El ciervo, un relato de Sofía Ailin Parrella

La mano alzó el cuchillo y la hoja resplandeció bajo el sol de la mañana ardiente. La muchacha seguía revolviéndose contra sus captores, pero las manos que la sujetaban no cedían. Un paño en su boca impedía que los varones oyeran sus súplicas. Resignándose al silencio, sus ojos recorrieron uno por uno los rostros de los varones que clamaban su muerte. Si no la iban a soltar, quería que en sus espíritus quedaran grabados los ojos que estaban a punto de apagar para siempre. La furia en su mirada silenció a los más cercanos, los que en otro tiempo habían sido deleitados por su canto y su belleza. Por último, miró al verdadero culpable, el responsable de que su cabeza estuviera ahora siendo inclinada hacia el suelo. El cuchillo descendió. La tierra seca bebió con ansia la sangre virginal de doncella que se derramaba desde el altar.

La multitud hizo silencio. Por unos instantes nada ocurrió. No había funcionado. Un murmullo que contenía demasiado resentimiento como para denotar arrepentimiento se apoderó del espacio, hasta que suave, muy suavemente, una brisa cálida atravesó los miles de cuerpos allí parados. Gritos de alegría y agradecimiento a los dioses estallaron entre los varones. La euforia se había apoderado de cada uno de ellos, excepto de él. En medio de las celebraciones, el hombre se abría paso, mudo, su expresión indescifrable.

Logró emerger de aquel tumulto y se vio cegado por el brillo de la arena blanca. Dejando que su visión se acostumbrara a la luz, continuó la marcha por la costa. A su derecha, el mar comenzaba a mostrar señales de agitación que rompían la extraña quietud de los días pasados. Su figura se desplomó en el linde de la arena con el agua. Sintió la sal en el aire al inhalar grandes bocanadas. Mientras luchaba por respirar, el mar se le acercaba juguetonamente, para retirarse en el último instante. Todavía jadeando, el hombre miró el rastro de espuma blanca que se adhería a la arena húmeda. Imaginó que él también podría, como las olas, retirarse cuando quisiera, escapar de aquella playa, dejar tras de sí sólo una espuma blanca como signo de su presencia. La costa estaba en completo silencio y tan solo un zumbido llegaba del festejo funesto. El rey deseó que algún animal interrumpiera aquella calma insoportable, pero bien sabía que eso no iba a ocurrir. Si aún hubiera animales quizás no habría hecho lo que acababa de hacer.

Se rehusaba a volver la vista hacia la multitud, ahora un punto pequeño en la distancia. Le hirvió la sangre al recordar cómo habían celebrado. Ellos no sólo no lamentaban el hecho, lo deseaban. Sintió el calor del suelo bajó sus palmas y recordó sus miradas expectantes, mientras la niña era arrastrada, vio cómo sus bocas se relamían con la promesa de la sangre que repararía la situación. Para ellos, nunca hubo otra opción. Se estremeció al pensar que quizás tampoco la hubo para él.

Sus manos se aferraban a pequeños puñados de arena blanca que dejó escapar entre sus dedos. Observó su pureza: era blanca, muy blanca, casi tanto como la criatura. Fue la pureza de aquel ciervo lo que había despertado el irrefrenable impulso de arrebatársela. Nunca había visto una criatura tan hermosa e inocente. Incluso cuando huía de sus flechas, el hombre no podía evitar maravillarse ante la peligrosa belleza de sus movimientos. Tan solo tras haber obtenido las primeras gotas de sangre reparó en la atrocidad que acababa de cometer, y su boca se llenó del sabor amargo de la bilis al contemplar el espasmo con el que se apagó la vida del animal.

El rey suspiró contemplando el creciente oleaje. Se mojó las manos con el agua salada y se frotó el rostro, conteniendo la respiración. Le hubiera gustado permanecer más tiempo allí sentado, pero las huestes debían estar esperando sus órdenes. Se incorporó con lentitud. Lanzó una última mirada al mar, y contempló la línea que marca su límite con el cielo. Presintió que alguien lo observaba. Se dio media vuelta y emprendió el camino al campamento para ocupar el rol que le correspondía. Aunque no siempre fuera grato, era, después de todo, Agamenón, rey de hombres.

Sobre la autora

Sofía Ailin Parrella tiene veintidós años, vive en Argentina y es estudiante de la carrera de Letras en la Universidad de Buenos Aires. Se especializa en literatura extranjera, pero tiene debilidad por las letras clásicas, y por el griego en particular. Actualmente está adscripta a la cátedra de Literatura Norteamericana, a través de la cual se encuentro realizando su proyecto de investigación.

Imagen: Paul de Vos, Ciervo acosado por una jauría de perros.  

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