El bastardo por Alberto Pocasangre (El Salvador)

El llanto iba en aumento. Crecía poco a poco como un susurro del viento norte, casi imperceptible. Después se elevaba como los cormoranes del Egeo cuando acaban de capturar un besugo: despacio primero y luego abarcando la inmensidad metálica del cielo. Cuando se elevaba, pasaba de susurro a queja y después tomaba la forma inevitable de un mugido lastimoso y terrible. Y aun cuando la habitación en la parte alta de la torre permanecía cerrada, y solo él y la nodriza sordomuda con los tazones de carne podían entrar, pasó noches enteras pensando que el llanto sería oído hasta por el campesino más alejado en la isla.

Lo único que deseaba —y lo deseaba con todas sus fuerzas— era deshacerse pronto del bebé. Había ideado miles de maneras, desde la intención más simple de darle muerte hasta la más inofensiva de exiliarlo. Sin embargo, no podía hacerlo por dos poderosas razones que lo mantenían con la cabeza hirviendo y con un desvelo continuo y lacerante: el bebé era hijo de una creatura enviada por los dioses y no podía atentar contra la vida de un posible semidiós. Eso no se hace. Él mismo había intentado engañar a un dios y el resultado fue doloroso. Pero era un hombre muy valiente, de modo que si tenía que vérselas con la divinidad estaba dispuesto a hacerlo de nuevo.

Lo que en realidad frenaba sus malas intenciones hacia el pequeño era esa fuerza inexplicable que lo empujaba en varios momentos del día y de la noche a visitar a la criatura. Era una atracción fascinante y asquerosa la que le provocaba. Y es que, a fuerza de verlo, sin darse cuenta, comenzó a encariñarse. Empezó con tímidos mimos en la cabecita negra donde se notaban ya extraños salientes, y a tocar —con cautela al principio y luego con emoción— el rostro ancho y cuadrado.

Poco a poco se dio cuenta con terror —y después con cierto goce morboso— que el pequeño dejaba de llorar cuando él lo cargaba y le cantaba las antiguas canciones que un día aprendió de su madre. Se admiraba de ver sus ojos curiosos y atentos cuando, sentándolo en sus rodillas, le leía poemas viejos sobre el mar o la Duat del Antiguo Reino egipcio. Y se descubrió una tarde explicándole las Enseñanzas de Ptahhotep. Así que las visitas se volvieron continuas y agradables, y en su corazón fue naciendo la esperanza de hacer del niño un ser grande y maravilloso… ¿quién sabe?, tal vez un rey. Y aunque tenía un hijo y una hija, en los sueños normales de un padre ante la perspectiva a futuro de quien perpetuará su nombre, junto a sus hijos aparecía también la imagen del bastardo… Entonces hizo planes para educarlo, formarlo como un príncipe. Y hasta le dio en secreto el nombre de su propio padre, el último rey… Y lo soñó dueño de las islas y del mar infinito, dueño del mundo exterior, de Egipto hasta Anatolia, del continente pequeño al Norte, hasta el gran continente del Sur.

Pero ya era tarde. Era innegable lo ocurrido.

Cuando recordaba aquellos días en los que sacaba cuentas exactas de cómo habían pasado las cosas, un dolor oscuro invadía sus venas. Su cariño recién nacido se volvía cenizas.

Y fue en uno de esos momentos amargos en que tomó la decisión.

Y fue en uno de esos momentos amargos en que encontró una salida que no ofendería a los dioses.

Y fue en uno de esos momentos amargos en que vislumbró la manera de resolver todo de una vez.

Pasaron los años. Dejó de leerle. Dejó de cantarle. Ahora, cada vez que lo visitaba, tomaba de la mano al chico diciéndole frases agridulces, atenazado por los hechos, y lo acercaba a la única ventana de la torre, mostrándole lo que había abajo: allá, en la llanura árida que se convertía al final en formidables rocas afiladas que miraban hacia el mar, la construcción que había ordenado avanzaba un buen trecho cada día y, aunque a veces los sueños de padre se apoderaban de su pecho, al mirar afuera se le enrojecían los ojos y el alma recordaba que ya había tomado una decisión, que el destino estaba escrito. Y el destino era inevitable. Cada vez que asomaban a la ventana a contemplar los avances de la construcción y la cólera y la tristeza se mezclaban en su espíritu, decía con voz entrecortada al oído del pequeño bastardo, quien le contestaba con una mirada triste, indescifrable:

—Mira. Mira. Esa será tu casa. Muy pronto. Veo que creces rápido y cuando seas lo suficientemente grande te quedarás ahí. Y contigo el maldito ingeniero que la está construyendo. Y no sólo él, también su arrogante hijo, Ícaro. Tú sabrás qué hacer con ellos ¿verdad?

Sobre el autor

Alberto José Pocasangre fue nombrado Gran Maestre en Cuento por la Secretaría de Cultura de El Salvador (2007). Resultó ser el ganador de diez premios literarios nacionales (en cuento, teatro infantil, poesía infantil, ensayo y testimonio) y varios internacionales. Dentro de sus publicaciones se cuentan El hombre de los mil relojes (2005), Camisa de fuerza (2008), Kauki (2013), El devorador de insectos (2013), De sustos, amores y otras cosas aterradoras (2014), Donde nacen las sirenas (2015), Desde la rama más alta (2017), Cuentos asépticos libres de moralina (2017), Lo que mi padre trajo de Ucrania (2019), entre otros. Además, figura en distintas antologías de Centroamérica, México, Argentina, España, Francia y Suiza, en revistas y periódicos. Algunos de sus cuentos fueron traducidos al inglés, francés y alemán. En 2013 ganó el I Certamen Centroamericano Literatura Infantil.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Dolores Miranda dice:

    Excelente!!!

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