El día ya se había terminado cuando me fue posible la entrada en los aposentos del Rey Leproso. Al percatarse de la forma de mi nariz y la tonalidad de mi piel, los guardias auscultaron mi túnica en busca de cuchillos o pócimas letales, pensando que tal vez podría ser un enviado del rey sarraceno. A pesar de mi salvoconducto y mis buenas intenciones, fui despojado de mi pluma de oro y mi cartapacio lleno de folios en blanco: ahora sólo me quedan las memorias de este encuentro fugaz.
El rey estaba exhausto. Habían terminado de vendarlo y de cubrirlo de medicamentos. Yacía, como una pluma recién caída, sobre una almohada de finísimos contornos. El aire tenía un ligero olor a podredumbre enmascarado por los más bellos y penetrantes perfumes. A través del mosquitero pude ver un rostro deforme y santo, unos ojos profundos que no me veían. Dime lo que buscas, viajero.
Le pedí que me hablara de la guerra, de su nacimiento prodigioso, de su maldición. A pesar de tener sólo veintiún años, lo percibía infinitamente más sabio que yo. Me hizo pensar en una especie de Alejandro Magno en descomposición, cayéndose a pedazos al igual que su reino.
En mi tierra se hablaba del Rey Leproso como si fuera un santo, y en muchos sitios le habían hecho altares y figuras. Se decía de él que portaba siempre una máscara de hierro, inexpresiva, y que ahuyentaba a los musulmanes con sólo mirarlos, que una batalla la había peleado usando un sólo brazo, pues el otro se le había caído durante su cabalgata.
Yo lo consideraba un santo también. Se lo comenté. Él se acercó a mí y dejó ver una mueca permanente, una sonrisa extraña. Es bueno ser un santo y un leproso a la vez, me dijo, con cada paso que doy dejo en el suelo una reliquia.
Sobre el autor
Leopoldo Orozco (Ensenada, Baja California, 1996) es un narrador mexicano egresado de la carrera de Lengua y Literatura Hispánica de la Universidad Nacional Autónoma de México. Además, es fundador y colaborador de la revista De-lirio y del taller que lleva el mismo nombre.