Moritura

Todavía no han terminado de sacar los cuerpos de la lucha anterior cuando las tubas vuelven a sonar: otro combate. Esta vez un duelo a muerte, pero uno muy especial, de los que pocas veces se permiten y que nunca había sido visto antes en el Coliseo.

Solo uno de los dos combatientes cree que ha tenido suerte, que será una victoria fácil. Saluda al público, que ruge ante la situación tan excepcional de la que van a ser testigos, listo para matar; ya lo hizo muchas veces, en el ejército, antes de la deserción.

Las tubas suenan y, de inmediato, se lanza al ataque; pincha solo aire, pero se cubre con el escudo ante un posible golpe que, al final, no llega. Continúa la ofensiva y levanta el arma en un arco elevado para descargarla sobre su contrincante, que de nuevo esquiva sin contraatacar. Avanza con rapidez, los ojos apenas por encima del borde del escudo, y busca el choque, el cuerpo a cuerpo en distancia corta donde sabe que se impondrá su mayor fuerza.

Falla el contacto y se lleva un corte en el muslo. Su rival mantiene la separación entre ambos mientras hace fintas con la espada curva y la daga, una en cada mano, mirándolo a los ojos. La herida sangra. Ataca de nuevo, sin poner todo el peso en la pierna adelantada, y rasga cuatro veces la nada; pero a la quinta sí se lanza a fondo y su hoja casi alcanza el objetivo. Hace calor y empieza a jadear.

Busca el impacto otra vez, falla de nuevo y se lleva otro corte, ahora en el hombro. Maldice y escupe mientras la sangre chorrea por el brazo. Vuelve a prepararse para el choque contra el cuerpo del rival que, como las veces anteriores, se dispone a esquivarlo.

Pero en esta ocasión, a medio impulso, cambia el sentido del desplazamiento y estira el brazo de la espada. Roza a su rival, que debe dar un paso atrás. Sin dejar que se reponga, lanza golpes cortos. La punta del arma rasga la carne, a la altura de la mano, y la espada curva cae al suelo.

Es su oportunidad.

Con los pulmones ardiendo, corta y pincha en busca del final del combate, pero su contrincante no se rinde y, todavía ágil, evita todos los ataques. Necesita aire, necesita parar un instante, pero no lo hace porque sabe que está cerca de vencer. El escudo pesa y lo deja caer en la arena, seguro de su ventaja.

Entonces la daga vuela tan rápido que ni la ve; solo nota un golpe en la garganta. El sabor a metal lo ahoga y cae de rodillas. La gladiatrix mantiene las distancias.

Solo se acerca cuando él trata de asir, con las dos manos, la vida que se escapa por el cuello abierto. Lo rodea sin darle la espalda y toma su espada curva del suelo.

Responde a la señal de los pulgares y finaliza el duelo con un giro de muñeca. El primer combate de una mujer contra un hombre en el Coliseo termina de manera inesperada, al menos para su rival y los asistentes.

No para ella.

Entrenó durante años para este momento y sonríe mientras disfruta de la victoria, arropada por los vítores. Nota que los aplausos de las mujeres entre el público son más fuertes, más sentidos.

Su sonrisa crece.

 


Sobre el autor

Minibio (Lisardo Suárez [Gijón, 1970]), antes se amparaba en la discreción de los seudónimos para escribir, pero ahora firma con su verdadero nombre casi siempre. Cuenta con varios trabajos de narrativa breve que han recibido diferentes reconocimientos en concursos, convocatorias, certámenes, antologías y revistas.

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