Asiria

Mi vida ha sido marcada por la gloria, y como a tal, le prosigue la caída.

No hace mucho que el pensamiento de escribir mi memoria ronda por mi mente, tal vez con la motivación de una última esperanza: que al escribir –lo único que aún no he hecho– pueda librarme por fin de mi encierro. La tarea no me ha sido fácil. Años y años he tenido que esperar acumulando hojas marchitas que se desprendían de los árboles que en algún momento mandé a sembrar y que, gracias a la ayuda de un generoso viento ocasional, me llegan a través de la diminuta ventana que con dificultad alumbra mi confinamiento en esta torre de arena. Ya perdí la cuenta de los años que he permanecido aquí: 20, tal vez 200, podrían ser 2.000. Algunos recuerdos se me hacen tan distantes que identificar su veracidad me resulta complicado, pero haré lo mejor que pueda.

Desde el instante que tuve uso de razón lo supe, tengo sangre real. Una diosa fue mi madre, salida del mar, de gran poderío como todos los grandes seres que provienen del húmedo vientre del mundo, precediendo a todos esos pseudodivinos que ahora se hacen llamar enviados del Sol. Hablo de un tiempo cuando los hombres tocaban la tierra con sus rodillas en auténtica devoción y todavía no apuntaban con soberbia su dedo hacia el cielo. Época de exploradores y místicos; de toros y de señores del mar a quienes este animal representaba, antes de que los carneros y los peces invadieran las artes.

En mi primera prueba, con escasas semanas de haber tomado la forma de retoño humano, me vi perdida, sola en el desierto; pero morir en ese instante no era lo que el destino había grabado en la piedra. Durante varios días mis respiros fueron asistidos por milagrosas criaturas aladas, de blanco plumaje como las nubes, y como mi corazón… en aquellos tiempos.

Un pastor me encontró y me hizo su niña, también completó mi existencia al ponerme nombre. A pesar de la humilde crianza, nunca menguó la preeminencia de mi temperamento irrigado por mi sangre divina. Estaba segura de que no iba a pasar mucho tiempo antes de captar la atención de un hombre poderoso, dirigente de naciones, y cuando ese momento llegó, asentí definitivamente en mi sospecha: mi destino era gobernar. Mi esposo era inteligente, fuerte, servicial; pero su razonamiento era fácilmente opacado por mis consejos. Su fuerza no era nada en comparación con mi astucia, y su necesidad de complacencia me mataba de aburrimiento. ¡Oh, simple comandante, camello débil, conformista!, ¡te pude haber convertido en rey, pero tu espíritu era el de un simple lacayo!

Recuerdo muy bien aquel día de Akitu, tenía unos escasos 20 años. Nos presentamos en el palacio del rey, en donde el reflejo del sol que acentuaba su corona hacía resaltar la infinidad del desierto en mis ojos. Me clavó con su mirada, inmediatamente. Firme monarca, con sed de tierra, vástago del fundador de la tierra de Sinar, un hombre un poco más cercano a mi altura. Vio en mí a una estratega implacable, una figura digna de venerar y el aroma de una amante insaciable, por lo que le propuso a mi marido desprenderse de mis virtudes. Este se negaba, alegando que mi ser era para él la vida misma, pero tenía que comprender tarde o temprano, por las buenas o por las malas, que mi existencia a su lado era antinatural: iba en contra del glorioso curso que los astros me tenían previsto. Finalmente cedió mi mano y posteriormente se ahorcó. ¿No les dije que era débil?

Ahora reina soy, pero aún las cartas no me convencían. Había muchas personas en el trono: dos. Varios años pasaron de expansión y poderío hasta que el rey fue herido en batalla. Me cedió poder absoluto en su nombre hasta que pudiera recuperarse, y en efecto, en su nombre lo hice asesinar.

Ahora bien, estimado lector, usted creerá que tiene el derecho de juzgarme por mis acciones, pero le ruego por su paciencia.

Estos hombres acomodados en sus sillas brillantes se niegan a ver más allá del horizonte. Mi reino y yo éramos uno y nuestro nombre no iba a morir con mi carne. Y créanme que de eso me encargaría. Testimonios en piedra levanté y mis milagros fecundaron los áridos suelos dentro y fuera de los Dos Ríos. Antes de cumplir mis 30 años había demostrado ante varios pueblos que era posible hablar con los enemigos sin despertar su furia, pero los hijos de un tal Aquemenes se quedarían con el crédito, diplomacia le llaman ahora. Casi en mis 40 vi el potencial que tenía un pueblo abandonado por el castigo del cielo, y altas murallas coronadas por leones como ninguna antes vistas erigí y fortalecí ante los celosos ojos de los caldeos; y para colorear sus austeras superficies, hice traer plantas de las orillas del mismísimo Éufrates que se esparcieron sobre los tejados esmaltados siglos antes de que un megalómano y delirante rey decidiera emular una hazaña similar. Casi a mitad de una vida hice una pequeña visita a la tierra de los faraones, y al dios-hombre de las Dos Tierras lo hice arrodillarse para que nunca se atreviera a olvidar que entre él y el Sol siempre iba a encontrar a alguien más. Llegando a mis 50 expandí mi reino más allá del desierto y al este conocí a los hijos de Rama y la ciudad de los elefantes, mucho tiempo antes de que los ancestros de un jovencito siquiera pensaran en un mundo más allá de Macedonia.

Tantos años glorificando mi nombre y el de mi tierra, que fue tarde cuando me percaté de mi único error, el que provenía de mi propio vientre. Oh, hijo débil y cobarde, como su padre el burdo rey: oportunista, traidor, ¡blasfemo! Puso a la población en mi contra, y los 40 años en que mi reino era equivalente a lo conocido se vieron amenazados. Pero mucho tiempo más he permanecido encerrada aquí desde el día que abdiqué. Y que quede claro, mi reino no me lo quitaron, yo lo cedí, al fuego y a la perdición.

No me es preciso describir la cantidad de tiempo que ha pasado desde que vi por última vez los valles y las praderas de cebada, ahora compartiendo este espacio de un qanû con las voces de los antiguos dentro de mi cabeza, única morada que les queda tras su destierro a manos del que ahora la plebe llama “el dios único”. He visto desde la ventana, casi tan pequeña como mi cabeza, árboles inmensos ser arrasados y crecer de nuevo, una infinidad de veces. He visto construcciones derrumbarse, la arcilla secarse y el ladrillo desmoronarse. Ciudades emerger de la arena y ser arrasadas por el agua desbordada de entre las venas de la tierra. He presenciado guerras y exilios, capturas y ríos de sangre fundirse con los granos de arena del desierto…, y aún espero, sigo esperando lo que en un sueño se me profetizó: mis amigas emplumadas, blancas como las nubes, como mi corazón en algún tiempo, regresarían por mí y yo volaría con ellas. Me asomo cada mañana al despertarme y cada noche antes de acostarme. He visto monumentos de roca con mi imagen y mi nombre siendo erosionados por el viento, y entonces comprendí que ni siquiera la memoria le puede ganar al tiempo.

Regresamos al comienzo, querido lector. En un intento desesperado por guardar mi cordura, para no permitir que la locura termine de ahogar mi alma, emprendo la carrera hacia mi última conquista. Ya no la de mi memoria, sino la de mi liberación. Así como el polvo proviene de lo que alguna vez fue un testimonio sólido, de la misma manera ya no recuerdo mi nombre. ¿Para qué es la vida, sino para recordarla antes de morir?, pero, ¿y el que no puede morir, de qué le sirve recordar? Escribo sobre estas hojas envejecidas para que, si en algún momento sucumbiera ante la demencia sin llegar todavía a perecer, que el mundo que intenta desintegrar todas las bases que erigí no me arrebate mi esencia.

Nacimos en una era de dioses y diosas, adornada de paisajes salidos del sueño de quienes despertaron con el mundo, en donde el milagro venía acompañando al primer rayo de sol; pero al mirar ahora por la ventana sólo veo la endeble y fétida mano del hombre. Y a los reyes de este mundo en constante cambio, mejor decir, en constante decadencia, aquellos que avalaron mi exilio, les digo, lo que les duele no es que yo haya sido ambiciosa, tampoco que haya sido pionera, lo que les duele es que haya sido mujer.

Miro por la ventana una vez más. En ocasiones menos frecuentes veo a padres de la mano con sus hijas e hijos. Grito y muevo mis brazos con furor desde la pequeña ventana; pero ellos no alcanzan a verme, no alcanzan a oírme. La torre en la que me encuentro hace mucho que fue derribada, y desde entonces las gentes ya no se logran entender.

Nota: Relato basado en la historia de Semíramis, fundadora de Babilonia.

Sobre el autor

Felix Alejandro Cristiá, puertorriqueño criado en Costa Rica. Ha publicado relatos en varias revistas literarias y ha colaborado con artículos sobre filosofía y literatura para distintos medios.

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