En el medio del salar

Muchos dicen que los caminos que conducen al gigantesco mar petrificado ya no son lo suficientemente pequeños como para restringir el paso de los extranjeros en estas tierras. Algunos llegaron a Uyuni ayer, y ahora un grupo bastante grande de ellos se dispone a hacer los arreglos correspondientes para quedarse en el hermoso Hotel de sal y así proveer al pueblo del movimiento que tanto necesita para subsistir.

—Mi nombre es Adrián Montesinos y vengo de la Ciudad de México, ¿de dónde son ustedes?

El resto de los extranjeros respondieron, algunos con un español mal pronunciado y otros en inglés. Por fortuna él sabía hablarlo, así que no tuvo mayor reparo en entablar amistades con las que tendría que convivir un par de días. El viaje fue casi perfecto: aviones a tiempo, buena compañía y sobre todo un muy buen recibimiento por parte de todos los lugareños.

Tres camionetas se enfilaron hacia el salar. Adrián estaba en una de ellas, con un grupo de finlandeses ataviados de cargamento, carpas, mochilas y demás. Entre ellos no solo compartían comida, sino también risas y anécdotas de sus viajes, y algo de vodka para calentarse. 

Pronto, a lo lejos se divisó el esperado espejismo que de a poco dejó de serlo. Mucho se dice del salar, excepto que no es como los desiertos. Todos se quedaron boquiabiertos ante aquel suelo blanquecino que se mostraba entre las casuchas de paja y adobe. Aquello era más como caminar sobre las nubes que otra cosa.

Al llegar al hotel los turistas tenían el típico malestar que precede a los viajes y, a pesar de estar literalmente en medio de la nada, ansiaban espacio personal y soledad. Una vez instalado, Adrián tomó una bocanada de aire, queriendo inhalar algo de serenidad; sin embargo, dada su natural inquietud, la ansiedad por explorarlo todo lo dominaba. Aunque estaba anocheciendo, no pudo aguantar más y escapó del lugar. 

La noche era espectacular. Pudo saborear el placer de presenciar de primera mano la creación e inmensidad en su esplendor máximo, las constelaciones apretujadas entre otras estelas de luz y, sin una sola nube en el cielo, las estrellas fugaces cayendo sobre ese abismo oscuro que era el salar de noche. Definitivamente amaba ser él mismo en esos momentos y poder estar solo frente a la nada en aquel instante.

De pronto escuchó un silbido alegre a lo lejos.

“¿Quién puede silbar tan afinado a estas horas de la noche y con semejante clima, si yo apenas puedo caminar con el frío?”. Algunos viajeros le habían contado que el viento y la atmósfera en el altiplano suelen sentirse tan solos que buscan hablar con la gente, pero no siguió pensando en eso y continuó disfrutando un cigarrillo que había encendido hace poco, agregando a aquel paisaje una fumarola y un pequeño espectro de luz

Aquella cancioncilla era cada vez más notoria y se aproximaba, arañando el suelo como las garras de un animal salvaje de andar letárgico y pesado. A cierta distancia, la débil luz de su linterna apuntó a un hombrecillo de pequeña estatura con la cabeza y las extremidades un poco más grandes de lo normal en proporción al cuerpo. El sujeto de rostro cobrizo tenía un poncho viejo y descolorido, muy diferente a los que había visto antes, caminaba con la vestimenta típica de los lugareños, con ojotas y polainas para cubrirse del frío y el chulo en la cabeza, el cual tenía un montón de hoyos. A pesar de ese aspecto desprolijo, tenía en sus dedos anillos de oro y plata con incrustaciones de rubí, diamante y esmeralda, un pectoral de oro y un par de collares del mismo metal, colgando de un cuello que parecía el de un sapo obeso.

—Joven, buenas noches tenga usted, ¿qué está haciendo tan tarde en una noche tan fría?

—Buenas señor.

—Jacinto me llamo, ¿y usted?, ¿no es de estos lados verdad?

—Me llamo Adrián y soy mexicano. Hermoso país tienen ustedes.

—Eres bienvenido aquí hermano, no se nota que eres extranjero. No tienes el pelo amarillo o los ojos rasgados como los que suelo encontrarme, sin embargo he conocido algunos de tus compatriotas y sé bien como son.

—Pues muchas gracias, señor. Me recibieron bien aquí y estoy muy agradecido.

El hombrecillo parecía buena persona. Muy pronto se fue ganando su confianza, palabra tras palabra, sonrisa aquí y mirada allá, incluso con ese aire entre melancólico, aprovechado y siniestro que tenía.

Las pisadas no se sentían tan afiladas como cuando habían llegado al salar, por lo que ambos hombres caminaron bastantes kilómetros tierra adentro, mientras la oscuridad permeaba los peligros de una noche fría de agosto. Don Jacinto cargaba un mechero que parecía que nunca se iba a acabar, ya que después de transcurrida una hora y media, seguía alumbrando como antes. 

El joven era aventurero pero no era estúpido, sabía del brusco descenso de las temperaturas nocturnas por esos lares, por lo que llevó consigo una parca azul con pluma de ganso muy abrigadora, una chalina del mismo color y una gorra de lana junto a un par de orejeras que hacían muy bien su trabajo. 

—Don Jacinto, creo que estamos algo lejos del hotel, a lo mejor y sería bueno que regrese.

—¡Ay tatita, no sabes lo solo que me siento! —exclamó el señor con vehemencia, como suplicando que el único amigo que pudo encontrar esa noche no lo abandonase. Adrián, un tanto receloso, optó por acompañarlo y seguirle la corriente. “Al fin y al cabo, ¿qué es lo peor que me puede pasar? Pobre hombre”, pensó. 

El señor, con una sonrisa muy convincente, un rostro casi inexpresivo y soltando un par de lágrimas, dijo que solía hallar tesoros de todo tipo y quedarse con ellos, pero que las personas con las que se encontraba siempre se iban de su vida. También habló de sus antiguos amores, de su esposa fallecida y los hijos que se fueron para nunca más volver…

La noche transcurrió apacible, junto a una fogata improvisada próxima a una gruta. Pronto ambos amigos compartieron historias, hablaron de sus travesías y de su infinita soledad, mientras el viento trataba de contarlo todo sin que lo escucharan. 

Al amanecer del día siguiente, en el hotel se percibió un enorme nerviosismo. En medio de la histeria cada cual hablaba su idioma nativo, despotricando contra el integrante que faltaba.

“¡Cínico!”, dicen unos. “¿¡Dónde están nuestras cosas!?”, dicen otros.

Los afectados llamaron a la policía, que tardó mucho en llegar al sitio para tomar las declaraciones y tan solo decirles que no podían salir de Uyuni, al menos hasta que el asunto no se esclareciera. De todas formas no iban a irse en un par de días. Estaban todos varados a la merced del depósito bancario de sus familias y de la regularización de sus papeles extraviados.

Tiempo después se hallaron los cuerpos sin vida de los 14 foráneos extraviados, entre ellos tres finlandeses y cuatro mexicanos en un estado avanzado de descomposición, muy delgados, con el rostro pálido y gélido, con un notorio rigor mortis. Aún no se logra explicar el macabro crímen.

El único que nunca se encontró fue Adrián. Dicen que seguramente se cambió el nombre y se fue a vivir a otro sitio, o que fue presa del Abchanchu.

Cuentan los rumores que este personaje se lleva a los turistas incautos que no cierran las puertas y ventanas de los hoteles o se quedan en la intemperie y les succiona la vida, atrayéndolos hacia su gruta con ese carisma imposible de ignorar y el silbido de sirena tan afinado y tan melancólico. Luego les roba las pertenencias. Suele presentarse como un hombre andrajoso de uñas largas y afiladas, aferrado a sus amadas alhajas. Nunca muestra los colmillos. Más de uno me ha contado que se le conquista escuchándolo y apelando a apaciguar su inconmensurable soledad, que gana amigos para luego comérselos. 

Volviendo a nuestro caso, en lo que va del año, en todo México comienza a rumorearse sobre un ente que cuando se acerca deja escuchar un silbido dulce y melancólico, que busca succionar la vida de los que se entregan al abandono en los grandes descampados. 

Sobre el autor

Alfredo Arnez Valdés (Bolivia) es ingeniero comercial. Escribe poesía, cuentos y microrrelatos. Participó en el compendio de relatos y poesías, convocado por la Asociación Escritorio Anónimo de la ciudad de Cochabamba, con el poema “Congo” y en el libro de relatos cortos Moleskin (España), en la categoría de Derechos Humanos con el cuento “La Almohada Viajera”.

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