El pueblo, un relato de Jorge Barboza Valverde (Costa Rica)

Si ponemos atención, los pueblos tienen un preludio que emociona. Primero, nos damos cuenta de que vamos abandonando la ciudad cuando los edificios comienzan a disminuir su tamaño y se mezclan con las casas. La carretera deja de ser lineal y serpentea, pasa a ser adornada por arbustos y árboles. El verde tiene un olor característico a vida. Luego viene un puente, un llano y un sembradío. Comenzamos a ver fauna domesticada, mas no doméstica; vacas, caballos, cabras, más verde, verde, verde, casa, verde, casa, casa, verde, verde, casa abandonada, vaca, verde, casa, casa, casa, plaza, iglesia y listo. Ya estamos en un pueblo.

La Muerte no suele aparecer mucho por los pueblos, solo en ocasiones especiales; como cuando murió aquel señor tan simpático que siempre regalaba naranjas (quién diría que sus familiares conocían tal cantidad de palabras obscenas y groseras, y eso solo con la lectura del testamento) o cuando aquel joven llevó a su linda novia a dar una vuelta en la motocicleta que con tanto trabajo había conseguido.

La Muerte no es sociable. Le gusta su trabajo porque es muy personal, al detalle, un alma a la vez. Salvo en aquellas ocasiones donde algún imbécil decide cargarse a todos los que hacen fila en un banco. Eso genera mucha confusión entre las almas. Con más razón cuando se ponen a conversar entre ellas y aparece el genio que saca conclusiones sobre cuáles son los pasos a continuación: «Listo, estamos todos muertos, ahora veremos una luz y debemos caminar todos hacia ella, y luego…». El discurso siempre termina cuando aparece ante ellos un esqueleto de dos metros con una capucha negra y una hoz en su mano izquierda. Indudablemente el instinto dicta que hay que seguirlo. Las almas del campo son buenas para seguir a su instinto y a la muerte. Saben que cuando han vivido muchos años, llega el momento de partir al otro pueblo del más allá. Saben que cuando corren en motocicleta calentando los motores y con su novia atrás es difícil mantener la concentración en las curvas del camino.

Los pueblos son coloridos de día y peligrosos de noche. Una persona ajena a ellos puede desconocer la fauna que comienza a buscar el desayuno cuando cae el sol. Un turista no sabe cuáles son los caminos cortos para el más allá. La Muerte, en cambio, conoce muy bien cuáles son esos caminos, ya que cualquiera que ella decida tomar se vuelve arriesgado para los que disfrutan oxigenar sus pulmones y tener sangre en las venas. La simple presencia de La Muerte no significa que alguien vaya a morir, como todo trabajador disfruta de su tiempo, de hecho, hay ciertos lugares donde suele trabajar menos. Los humanos han llamado zonas azules a esos sitios.

Este pueblo en particular no es una zona azul, ni está cerca de serlo. Es el pueblo más común que nos podemos imaginar. Es tan sencillo que entra en la categoría porque cumple con los tres requisitos básicos: iglesia, plaza de fútbol y cantina. Pero que sea un pueblo genérico no lo excluye de tener cierta mística. Porque donde hay sencillez, hay buena fe. Donde hay fe, hay creencias. Y donde hay una cantina, hay un Cadejo; uno de los pocos seres que pueden mantener a La Muerte a raya.

—Buenas noches, Muerte. Justo estoy esperando a mi último cliente —saludó el Cadejo sin apartar la mirada de la entrada de la cantina.

— Buenas noches, Cadejo —respondió La Muerte.

—¿Qué te ha parecido el pueblo?

—Sencillo y tranquilo. No lo visito seguido porque hay poca gente.

— Nada deslumbrante, en eso concuerdo. Es pueblo hace poco, ¿sabes?

—¿A qué te refieres?

—Me refiero a que la cantina es nueva.

—¿Y entonces?

—Ya sabes lo que dicen. Para que un pueblo sea pueblo debe tener una iglesia, una plaza de fútbol y una cantina.

—Ya veo, ya veo… ¿Quién lo dice? —preguntó La Muerte que no estaba enterada de los requisitos de las poblaciones humanas para ascender de categoría.

—Pues la gente.

—¿Qué gente? ¿Hay una votación?

—Pues… no, es más como un acuerdo general —contestó el Cadejo dudoso.

Hubo silencio. Ambos miraban la entrada de la cantina. Un tipo salió de ella.

—Este no es… — murmuró el Cadejo.

—Lo sé —dijo La Muerte.

—¿Será posible que estemos aquí por la misma persona? — se preguntó en voz alta el Cadejo.

—Es posible, y no sería la primera vez —afirmó La Muerte.

Hubo otro silencio.

—Pero, yo no te recuerdo en ninguno de mis viajes — dijo confundido el Cadejo.

—Siempre estoy presente en todos tus viajes, amigo. Es el protocolo.

—Por más que trato no te recuerdo —añadió el Cadejo.

—Es sencillo. No lo recuerdas porque no ha sucedido contigo en particular.

—Pero dices que “es el protocolo”, es decir, que es algo establecido por costumbre.

Salió otro sujeto de la cantina.

—Este tampoco es —murmuró el Cadejo.

Ambos miraron cómo se perdía en la oscuridad del camino. Hubo silencio de nuevo.

—Somos conceptos —dijo La Muerte.

—¿Somos conceptos? —preguntó dubitativo el Cadejo.

—Exactamente, yo más que tú, pero conceptos al fin.

—Y, en sí, ¿cuál es el concepto de ser un concepto? ¿Y por qué tú eres más concepto que yo? —preguntó el Cadejo.

La Muerte adoptó una pose catedrática y comenzó a explicar.

—Nacemos porque alguien nos piensa. Pero no solo una persona, cuando es solo una persona, eres una idea, y solo vives en la cabeza de la persona que te ideó. Nosotros comenzamos a existir porque pasamos de ser una idea en la cabeza de alguien a meternos en la cabeza de muchos. Existimos cuando varias personas comienzan a creer en nosotros como concepto. Tú, amigo mío, comenzaste a existir cuando apareció esta cantina en el pueblo.

Ambos se quedaron en silencio. El Cadejo conceptualizando los conceptos que implicaban ser un concepto y La Muerte satisfecha de haber iluminado a un colega.

—Dime, ¿por qué tú eres más concepto que yo?

—Porque tengo muchos años de existir, tengo más experiencia. De hecho, no sé si todavía debería incluirme en la categoría de concepto.

—¡Más experiencia! ¿A qué te refieres? — preguntó inocente el Cadejo.

La Muerte se sentó al borde de la acera quedando a la altura de la cabeza del Cadejo.

—Tu misión es lograr que una persona que salga de esta cantina llegue a su casa a salvo de mí. Pero todavía no sabes identificar bien cuál es la persona indicada. No puedes seguir a cualquiera, porque además esa persona debe tener cierto grado de embriaguez para que pueda verte y lograr tu objetivo. Con el tiempo y las experiencias, vas a ir agudizando tus sentidos, descubriendo tus propias técnicas y vas a lograr que yo no pueda cumplir con mi trabajo.

El Cadejo estuvo pensativo un rato, luego miró a La Muerte con la certeza de que sabía la respuesta de la pregunta que iba a elaborar.

—¿Tienes alguna técnica para Cadejos novatos?

—Sí, amigo mío. A diferencia tuya, yo puedo estar en varios lugares a la vez. Mi técnica consiste en entretenerlos hasta que cumpla mi cometido.

Sobre el autor

Jorge Barboza Valverde es un diseñador publicitario de profesión, enamorado del storytelling, la ilustración y la música. Cree que la creatividad se manifiesta de muchas formas. Lleva varios años trabajando en publicidad, contando historias para marcas y productos; eso le ha dado de comer. Comenzó a escribir desde el colegio, luego se distrajo por algunos años y ahora está de vuelta, pues cree que llegó el momento de contar sus propias historias.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Gustavo Porras Solano dice:

    Excelente relato, lo disfrute mucho.

    Me gusta

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