacia la puerta principal. Atenea avanzó hasta situarse a la derecha, lo más lejos posible de Hera. Sus miradas fulgentes se entrecruzaron.

―Bienvenida, a la última de las diosas nominadas. Que pase la excelentísima Afrodita, diosa del amor.

Una hondonada de luz rosada resplandeció por toda la estancia. La hermosa diosa penetró bajo un áurea de luz, tras un niño pequeño que lanzaba pétalos sobre el suelo que la diosa pisaba.

Antes de que Afrodita llegara a su posición central entre Atenea y Hera, ésta última reclamó la atención de Paris.

―Mi ambicioso troyano, yo te ofrezco todo el poder que desees y me comprometo a otorgarte el título de Gran Emperador de Asia. Te convertirás en Sultán de Oriente y Rey de Asia, un hombre que controlará el inhóspito reino más allá de Grecia. Tierra de especias y ricas sedas. Serás más grande que tu padre y que cualquier otro rey y emperador de occidente. Tu poder no tendrá parangón. Ni siquiera el mar te pondrá límites.

Demóstenes con el ceño fruncido, escuchaba a su clienta mientras contemplaba la ligeramente ruborizaba mirada de Paris. A cambio de este servicio, al logógrafo se le concedería después del juicio, el poder suficiente para convertirse en político.

Tras un breve silencio en la alta tribuna, Paris volvió la mirada a Atenea. Era su turno.

Isócrates, el logógrafo de Atenea, le tendió a ésta una hoja. La diosa le echó un rápido vistazo y después la volvió a dejar caer en los brazos de su orador, aunque en este caso, un simple escriba.

―Mi heroico guerrero, yo te concedo la sabiduría, la prudencia y la posibilidad de vencer todas las batallas en las que combatas. Tus hazañas serán contadas por todos los rincones de este mundo y del siguiente. La astucia y el arte bélico que te concedo te permitirá adelantarte a tus enemigos por numerosos que sean y vencerlos con tan sólo un puñado de hombres. Tu padre se enorgullecerá y brindará con su corte a tu llegada de cada campaña en que te embarques. No tendrás rival ni tan siquiera en el Olimpo.

El público entró en revuelo, acrecentándose los cuchicheos. Isócrates escudriñó en los ojos de Paris un fulgor chispeante.

―Orden, pido orden, silencio y disciplina para esas lenguas ―vociferó el heraldo poniéndose en pie. Las sandalias zumbaron un extraño silbido. El juez palideció al descubrir que tras la apariencia de aquel viejo heraldo se escondía Hermes por petición de Zeus para controlar que Paris cumpliera como juez los designios del Rey del Olimpo.

Lisias susurró algo en el oído de su cliente, Afrodita. Ésta asintió con un sutil movimiento de cabeza.

―Mi seductor joven, yo te entrego lo que todo hombre desea en este mundo: el amor de la mortal más bella de este reino terrenal.

El reloj de agua sobre el podio más elevado del estrado descontaba gota a gota el turno de la dulce Afrodita. La Clepsidra contenía agua pura donada por el mismísimo Poseidón para la ocasión.

―Nadie os podrá dañar ―siguió la diosa―. Seréis enviados a través de la luna y las estrellas a un mundo onírico en el que el placer, la pasión y vuestros cuerpos se unirán culminando en un eterno orgasmo de ambrosía. Vuestro amor será inmortal.

Lisias sonrió. Este sería su texto más literario de toda su carrera como logógrafo.

Paris paseó la mirada entre las diosas.

―Dime Afrodita, ¿Cuál es el nombre de la presunta hermosa mujer? ¿Es griega? ―preguntó.

―Su nombre es Helena y es de Esparta. Y vuestro amor será causa de grandes acontecimientos. Todos conocerán el amor entre Paris y Helena. La historia de un verdadero amor.

El banquillo del jurado estaba atestado de pulcros ancianos de túnica y decrépitos rostros. Pero su opinión no importaba. Las diosas no deseaban el veredicto de aquellos sabios y viejos ancianos. Los seis ojos ansiosos de la tríada de diosas anhelaban por conocer el veredicto del juez pastor.

La última gota de agua cayó. Un extraño trueno a plena luz del día sorprendió a los asistentes al juicio. El heraldo se puso en pie y volviéndose hacia Paris, afirmó:

―Se acabó tu tiempo, troyano. Reflexiona, decide y ejecuta. Escoge a la diosa más hermosa y recompensa su belleza con la manzana dorada.

Paris suspiró. Cogió fuerzas y se irguió ante el estrado de piedra.

―He tomado una decisión.

Las diosas posaron, retorciendo sus cuerpos bajo largas túnicas de seda y gasa de distintos colores.

―Mi sentencia es a favor del amor. Acepto la proposición de Afrodita que a mi juicio es la diosa más bella de todo el Olimpo.

Los ojos encolerizados de Hera parecieron herir al joven pastor dentro de su cuerpo.

―El amor será tu destrucción, Paris. El poder que caerá sobre tu ser será recordado toda la historia ―sentenció Hera.

La diosa desapareció en una pompa de humo púrpura.

Atenea retomó la amenaza de la Reina del Olimpo.

―Te has rebajado a las pasiones humanas, oh Paris… Zeus te eligió por tu buen juicio, pero tu imparcialidad se ha visto fragmentada por las pasiones de la carne. Tu amor sea causa de penas y dichas que la humanidad no podrá perdonar jamás.

El silbido de un corcel resquebrajó los oídos de los presentes y Atenea se deshizo en el aire, dejando partículas blancas suspendidas en el aire.

Afrodita sonrió, satisfecha.

―Viajarás a la Corte de Menelao, rey de Esparta, y cuando Helena te mire a los ojos, se quedará perdidamente henchida de tu ser. Vuestras almas se entremezclarán en una amorosa red de cegador amor.

Paris asintió, agradecido con la diosa del amor. El heraldo golpeó ligeramente el hombro del juez.

―Has hecho un buen trabajo, pastor. Zeus estará satisfecho. Has cumplido con tu cometido.

El zumbido de las sandalias se intensificó cuando Hermes desapareció tras una columna tras la tribuna.

Afrodita pasó a ser considerada como la diosa del amor y la belleza. Y Paris, ese príncipe, pastor y juez, se condenó a vivir una de las guerras más cruentas e ingeniosas que la historia conoce.

Con la sangre de troyanos y griegos se saciaría la esencia más pura de la existencia: el amor.

 


Sobre el autor.

Luis Hernández Sánchez. El escribir lo configuro como un pasatiempo divertido y muy entretenido, que mejora mis redacciones y mi forma de escritura. También me ayuda a expandir mis sentimientos más profundos y exteriorizarlos de una manera tan inofensiva pero puntiaguda como es la escritura. Creo en la literatura como forma de expresión independientemente de lo bonito o bella que pueda ser el texto escrito. No todos logran ver belleza donde otros sí la ven.

He sido ganador y seleccionado para formar parte de antologías y otros concursos literarios como: II Premio de relatos cortos APDPE, VII Concurso Internacional Inspiraciones Nocturnas y VI Concurso Internacional La Primavera la sangre altera, entre otras antologías.

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