Y mientras río
mi valor se desmorona ante sus burlas.
Amy Lowell
—Querida, no pasa nada. Es lo normal, cuando una recibe por primera vez, tener dificultades… El acompañamiento es importante, sí. Pero la clave es el asado, que se quema o que queda crudo en algunas partes. Las orejas y las patitas, en general son lo más difícil de que salga bien en el asado, y para que estén crocantes pero no quemadas, hace falta mucha práctica… Ánimo, querida, tu chutney se deja comer —la consoló tía Celia.
Ana sonrió, avergonzada. Desde que se mudaron con Walter a la colina, era la primera vez que recibía visitas. Se había hecho mucha ilusión de agasajar a las tres viejas que dirigían el comité, y estuvo preparando el chutney desde varios días atrás, uno especial, una receta de la India, con hierbas silvestres que, según el libro que le prestara tía Celia, tonificaban la musculatura y daban sensación de energía. Ahora el chutney no servía más que para untar las galletitas de queso que ella había puesto sobre un bol, para calmar el hambre.
—La clave es el asado —siguió Tía Celia—; el mejor acompañamiento no salva un asado… imperfecto. Cuando tengas una presa, nos avisas y te guiamos en la preparación.
Tía Susana se ajustó el rodete y se acomodó unas guedejas que le colgaban del cabello; le gustaba mucho estar presentable: nunca se sabía quién podía caer de repente en una reunión. Hay que recordar que ella seguía soltera, que después de aquella malhadada oportunidad con un novio del pasado, nunca se le había presentado un candidato potable: tenía su bolso pegado al lado, lo abrió y sacó una polvera; estaba dispuesta a empolvarse la nariz cuando tía Águeda le echó una mirada fulminante.
—Es absolutamente ridículo, tía Susana, que…
—Lo sé, lo sé, tía Águeda, es una vieja costumbre que sigo desde que era una joven casadera.
Tía Águeda suspiró y pareció caldear el aire de la sala.
—Igual, las galletitas están muy sabrosas —murmuró tía Celia: no iría al Infierno por mentir, después de todo, no ella. Trató de tomar una galleta más como muestra de confianza, y llevársela rápido a la boca; el exceso de sal se le quedó pegado en los dedos y el gusto a ajo y queso parmesano le pasó con dificultad por la garganta. Estaba acostumbrada a sabores mucho más leves, o salvajes, según quiera verse, pero de ninguna manera a sabores así de groseros. De todos modos, no iba a ser ella quien pusiera a rodar la manzana de la discordia en la reunión, una reunión organizada por una chica tan joven, y que era su primera vez. Tía Susana y ella se habían resistido a la idea de que fuera la joven Ana la que… En fin, que ninguna de las otras les había hecho caso y después de todo era tía Águeda, la que presidía el comité, y como presidente era tía Águeda la que levantaba o bajaba el pulgar acerca del sitio adonde se organizaban las reuniones, fuera cual fuera el resultado de las elecciones en el comité.
—Me alegro de que te gusten, tía Celia. Donde termina la colina, y empieza la urbanización, a un lado de la carretera hay un almacén y ahí hornean las galletas. Son galletas caseras, hechas por los mismos dueños. Me gusta comprar en ese almacén, sobre todo los frascos de tomate al natural y…
Por fin tía Águeda abrió la boca para observar algo sobre la comida, pero lo hizo con tanta rapidez que el sonido se asemejó al de una puerta que cierra de repente una fuerte corriente de viento sur.
—Es el almacén donde tienen las vacas atrás.
—¡Sí! Tienen tres vacas manchadas y…
Tía Águeda se dirigió a las otras dos viejas:
—Ya saben cuál almacén es.
Tía Susana hizo que no.
—Aquel que tuvo problemas porque se le cortaba la leche y la manteca.
Tía Susana enarcó las cejas; tía Celia se quedó con la galleta a mitad de camino hacia la boca.
—¿Aquel que tía Marta le echó la maldición…?
—Exacto, ese —escupió tía Águeda.
—¿Tía Marta no vendrá?
Tía Águeda movió la cabeza negativamente.
—Tuvo un ataque cerebral, pobre tía Marta.
—Hace poco pasé por su casa y la vi desde la ventana -comentó con tristeza tía Celia-; estaba sentada en la silla mecedora, y tenía al minino negro encima de la falda y lo acariciaba a contrapelo y una y otra vez, una y otra vez, con la mirada perdida…
—¡Las comilonas que hacía tía Marta! ¡Los asados!
—¡Qué mano exquisita para la cocina!
—¡Usaba el libro de recetas de Julia Child, siempre!
—¡Cebaba las presas por lo menos tres semanas! ¡Qué fuente servía después!
—No puedo acostumbrarme a la idea de que ya no vendrá más a las reuniones -se quejó tía Susana- apuesto a que debe existir algo, una cirugía de la cabeza o un conjuro tal vez que…
—Tuvo un ataque cerebral, tía Susana. Segunda vez que lo digo y ya saben que no me gusta repetir las cosas, es señal de chochez.
—Hay cosas peores que un ataque cerebral —insistió tía Susana.
Tímida, Ana metió un bocadillo:
—¿Qué puede haber de peor que un ataque cerebral?
—…
Nadie le contestó.
Tía Águeda se dirigió hacia la ventana con pasos lentos, tambaleándose sobre sus tacos. Parecía que caminaba guiada por el olfato y Ana sintió un sudor frío correrle espalda abajo. ¿Cuál sería la peor cosa que le podían hacer?, pensó, y recordó a un filósofo antiguo que decía que para paliar el miedo, una debería calcular qué es lo peor que le puede ocurrir, para hacerle frente. ¿Acaso tía Águeda la fulminaría? ¿La metería dentro del cuerpo de otra bestia como ella había leído en los cuentos que…? Pero eso, de eso se trataba, que eran cuentos de hadas, cuentos de viejas. Quizá había un punto en que la realidad y la ficción se tocaban, y a ese punto, a la presa, ella le había dado órdenes claras de que no hiciera un solo ruido, que evitara respirar si fuera necesario, y así ella salvaría su vida y lo devolvería a la madre, al otro lado del lago. Tía Águeda se volvió y dijo con sequedad:
—Dentro de esta casa huele mal. Abre la ventana, Ana, que está trabada.
Ana lo hizo en un instante y una oleada de la fragancia de los pinos la trajo a la realidad.
—No sé para qué le hiciste abrir la ventana, tía Águeda —se lamentó tía Celia frotándose los hombros —vamos a pescar una pulmonía y ya sabes que a esta edad no se sale tan fácil de…
—Hay luces en la cabaña de tía Cristina, al otro lado del lago —explicó tía Águeda. —Todavía es temprano, podemos cruzar en el último ferry e ir a cenar allá…
—¡Pero si casi son las nueve de la noche! —rezongó tía Susana.
—Es temporada de pesca, están todos pescando pejerreyes. También por la noche; así que podremos cruzar con tranquilidad. Ya sé que la gula es mala consejera, pero hoy es viernes y no hemos cenado. Tía Cristina siempre tiene alguna presa adobada en el freezer.
Era inútil discutir con tía Águeda. Las viejas tomaron su bolso, y tía Susana, apenas quedó fuera de la vista de tía Águeda, sacó su polvera con rapidez y se empolvó la nariz. “Nunca se sabe…”, murmuró en voz baja. Tía Águeda tomó su cartera negra, tenía allí dentro los documentos, las actas del comité, plata para los billetes del ferry y una receta de quinientos años, firmada por una tal tía Ester que a esta altura de los tiempos era una leyenda, sobre cómo debe hornearse la presa dentro de un pastel. Las tres saludaron a Ana con gesto de la cabeza, excepto tía Celia, que le dio un beso en cada mejilla. Tía Celia olía a té verde y a carne cruda.
Ana se quedó en el umbral de la puerta, viéndolas partir, colina abajo hasta dársela desde donde partía la lancha. Quería asegurarse de que llegaran sanas y salvas hasta allí, que no se tropezaran y doblaran un tobillo, o que alguno de los perros vagabundos que les ladraban con rabia a su paso, finalmente, lograra atraparlas y regresaran a la casa de Ana en busca de refugio. Pasó un buen rato así, casi olvidada de sí misma, oliendo los pinos, ¡esa maravilla de la Naturaleza!, la prueba de que hay un dios que es capaz de hacer bellos regalos a los hombres. El olor de los pinos, eso, que se le metía bajo la piel, le recordaba que debería hacer un largo trabajo para recuperar su alma de los extravíos.
—Señora… —oyó desde el corral.
Ana recordó la presa en su jaula, entre las tres o cuatro gallinas ponedoras, escondida.
—¿Cuánto falta hasta que se vayan sus amigas?
Ana corrió a liberarla: contaba cuatro años, dos colitas rubias y muchas pecas. La había robado de la sala de pediatría del Hospital Central; le había curado el dolor de panza y la había llenado de golosinas, como las viejas le aconsejaron hacer con las presas. La presa no tenía ningún miedo, se había limitado a pedirle que apartara los chocolates rellenos con menta y los caramelos de menta y todo lo que tuviera mentol y menta porque le daban náuseas. Lo demás, bienvenido sea.
—¿Cuánto dura el campeonato de loba, señora? —preguntó intrigada desde la jaula.
El resto, es historia. Abrió la puerta de la jaula y la hizo salir; le ordenó que corriera sin mirar hacia atrás, veloz como si el demonio le pisara los talones, colina arriba, hasta donde el cura párroco tenía su iglesia. Que nunca contara nada a nadie de lo sucedido, que nunca, de ser posible, la recordara. Que dijera que se perdió, eso solo. Tantas chicas se pierden en la actualidad y a nadie se le ocurre pensar que se las llevan las brujas por las montañas.
Sobre la autora
Patricia Suárez nació en Argentina en 1969. Es dramaturga y narradora. Publicó los libros Perdida en el momento (Premio Clarín de Novela 2003) y Esta no es mi noche (Alfaguara, 2005). En 2007 recibió el Primer Premio Cosecha EÑE de la revista homónima por su relato Anna Magnani. En 2008 publicó la nouvelle Album de polaroids por la editorial LA FABRICA, de Madrid y en 2010 la novela LUCY por Plaza y Janés, Argentina. En 2012, por el El Árbol de Limón, ganó el Premio Cortes de Cádiz correspondiente a la rama de relato, otorgado por la ciudad española de Cádiz. Posteriormente, en 2013 publicó en Ross Editorial (Rosario) la novela La prueba viviente, en 2016, en la ciudad de Santa Fe, el libro de cuentos Siempre caigo en los mismos errores y en 2017 en Editorial Galerna la novela La renguera del perro.