Gigantes nos llamaban nuestros adversarios, que eran algo parecidos a nosotros, pero pequeños, apenas nos llegaban a las pantorrillas. Tenían ojos menudos y boca chica, sin colmillos; daban la impresión de que se alimentaban sólo de hierbas. De piel muy delicada, tenían la necesidad de cubrirse el cuerpo con tejidos y los pies con cueros de animales fuertes. Eran muy miedosos y escurridizos. ¿Cómo pudieron enfrentarnos con esas características? Pues, tuvieron la habilidad de aliarse con los dioses olímpicos. Ellos, pese a que teníamos ojos grandes, nos quitaban la visibilidad en el momento del combate; nos quitaban fuerza y nuestros escudos se desvanecían dejándonos desprotegidos ante las flechas antagónicas; convertían nuestro brebaje para sanar las heridas en barro pestilente; nuestro brío se transformaba en pánico. Los olímpicos se regocijaban con la vanidad de los menudos que alardeaban de ser inteligentes.
¿Cómo consiguieron esa alianza? Pues, eran muy hábiles con la insidia. Desataron una tormenta de rumores: que estábamos preparando una teomaquia porque, según esas argucias, nos considerábamos superiores a las divinidades; que éramos depredadores de bosques y fauna; que habíamos llegado recién al planeta y que por eso teníamos menos derecho de habitarlo. Por así decirlo, nos acusaron de vanidosos, polígamos y deleitosos. Puros ardides, que tuvieron resultados positivos para los detractores. Y se vino la guerra contra nosotros. No pudimos evitarla.
En nuestra propia tierra, allá donde nacimos y crecimos, se libró la primera batalla. Nos sorprendieron en un amanecer. Atacaron primero a los animales de nuestro entorno (felinos, paquidermos, aves…). Eso nos causó mucha pena y nos debilitó en el combate. Luego, con la ayuda de los olímpicos, perforaron la tierra para extraer rocas mágicas que se convirtieron en lanzas letales; aprendieron a imitar el vuelo de las aves, y desde el cielo nos llovían sus lanzas.
Después de salir de la llanura ardiente, casi derrotados, vagamos por el mundo por casi veinte siglos escondiéndonos de las infamias de la pérfida alianza. Éramos exactamente treinta y tres individuos con cicatrices que delataban las heridas que nos habían infringido en el campo de batalla. Aparecíamos sólo en la imaginación de los cuentistas que relataban victorias épicas contra los gigantes, falsas victorias para inventar héroes a costa de nuestra dignidad.
Hasta que un día encontramos un campo que se veía apacible, por lo menos en ese momento así lo sentimos nosotros, y decidimos tomarnos un descanso. Bueno, teníamos la intención de poblar ese lugar. Escondimos espadas y mazos bajo tierra para olvidar toda actitud belicosa. Hicimos planes de una vida sosegada, tal como nos había señalado nuestra procreadora, la Madre Tierra. De pronto, el cielo azul escondió las nubes y no se veía en toda la llanura árbol alguno que nos beneficiara con su sombra. La tierra árida apenas dejaba crecer unos matorrales que, en su pelea con el viento, ofrecían espinas en sus hojas. Y nos tendimos en el suelo, imposibilitados de seguir caminando y ansiosos de beber agua.
Llegó la noche trayendo un frío de los mil demonios. No prendimos fuego para no delatar nuestra presencia. Nuestras manos se convirtieron en herramientas para abrir zanjas, y nos metimos en ellas. Las estrellas parpadeaban aprobando nuestra iniciativa.
Al día siguiente, cuando recogíamos nuestros enseres, en el horizonte divisamos una mancha, que por la distancia no podíamos comprender de qué se trataba. Deliberamos por un momento para crear imágenes del peligro que podía representar. «Son ellos», dijimos; pero nos equivocamos. Eran dos siluetas extrañas. «Personas de otra época», concluimos. Escuchamos sus voces, y, poco a poco, las siluetas cobraron forma. Dos individuos montados en caballos; bueno, uno en un caballo y el otro en un asno. El del caballo estaba cubierto con una armadura de metal y portaba una lanza; el otro, que más parecía un labrador afortunado, estaba vestido de rojo y azul. Por el movimiento nervioso de sus bestias dedujimos que estaban dispuestos a atacarnos. De inmediato nos pusimos en posición de defensa, formamos un triángulo para contener el primer ataque. Era posible que nos sorprendieran con sus magias, que nos estarían creando la ilusión de que eran sólo dos y no millones. Y se abalanzó el del caballo dejando una estela de polvo que se mezcló con las nubes, lanzando improperios, amenazando con quitarnos la vida e enriquecerse con nuestras pertenencias. Su lanza buscó el corazón de Porfirión, el más destacado de nosotros, el de los brazos largos y ágiles, que siempre estaba atento en toda pelea. Con un movimiento sagaz esquivó la lanza y, recurriendo a la fuerza y velocidad de su puño, asestó un golpe certero que derribó caballo y jinete, y astilló lanza y peto de aquel individuo que retorciéndose en el suelo dejó escapar su sudor y un olor a petróleo que nos indispuso.
Era una señal de que todavía existíamos, de que podíamos pelear y mostrar a los humanos que éramos parte de este mundo. Teníamos que haber festejado el derribo de ese audaz jinete, pero no lo hicimos porque intuíamos que no era posible una victoria tan sencilla y que se avecinaba algo más terrible. Permanecimos callados, inmóviles, sólo viendo cómo se retorcían el caballo y el jinete.
Entonces, el individuo de rojo y azul se aproximó con un galope tambaleante que no levantaba polvo alguno y, en lugar de atacarnos, se acercó al hombre del suelo y le recriminó con gritos y gestos. «Es una estrategia de distracción», dijo alguien de nosotros. «Silencio ―ordenó Porfirión―, escuchemos qué dicen». El ligero viento silbó una tonada melancólica. Luego escuchamos decir al rojiazul: «Son molinos de viento». Por unos segundos quedamos perplejos, no era para poco recibir semejante atropello: decir que éramos molinos de viento. Recuperados del asombro, soltamos al unísono una carcajada que espantó a los pocos pájaros que estaban en ese lugar. «Molinos de viento; sólo a los ingenuos se les puede ocurrir tal sandez», dijimos. Y con los pájaros voló uno más grande, con cola de dragón. Era el mago Frestón que nos aniquiló convirtiéndonos en molinos.
Sobre el autor
José Luis Pérez Ramírez (La Paz, Bolivia; 1954) estudió en México e Italia. Ha publicado tres novelas y una colección de cuentos, algunos de ellos difundidos en España, Colombia, Estados Unidos y México.
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