Todas las mañanas de verano

Cuántos caminos polvorientos recorridos. Cuántas playas holladas con los pies desnudos. Cuántas risas, sonrisas: las mías, las de mis seres amados, las del hijo que contemplo esta mañana. Cuántas lágrimas, sollozos. Cuánta alegría; cuánto dolor. Cuántas briznas de trigo segadas a nuestros pies. Cuántos arroyos de los que fluye el agua clara, donde refrescar el cuerpo cansado después de la carrera, que, ahora, serpentean carmesíes de sangre. Cuántas monturas sobre las que cabalgar a galope tendido por las llanuras de Ilión. Cuántas las conchas recogidas a la orilla de este mar. Cuánta la sal que lo desborda. Cuántos los peces que lo surcan. Cuántas las naves que descubren su frágil velo y manchan este azul y verde y gris y negro inmenso, con sus velas coloreadas. Cuánto el brillo del oro, la plata, las joyas. Cuántos los aromas del incienso, que colman la atmósfera de este desolado palacio. Cuantos los olores que se cuelan por sus rendijas: vacas, estiércol, hierba, algas y brisa y sudor y sangre y cuero y metal y carne quemada en las piras funerarias y grasa del banquete. Cuántos sonidos: una fuente, un grito, una carcajada, un poema, una oración, un sorbo, un graznido, un relincho, una persecución, un silbido, una pugna, unos dados, una forja. Cuántos los recuerdos: de tantos años atrás, de ayer mismo. Cuántos los deseos que no se cumplirán. Cuántas esperanzas, cuántas premoniciones, cuántas decepciones. Cuánta la tersura del cuello de mi mujer, que descansa sobre ese lecho. Cuánta la dulzura en los bucles de su melena: reflejan los rayos de un sol que se desliza, perezoso, dentro de la habitación.

            Está dormida.

            Llora dormida.

            Duerme, amor mío, duerme.

            Nuestro hijo está en su cuna. Este hijo al que no veré crecer.

Querría estar a su lado para enseñarle; para aprender. Cuando diese su primer paso; cuando pronunciase sus primeros balbuceos; cuando domase su primer caballo; cuando cazase por primera vez; cuando acudiese a su primer convite; cuando se enamorase por vez primera.

            Amanece.

Es el alba de rosados dedos que acaricia apenas nuestras retinas, los tejados de la ciudad; que despierta, como una tierna amante, en sus lechos, al fornido herrero, a la afligida viuda, al pío sacerdote, al triste príncipe.

Respiro el soplo de la alborada. Es cálido, fragante, angustioso; está lleno de sombras.

Puedo discernir ya los muros, construidos por El que hiere de lejos, proyectando inmensas sombras sobre el campamento aqueo. También allí reviven los espíritus exhaustos. También allí hay uno que no duerme, envuelto en pesadillas en lugar de mantas. También allí hay, al menos, uno que no volverá a ver a su mujer y a su hijo.

Mi armadura: preparada. Tomo con cuidado cada pieza: la coraza magullada, las pesadas grebas, las densas crines satinadas que acarician el casco. Las miro como si nunca antes las hubiera tenido entre mis manos, como si pertenecieran a otro. Me las ciño al cuerpo con cuidado, sin prisa, moviéndome aún como si anadease entre la neblina del sueño.

Espero una señal, una revelación, un guiño divino que deslíe mis temores, que desanude este presentimiento de mis vísceras, que aplaste esta certeza, y me devuelva las fuerzas. Pero, delante de mí, solo se extienden los mismos paisajes. Noche tras noche; día tras día; lucha tras lucha.

En lontananza: firmes columnas de humo. Un cuerno llama al combate. Responden gritos.

            Andrómaca despierta.

            Me aparto de la ventana.

Mire adonde mire no acierto a encontrar reposo ni valor… salvo en este templo, que es sólo mío.

En tus párpados cuajados de lánguidas pestañas, en los rizos que coronan tu hermosura, en tu piel de alabastro del encantado Egipto, en tus labios de miel, en el deleite de tu cuerpo de gacela abatida, se reflejan todas las mañanas de verano; todas las cumbres, morada de halcones; todas las travesías hacia los lejanos emporios de Oriente; toda la madreperla y todo el ámbar; todos los manantiales cristalinos; todos los charcos de lluvia; todas las lunas llenas; todas las grutas secretas de la divinidad; todas las hojas, todas las flores; todos los poemas de todos los aedos; todas las melodías del arpa; todos los exquisitos sabores que han colmado nuestros paladares; todas las copas de vino especiado que no nos restan por beber; todas las noches que hemos yacido juntos y todas las que dormirás sola; todo el aliento; toda la vida; toda nuestra vida; todos mis recuerdos.

            Es mañana.

            Es hora.

            Parto.

 


Sobre la autora

Verónica Barrasa Ramos nació en Madrid (España), ciudad en la que actualmente reside, en el año 1978.

Licenciada en Historia, con especialidad en Historia Antigua, por la UCM, después de unos primeros años dedicados a la Arqueología, se ha desarrollado alrededor de la «arquitectura de contenidos», la formación, los RRHH y la tecnología, en diferentes empresas españolas y de ámbito internacional.

Durante todo este tiempo, ha compatibilizado su trabajo con proyectos personales de escritura creativa, habiendo sido agraciada con diferentes premios literarios y publicaciones.

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