Cassandra caminaba por bosques sin final alguno, bosques llenos de magia y de criaturas maravillosas, pero no se sentía perdida. Analizaba todo, lo observaba detenidamente. Creía escuchar a las Ninfas a los lejos merodeando por las dulces montañas. Notaba cómo los árboles se tornaban de colores oscuros y sombríos mientras ella pasaba, y cómo sus hojas se secaban una por una, como perdiendo los ánimos de repente. La naturaleza estaba indudablemente a su disposición, pues todo lo que la rodeaba, parecía querer inclinarse hacia ella y hacia las sombras que la seguían como fieles compañeras.
Así era ella: una belleza encantadora, tan hermosa y delicada que hasta los mismos seres místicos tenían miedo de no seguirla. Cassandra, hija de Hécuba y Príamo, vivía bajo la sombra de sus encantos y bajo la excelente luz de un exquisito palacio en Ilión. Sabía que era afortunada, pues poseía más que cualquiera y podía deslumbrar hasta al ser más brillante.
Su cabello rojo, como el mismísimo fuego, revoloteaba por todos lados cuando la brisa le acariciaba para obtener una probada de tan magnífica creación. Aún así, mientras el viento se aprovechaba de su presencia, todo el bosque iba tornando oscuro.
De repente, pareció que alguien había raptado el sol. La princesa se escondió en la placentera oscuridad. Pero no duró mucho para que esta oscuridad fuera suplantada por una luz tan pura como la más divina gracia, luz que solo una deidad en persona podía producir. Cassandra juró estar viendo a un dios. Entonces, se escondió detrás de un árbol, inmediatamente tímida. Observó cómo las sombras se marchaban, pues el dios las alejaba. Con solo su desplazamiento, alejaba cualquier sombra y dejaba atrás ráfagas de luz como una huella infinita, como un rastro de donde había pisado, de donde había estado. Cassandra siguió admirando de lejos, escondida, Se fascinó por su altura y enmudeció por su belleza.
La imagen del hombre perfecto. El dios perfecto para la princesa perfecta. —Seremos hermosos juntos—, pensó Cassandra, aún anonadada por la figura que se había presentado frente a ella y a la que no quería dejar ir. —Seremos hermosos eternamente.
***
Entrelazados, disfrutaban del amanecer. El sol salía a gran distancia, pero aún así con una esplendorosa potencia, como únicamente el sol mismo podía hacer. Este iba subiendo y naciendo de nuevo cada mañana, como todas las emociones de los enamorados: al mismo tiempo y, sorprendentemente, con igual intensidad. Sus cuerpos se sumergían, se fusionaban. Ambos se convertían en uno solo, y entre el todo frenesí y los abrumadores sentimientos, se hicieron promesas repentinas, promesas eternas.
Entonces, parecía importante para Cassandra conocer el nombre de aquel dios cuando estaban siendo hermosos juntos, cuando estaban sintiendo y viviendo todo al mismo tiempo. Apolo era su nombre.
—Cassandra, mi Cassandra —le cantaba el dios suavemente en el oído y parecía crear poesía con sus palabras, como si fuera compuesta solo para ella. Para su Cassandra.
Sus cabellos se mezclaban, el rojo de ella y el dorado de él, y formaban una sensación de otoño que cualquier humano hubiera querido tener el honor de presenciar por lo menos una vez en la vida. Sus pieles combinaban y sus extremidades chocaban. Creaban juntos enlaces inseparables.
Sería su Cassandra el tiempo que el dios quisiera que lo fuera. Iba a ser su Cassandra, pues ser su Cassandra era todo lo que alguien con su grandeza estaba destinada a ser. Ser su Cassandra era quien ella quería ser. Su Cassandra.
***
—Cassandra, puedo darte el Universo y eso aún no sería suficiente —susurró Apolo—. Entonces, dime tú, mi Cassandra, dime tus mayores sueños y yo los cumpliré. La princesa sintió los ojos de Apolo penetrando en lo más profundo de su alma y se atrevió a hablar después de mucho silencio. —Apolo, dios del sol, ¿me darías de verdad todo eso, sin recibir nada a cambio?
De cantos se llenaba el bosque, donde Cassandra era la sombra y Febo Apolo, la luz.
—Oh, mi querida ingenua, si supieras que todo lo que pido a cambio no es mucho más que tu amor eterno, entonces no me estarías cuestionando —murmuró Apolo, y pasó una mano por el cabello flamante de la princesa—. Pero, como oyes, quiero que sepas de mi propia boca que te daré todo lo que me pidas a cambio solamente de tu fidelidad y amor eterno.
Y Cassandra, perseguida por las sombras y por sus propios demonios, le pidió a Apolo uno de los mayores dones, uno tan fascinante que dejó atónito hasta al mismo dios, ¡con lo que costaba sorprender a un ser supremo! Su petición se convirtió en un suspiro y viajó con el viento hacia tierras que nadie conocía y que se escondían más allá del bosque, bosque que había sido testigo de la promesa eterna.
***
La predicción había sido su deseo, el don que Apolo le iba a otorgar. Cassandra quería ser como los dioses, con poderes inimaginables y fuera del alcance de los seres en la Tierra. Deseaba tener ese rango superior a todos los demás mortales, pues su belleza tenía que valer por algo. Por lo menos eso pensaba ella, constantemente. Soñaba a diario con ver más allá de lo humanamente posible y encontrar en sus visiones los misterios del mañana. ¿Cómo no podía encontrarse más feliz, si iba a igualar a los dioses, si iba a ser parte de ellos?
Cada vez que se encontraba con Febo, esperaba que el sempiterno dios le otorgara el don. Aún así, cada vez que le formulaba la pregunta a Apolo, —mucho después de que el dios hubiera descendido del Olimpo, pues no quería ser indiscreta—, él siempre la callaba suavemente y ella lo dejaba.
—No, mi querida Cassandra, no tan pronto —le susurraba, y le besaba la cabeza tiernamente.
Cassandra entonces cerraba los ojos brevemente, para luego abrirlos y continuar soñando despierta. Se escondían entre los arbustos del bosque y caminaban por todos los alrededores, ambos consumidos el uno en el otro. Mientras el dios admiraba la inigualable belleza de Cassandra, Cassandra admiraba la supremacía de Apolo. Juntos deseaban cosas distintas. Juntos se perdían. Juntos volvían a encontrarse. Incluso en estos momentos de expectativa y espera, Cassandra ya sentía que compartía con los dioses y no como alguien de afuera, sino como uno de ellos. Ella no sabía qué había hecho para merecer todo eso, para merecer que se cumplieran sus deseos más profundos. Claro que era hermosa, la más bella entre las teucras, y contaba con un par electrizante de ojos verdes que contrastaba maravillosamente con su cabello rojo flamante. Pero, aparte de ser hermosa, ¿por qué más la querría Febo, el que hiere de lejos?
Cesaron las risas. Cassandra veía por todos lados y su mirada solo podía contemplar la fuerte luz del dios flechador. La princesa, por dentro, se hallaba apagada.
***
Había llegado el día. Cassandra por fin había recibido el don de la profecía. Fue mágico y poderoso y no se podía explicar. Quería saltar, y reír y llorar. Sentía tantas cosas y a la vez no sentía nada. Estaba llena y a la vez vacía. ¿Qué hacía alguien como ella con tanta luz dentro de sí? La respuesta yacía en otro lugar, estaba empeñada en buscarla y encontrarla, aunque corriera el riesgo de perderse a ella misma en el camino sin ser capaz de regresar.
Los ojos de Cassandra se habían abierto y le permitían ver más allá de lo visible. Al inicio era confuso y hasta agotador. Muy agotador. Aún así, este pesar se sustituía por la satisfacción que el conocimiento le traía.
Cassandra era bendecida. Tenía el don de la predicción. Febo Apolo, el flechador, estaba siempre de su lado.
***
Contando con el don, y lo abrumador que podía ser el saber mucho, Cassandra había regresado al hábito de perderse entre la oscuridad, lo cual siempre se le había hecho fácil. Solo tenía que cerrar los ojos y las sombras la bañaban y la llenaban. Ella se deslizaba por puentes sin final a través de lugares negros y prohibidos. Le encantaba, amaba dejarse llevar por las sombras. Por eso, cuando una un tanto atractiva la sedujo, ella lo permitió. Se dejó llevar nuevamente.
Quería justificarse, decir que había sido solo un impulso. Pero no todos los opuestos se atraían y no todos los iguales se repelían. Vagas excusas. Tontas ciencias. La atracción y la repulsión iban más allá de lo que cualquier humano podría llegar a entender algún día. Pero ella, Cassandra, bendecida con los ojos del futuro, sabía cómo eran las cosas. Sabía que aquel individuo con nombre noble, y cuerpo aún más noble, se había acercado a ella, y ella, la ingenua Cassandra, se había perdido y no quería ser encontrada.
Día tras día, sola en su lecho, comparaba la luz con la oscuridad. Febo, la hacía sentir cosas increíbles y hasta buenas, pero el hombre noble, oh el hombre noble —de cabello carbón, caminar seguro y ojos verdes como las hojas de los árboles frescos y jóvenes—, la hacía sentir
innegable,
inevitable,
insaciable.
Danzó con el hombre noble hasta que ninguno de los dos podía más. Danzaron sus cuerpos noche y día y día y noche, y Cassandra se sentía eterna como toda una diosa. Solo que no lo era y no lo quería ver. Porque miraba el futuro, pero decidía no ver.
Se mantuvieron juntos entre las sombras, donde nadie podía juzgarlos, verlos. Donde no existía nadie que no fueran ellos mismos. Donde no podía entrar ningún dios olímpico. Donde Apolo dejaba de ser Apolo y se convertía en una de esas brisas pasajeras, ya olvidadas después de segundos de haber sido sentidas.
***
Pero no pasó mucho antes de que Apolo volviera, pues los sagrados dioses de todo se daban cuenta y todo lo veían, y solo la ingenua Cassandra no era consciente de eso. En ese momento, estaba Febo frente a ella. Su luz la cegaba y la encadenaba. Era como estar cerca del fuego, de la llama resplandeciente que este producía. Ya no aguantaba ni un minuto más ahí.
Apolo no quería a Cassandra ni un minuto más ahí. Apolo, ardiendo en cólera, arrastró a su querida Cassandra por todo el bosque, cuyas esquinas más recónditas habían sido testigos de cada acto de traición que había sido cometido en contra del dios flechador. Llevaba en su mano izquierda envuelto el cabello de Cassandra, de su otro hombro colgaba el carcaj lleno de flechas y en su otra mano, su sagrado arco, el cual nunca le fallaba, pues le resultaba muy certero en cada tiro.
En este instante, y justo en este instante, Cassandra, que había sido bendecida con los ojos del futuro, no podía ver nada. Posiblemente eso era lo que le aseguraba su muerte. Ya no podía ver nada más. Nada más aparte del hombre noble, que también estaba ahí, justo frente a ella. Siempre tan serio y seguro. Como si un dios cólerico no estuviera ahí, justo frente a él. Como si ese dios no fuera Febo, el que podía quemarlo como lo haría el propio sol.
Cassandra respiraba repetidamente, muy repetidamente. Jadeaba. Gruñía. Se quejaba. Estaba dolida. Estaba perdida. Estaba abandonada por las mismas sombras, ¡traidoras!
El hombre noble solo estaba ahí de pie. Resignado y dolido. Pero lleno de un sentimiento cálido y abrasador, que ni el mismo Febo podía soñar con tener. No estaba arrepentido de ninguno de sus actos. ¿Lo estaba Cassandra? ¿Arrepentida de sus actos?
La furia de Apolo crecía, serpientes los rodeaban, flamas los amenazaban. Incluso, cayó sobre ellos la cólera de Artemisa, quien se encontraba encima de una roca gigante. Artemisa, la que hiere de lejos. La diosa se veía amenazadora con su arco siempre listo y a la par de un temible lobo gris. Pero las manos de los amantes seguían juntas, ellos permanecían unidos. Todo resonó en el bosque, cuando Febo Apolo, hijo querido de Zeus, pronunció palabra:
—Ustedes, que osaron jugar con la magnanimidad de un dios, sucios de mente y de corazón, no pidan merced, pues no la merecen y tampoco voy a concederla. Arrodíllense ante mí, Apolo, queridísimo por Zeus, dios de los inmortales y de los mortales. —Las luces los cegaban. Segundos después, como impulsados por una orden divina, ambos amantes estaban de rodillas, con las cabezas apuntadas por la flechadora Artemisa.
El suelo crujía. La noche lloraba. Los árboles se lamentaban.
—Cassandra —llamó, mientras la veía con ojos penetrantes y encolarizados, ¡pero qué bellos que eran!— Mi Cassandra como solía llamarte. Te conviertes hoy en una desconocida frente a mí, sin rostro alguno, y tan hermoso que me parecía tu rostro. Así como te fui bondadoso, así voy a castigarte.
—Vas a seguir observando cómo sucederán los acontecimientos, pero siempre serás incapaz de actuar en contra de la voluntad del destino. Tus palabras se convertirán en mentiras para los oídos de los demás, pues todos oirán solo engaños cuando hables de tus predicciones. Te conocerán los dioses como Cassandra, la bendecida por los ojos del futuro y maldita por el mismísimo Febo Apolo. Así le habló el dios a la desdichada princesa de Ilión.
—Y tú, hombre noble, que te atreviste a quitarle la mujer a un dios, no obtendrás jamás el descanso que reciben las almas y vivirás cuantas vidas yo decida que vivas, siempre sufriendo y lamentándote, como el desdichado mortal que eres. Porque a pesar de ser noble, eres débil, sin ser tu culpa, pues la debilidad es característica de los inferiores mortales. Esta misma debilidad te va a llevar a tomar decisiones que nadie podrá detener. Ni siquiera la bella y maldita Cassandra.
Truenos resonaban como un espectáculo maravilloso. Todo se llenaba de una luz que en lugar de causar alivio, provocaba angustias.
—Ahora vayan y vivan cientos de vidas, encontrándose el uno al otro y perdiéndose cuando yo crea oportuno. Sean eternos e infelices y arrepiéntanse de haber desafiado a un dios olímpico, que cuando llegue su momento, te encontrará a ti, Cassandra, la diosa Artemisa para darte muerte.
De esta forma sucedió la maldición de la desdichada Cassandra, la princesa de Ilión, hija de Hécuba y Príamo, hermana del deiforme Alejandro y del valeroso Héctor.
Sobre la autora
Angie Bolívar Macías nació en Ecuador, pero ha vivido en Costa Rica la mayor parte de su vida. Siempre ha tenido una gran pasión por las letras. Actualmente estudia Filología Clásica en la Universidad de Costa Rica.