Cuidé al viejo durante toda la noche. La fiebre y la trémula luz de la vela desfiguraban sus facciones. Deliraba. Agitaba los brazos, intentando alejar las amenazas que le acechaban entre recuerdos. De pronto, se incorporó sobre su camastro y, durante un fugaz momento de lucidez, juró vengarse.
Los días pasaron y el viejo Santiago terminó por recuperarse. Todos queríamos saber qué había sucedido. Habíamos visto el esqueleto de un enorme pez vela sujeto a su lancha. Hacíamos preguntas, pero él se refugiaba en el silencio; aunque, una tarde se decidió a hablar.
Nos contó sobre su lucha contra el pez, contra los elementos, contra sí mismo. Su narración fue tan vívida que podíamos sentir cómo la sed nos atenazaba la garganta, mientras el cordel nos quemaba las palmas de las manos. Lloramos de rabia y de impotencia cuando supimos que los tiburones habían devorado a su pez.
Cuando terminó de hablar, un americano se levantó de su silla y se le acercó. Sostenía una libreta y un lápiz. Le pidió permiso para escribir su historia. Negociaron. El extranjero se marchó sonriente y el viejo quedó todavía más feliz. Obtuvo una caja de ron que juntos llevamos hasta su choza.
Al llegar al lugar, todavía con su relato en mente, me paré frente a él y le prometí que mataría a todos los tiburones que pudiera. El viejo lanzó un grito.
—Te lo prohíbo, Manolín —me dijo severamente—, gracias a los tiburones sigo con vida.
Yo estaba desconcertado. El viejo sonrió.
—Si hubiera contado la verdad, todos se hubieran reído de mí y seguro que aquel americano idiota no me habría regalado el ron.
Destapó una botella y dio tres largos sorbos.
—Cuando estaba sujetando el pez vela a la lancha, aparecieron varias sirenas. Abrí los ojos como platos, no tenía ni idea de lo que debía hacer. Una de ellas extendió los brazos. Yo acerqué mi mano a las suyas, pensando que quería ayudarme. Por suerte mis reflejos seguían funcionando. En lugar de una hermosa tonada, otra maldita sirena había lanzado una terrible dentellada. Las sirenas no cantan. Sólo ríen, como dicen que lo hacen las hienas, y esperan. Saben que la cordura pronto abandonará a sus víctimas. Soporté sus risas y sus burlas durante horas. La furia me hervía la sangre. Estaba a punto de lanzarme al agua cuando sus risas se apagaron. Miraron a su alrededor y luego se vieron entre ellas. La luz de la luna se multiplicó en las escamas de sus colas cuando se hundieron en las oscuras aguas. Tardé poco en descubrir la razón de su huida. La sangre de mi pez había atraído a una multitud de tiburones.
El viejo se detuvo y le dio otro trago a la botella. Un extraño resplandor iluminaba su mirada.
—Yo también reí —continuó el viejo— mientras los tiburones devoraban el pez. Me acosté en la lancha, ajeno a los espantosos chasquidos de aquellas mandíbulas. Estaba cansado. Realmente cansado. Cerré los ojos y comencé a soñar con la afilada hoja de mi cuchillo deslizándose, suavemente, por las gargantas de aquellas malditas sirenas.
Sobre el autor
Kalton Harold Bruhl (Honduras, 1976) ha publicado los libros de relatosEl último vagón (2013), Un nombre para el olvido (2014), La dama en el café y otros misterios (2014), Donde le dije adiós (2014), Sin vuelta atrás (2015), La intimidad de los Recuerdos (2017), El visitante y otros cuentos de terror (2018) y la novela La mente dividida (2014).
Ganó el premio Nacional de Literatura “Ramón Rosa” y es miembro de número de la Academia Hondureña de la Lengua.