Brujería en el imaginario cultural latinoamericano: «Despertar» (relato) por Santiago Garcés Moncada

Esa tarde de febrero había llegado a su pueblo una extraña mujer de plateados cabellos, aquella foránea arribó en la carretera con su chispeante mirada mucho antes de que llegara la electricidad y el agua potable de la ciudad a sus ranchos de madera; al bajar de la carroza y pagar al cochero el viaje, se vio acompañada únicamente por su maleta de cuero negra, la cual era un poco más brillante que el roto y anochecido vestido que la envolvía a esa crepuscular hora de domingo.

Caminó sin prisa en dirección a la taberna al otro lado de la senda, al acercarse miró a los ojos de José, quien estaba tomando en las afueras del bar y la observaba desde hacía rato, puso en el suelo su maleta y le preguntó con su ronca voz por el camino hacia el cerro bravo, José la miró extrañado, señalándole una trocha entre los matorrales crecidos que ocultaban el camino a los citadinos y en forma de advertencia, con tono burlón, le dijo: —¡Ay mujer!… ¿Para qué arriesgarse a ir a ese monte tan peligroso? Ese maldito lugar a esta hora ya debe estar lleno de brujas, mi señora, pero bueno… Estoy seguro de que a usted no le pasaría nada, si hasta parece una. —La carcajada de sus compañeros reventó en coro junto con las voces dentro del bar que al parecer escuchaban lo que pasaba, José miró de arriba a abajo a la mujer y dijo:

—Definitivamente…—burlándose así de su apariencia andrajosa y del enmarañado de su pelo blanco, la mujer arrugó aún más el ceño, ya fruncido por los años y acercándose a su oído le susurró con cierta maldad en el tono:

— Te sorprendería saber cuánta razón tienes, José… —y alejándose riendo, se encaminó a la trocha que le había señalado anteriormente.

José, que jamás había visto antes a esa mujer, se aterró al escuchar salir su nombre de esa boca marchita, un escalofrío le recorrió el espinazo. Ya un tanto ebrio se levantó dando tumbos, no sabía el por qué, pero había logrado asustarlo lo que le dijo aquella anciana, el cielo estaba sombrío y las lámparas que colgaban de las paredes habían sido encendidas por el cantinero hacía poco más de una hora, José tomó la lámpara de aceite que alumbraba cerca de su mesa y, gritando “¡Maldita bruja!”, la lanzó fuertemente contra ella. Sus desorientados sentidos cegados por el alcohol le hicieron fallar el golpe, la lámpara se reventó a los pies de la anciana, haciendo un charco de fuego y encendiendo la cola de su vestido que logró ser alcanzada por las llamas. La maleta que llevaba cayó al suelo, esparciendo por la carretera algunas exóticas raíces de color rojo y morado y un par de animales muertos llenos de alfileres y costuras.

La mujer gritó al sentir cómo el fuego le desgarraba la piel de la pierna dejándola teñida de infierno y sangre, intentaba rodar por las piedras para extinguir el fuego, pero no lo consiguió sino hasta que se había consumido la mitad de la falda de su traje. El olor putrefacto de la piel y el cabello quemado invadió por un instante todos los rincones: —¡Me las pagarás! ¡Lo juro! —dijo furiosa entre sollozos y, tomando una rata muerta de su maleta, gritó: —¡Te maldigo desde hoy, estúpido hombre! —enterrando alfileres en cada ojo del roedor. —¡Te condeno a no despertar vivo!, ¡maldito seas José!, ¡¡¡maldito seas!!! —clavando un último alfiler en la cabeza de la rata y lanzándola a la cara de aquel ebrio con saña y repugnancia.

Sintió el golpe en su cabeza mientras la anciana corría al camino y se perdía entre la maleza, riendo de tal forma que al diluirse en el follaje parecía más una hiena que se burlaba de su presa, su voz ronca se hizo exageradamente aguda en la distancia y, cada vez más leve, se escuchaba su amenaza: “¡Recuerda lo que te digo!, recuérdalo…”.

El golpe del animal lo había hecho caer, golpeándose la cabeza contra el borde de la silla, el dolor tardó un poco en desaparecer y el mareo que le produjo la caída había logrado hacerlo desistir de la idea de perseguir a la mujer. Se levantó y, pagando la cuenta con un billete arrugado, se dispuso a ir a casa.

La cabeza le dolía, las calles se derretían como relojes descoloridos, recordaba claramente aquel cuadro extraño que había dejado atrás su madre el día que abandonó el rancho para irse a buscar suerte a la ciudad, sin dejar más que la cena servida y un chocolate reposado en el fogón.

Los ruidos de los niños que bajaban veloces en sus coches de madera, raspando los zapatos contra las piedras, le arañaban los oídos; el cielo estaba oscureciendo mientras caminaba rompiendo el silencio con un silbido simple, avanzaba lento, mirando cómo entre los árboles florecía el brillo de la luna al alba, dando paso al frío de la noche.
Al llegar a casa, prendió la vela sobre el mesón de la cocina y puso a calentar lo que había quedado del almuerzo en el fogón, se dispuso a comer para descansar, la cabeza le daba vueltas. Después de lavar el plato y de cerrar las ventanas para espantar el frío y los malos espíritus, se dirigió a la habitación, al dejar sobre la mesa el cinturón y la vaina del machete, se desabrochó el pantalón, las botas empantanadas reposaron tras la puerta, contrajo los dedos de los pies que crujieron como ramas secas y un calor en su planta lo reconfortó profundamente. Sobre la silla lanzó la camisa que, manchada de maleza y café, esperaba el nuevo jornal en la mañana y así, en camisola y con el pantalón abierto, se recostó en la cama, dejando sobre la mesa una vela encendida en un frasco de leche vacío que hacía de candelabro.

El dolor de cabeza se hacía cada vez más fuerte, el sudor en su frente mojaba sus labios resecos, sus pensamientos solo le recordaban las palabras de aquella mujer que decía que no despertaría vivo. La madrugada llegó pronto y el revoloteo de su cuerpo girando sobre la sábana lo mantenía en un desvelo desesperante, con los ojos cerrados y el oído puesto sobre el colchón, empezó a sentir cómo bajo la cama algo se movía lentamente, los pasos que se arrastraban casi imperceptiblemente le causaban cierta zozobra, y un escalofrío que subía desde sus pies lo recorrió hasta la coronilla al sentir sobre su pierna un extraño caminar de dedos que le espantaron por completo el poco sueño que tenía. Al poner sobre la vela consumida un nuevo cabo, vio cómo en su cama caminaban casi una docena de alacranes y arañas, al ver esto, horrorizado, alzó la sábana y la sacudió, lanzándolos fuera de la cama, los miraba ir por el pasillo a la cocina y escabullirse bajo la mesa. Al revisar bien su cama, alumbró el camino hasta sus botas, sacudiéndolas con fuerza hasta sacar un par de alacranes de aquella bota que sin querer había quedado tumbada en el piso de madera, tomó la bota y agitándola los aplastó con rabia, haciendo rechinar el suelo.

Luego de revisar y matar todo lo que pudo encontrar bajo la cama, se dispuso a descansar lo poco que le quedaba antes de tener que ir a trabajar, pero el arrastrar lento de aquel ruido bajo la cama que no había cesado lo hizo imposible.

Poco antes de salir el sol solo las brasas del fogón a leña iluminaban la morada, la callana sobre el fuego calentaba las arepas mientras José tomaba un poco de chocolate directamente de la olla aún caliente y tiznada, el cansancio de aquella noche de desvelo y la resaca de las botellas de anís que había vaciado en aquel bar le habían despertado un mal humor y una ira poco usuales para él.

El sol calentaba fuertemente el cafetal, sus ojos pequeños, entrecerrados por la luz y el sueño, no distinguían bien el escarpado camino entre planta y planta, haciéndolo resbalar varias veces de cara a la tierra. Al acabar el jornal, su mal humor se acrecentaba, el ardor de sus mejillas bajó un poco al quitarse el sudor en el río, las mansas aguas represadas por rocas y palos bajaron su cansancio, y su espíritu se liberó de aquella ira mientras era bañado por los rayos del sol que atravesaban los árboles. El canto de los turpiales en las copas de los yarumos fue interrumpido por un movimiento en los arbustos, al mirar hacia el lugar, un zorro se asomó y se le quedó mirando un largo rato, al salir desnudo de entre las aguas sintió que la mirada de aquel animal era de un ser distinto a un zorro, le pareció que era de hombre y lanzándole una piedra lo espantó, haciéndole internarse en el bosque en pocos segundos. Terminó de salir y se posó en una roca lisa a recibir calor, luego de secarse al sol empezó a vestirse pero sus botas no aparecían por ningún lado, las buscó casi una hora, pero ya la luz del día iba mermando y no quería que las brujas lo pillaran caminando descalzo por el bosque, así que empezó a caminar maldiciendo y refunfuñando mientras las piedras lacerantes del camino se clavaban en sus plantas, que sangraron hasta llegar al bar fuera de la trocha. Cuando llegó, lavó sus heridas con un poco de agua y con el alcohol de un aguardiente trató de desinfectarse. —Arde como el infierno —dijo furioso, sus amigos le preguntaron qué le había pasado y contándoles, soltaron una carcajada mientras decían: “Eso fue ese zorro… Seguro era un duende y le embolató las botas, compa”. Uno de ellos, que vivía a un par de casas, le regaló unos zapatos viejos un poco grandes para él, quien luego de dar las gracias, se dirigió a su casa malhumorado y cojeando un poco por las heridas de sus pies.

Al llegar, cerró la ventana de la sala y se fue a la cama sin comer, su cansancio era más grande que su hambre, pero esa noche no pudo descansar, se la pasó pensando en todo lo que le había pasado y se enojaba consigo mismo por ser incapaz de dormir necesitándolo tanto.

“Qué hago yo… Creyéndole a esa maldita mujer que dice ser bruja, si de niño las perseguía con mi padre y el machete, cuando en el techo brincaban y, riéndose, alzaban el vuelo, ¡¿será que de viejo me ha entrado el miedo?!”, pensó, y luego, quedándose en silencio, pasó el resto de la noche mirando al techo.

Al levantarse notó que era un poco tarde para ir a trabajar, había perdido la noción del tiempo. Tomó un pan duro de la despensa y corrió hasta el cafetal. Cuando el capataz de la finca lo vio a lo lejos, su ceño se frunció mientras le mostraba el brillo de su reloj. Al llegar al lugar, esperando el regaño, se sorprendió al no escuchar ni una sola palabra, su pálido rostro era adornado por un par de grandes ojeras y unos labios resecos y sangrantes. Aquel hombre al verlo así le trajo un café de la cocina de la finca para que se comiera el pan y lo mandó a trabajar al poco tiempo, el sol ese día estaba cansado y se dejaba robar poco a poco el azul del cielo al paso de las nubes grises, el aire daba un soplo lento y, tumbándole el sombrero, anunció el final del jornal.

Al caminar despacio y con la mirada cansada, recogió de entre el cafetal su sombrero enredado en una rama del camino, al alzarlo de las hojas sintió la forma de la herida, no tuvo tiempo de reaccionar, una culebra cazadora le había clavado los colmillos en la mano haciéndole pegar un grito, desenvainó el machete y picó al animal con mucha furia, desahogando la rabia de esos tres días con la escurridiza criatura de la que no quedaron sino trozos de carne sobre la hierba. La culebra, aunque no era venenosa, provocaba fiebres altas y mareos, su mano un poco hinchada por la mordida fue vendada por la dueña de la finca que dando orden al capataz, lo hizo acompañarlo hasta su casa para dejarlo reposar uno o dos días, pagándole la semana del jornal y un poco más para que comprara medicinas. Ya a caballo casi desmayado, cabalgaba por la calle destapada aferrado a la cintura del capataz, la cabeza le daba vueltas, sentía cómo en los árboles una sombra lo seguía. Al llegar a casa y entrar en la cama, el hombre que lo traía le hizo un té de manzanilla y, preguntándole por qué al llegar en la mañana tenía esa apariencia de muerto, le entregó aquella infusión en una taza de barro.

José, limpiando el sudor de su frente, le contó lo sucedido desde aquella tarde en el bar y luego de terminar, el capataz puso la mirada seria y se santiguó. —Está bien, le creo todo. Me quedaré esta noche haciendo guardia para que pueda dormir aunque sea un poco —le dijo. El hombre amarró el caballo a un árbol afuera de la casa y se sentó en una silla de guadua del comedor mientras se tomaba un café, puso su machete sobre las rodillas y tomó el crucifijo entre sus manos, José lentamente iba despojándose de la razón, huyendo al sueño.

Afuera, en el frío de la madrugada, el caballo desesperado empezó a relinchar, jalando la cuerda y haciendo crujir el árbol estrepitosamente, el capataz salió a mirar lo que pasaba y vio cómo al reventarse la cuerda que lo ataba salía huyendo su caballo entre los árboles, sin pensarlo salió corriendo tras él, llamándolo y silbando hasta que lo perdió entre la oscuridad y tuvo que regresar, adivinando el camino que a cada paso se le hacía más extraño aunque apenas hacía unos segundos había pasado por ahí.

José a punto de dormirse no pudo percatarse de cuándo se apagó la vela, su respiración lenta fue interrumpida por unas manos oscuras que rodearon su cuello, no era capaz de moverse, su pecho comenzó a ser arañado y su cuello era oprimido al punto de no dejarlo respirar, el miedo había tomado por completo su cuerpo al abrir los ojos y ver un bulto negro encima suyo, su vista se fue nublando con cada segundo que pasaba y solo el ruido de un grito lo hizo volver de la bruma, el capataz había entrado a la habitación jadeando y tomando el crucifijo de la silla empezó a rezar a gritos la magnífica, el bulto negro comenzó a gritar también entre rugidos de animal y mujer mientras tapaba sus oídos. Desenvainando su machete y pidiendo a Dios que los bendijera, comenzó a darle machetazos a la sombra, que gritaba a cada corte de la hoja manchada de brea y sangre. José también tomó su machete y durante toda la noche, sin parar un solo instante, apuñalaron el bulto mientras rezaban en voz alta todo lo que se sabían, dándole siempre puñaladas impares para que no tuviera forma de curarse.

Al llegar el amanecer, al primer rayo de luz se desvaneció la sombra moribunda, los hombres agotados y victoriosos se dirigieron al bar donde bebieron casi hasta perder la cabeza, contando a todos su gran hazaña y quedándose así hasta la tarde del sábado, gastando todo su dinero en anís y ron y siendo invitados por los otros campesinos en honor a su valor. José, llevaba ya seis días sin dormir, sus ojos rojos y su apariencia de ánima en pena dejaban notar lo cansado de su cuerpo, la beodez de esos días de alcohol lo hacía caminar tambaleándose, caminó más lento por el miedo a caer en las piedras y romper la botella de aguardiente que sostenía en la mano.

Abrió la puerta de su casa y así la dejó, puso el sombrero sobre la silla de su habitación y el aguardiente sobre la mesa, prendió la vela y se miró la cara en el reflejo de la botella, sus ojos no daban más y sin quitarse los zapatos se tiró a la cama derrotado, tumbando su botella de aguardiente casi llena, rompiéndola contra el suelo embarnizado. Se lamentó, pero ya no importaba, por fin podría dormir después de haber derrotado a esa maldita bruja. Al acostarse sintió que algo le detenía la sábana desde el suelo bajo su cama, pero casi desmayado jaló bruscamente la sábana sin pensar y se envolvió en ella, refugiado en infantiles esperanzas, dándole la cara a la pared y la espalda al mundo. La mesa se tambaleó al sacar la sábana de debajo de una de sus patas, pero José no se inmutó, vencido por el cansancio no pudo ver balanceándose en el bordo de la mesa la botella que le hacía de lámpara esa noche. Al quedarse dormido, comenzó a soñar con el bar, la mujer llegaba de nuevo en aquella carroza al pueblo, preguntó por el cerro bravo y él, riéndose, le señalaba el bosque en llamas a lo lejos que se consumía como si fuese el mismo infierno. La mujer miraba el fuego con asombro y José, tomando la lámpara y lanzándola, la golpeó en la cabeza, las llamas bañaron el cuerpo de la anciana en un instante y él se quedó viendo cómo se consumía, gimiendo y maldiciendo entre las llamas, gritando: —¡No amanecerás vivo! ¡No lo harás! ¡Recuérdalo, no lo harás!…

Al día siguiente, después de arduas horas de traer agua del río con baldes y tarros, lograron apagar el fuego. La casa quedó totalmente consumida por el incendio y ni las cenizas de los huesos de aquel hombre se podían distinguir de los otros carbones humeantes aún en la habitación esparcidos, el negro cristal de las botellas fragmentadas y las manchas de caucho sobre el suelo fue lo único que encontraron en la habitación, sin embargo la puerta de salida estaba intacta y sin manchas, no se había quemado como el resto de la casa y en ella se hallaba, pegada con alfileres, una rata muerta bañada en alcohol.

Sobre el autor

Santiago Garcés Moncada nació en Colombia el 3 de junio de 1999, ganó el 2º puesto en el concurso “Historias Para Volar La Imaginación” de la I.E Concejo Municipal De Itagüí (2016), ganó el 1º puesto en el “Primer Premio Municipal De Poesía y Cuento Corto De Itagüí” (2018) y es co-autor del libro con las obras ganadoras de este, participó del Festival Internacional de Poesía de Medellín (2018) y (2019), Es co-autor del libro “Deshielos De Tinta” (2019), se publicó una selección de sus poemas llamada “Ideas De Humo” en la 9° edición de la revista “Lo Innombrable” (2019), Su cuento “Casa Robada” fue publicado en el libro con los mejores cien cuentos del concurso “Medellín En 100 Palabras” (2019), ganó el 1º puesto en el “Tercer Premio Municipal De Poesía y Cuento Corto De Itagüí” (2020), fue ganador del concurso “Un cuento de navidad en pandemia”.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Katherine González dice:

    Excelente cuento, me hace sentir que leo una leyenda latinoamericana, de esas que se cuentan en los pueblos. Muy buena trama y muy buen final, inesperado.

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