Motu Perpetuo por Luis Antonio Beauxis (Uruguay)

El anciano Maestro Zhuang Tang estaba muriendo. Había dedicado más de sesenta de sus años a predicar la justicia, la paz y el amor entre los hombres, por todo el Imperio y los territorios circundantes.

Cuando supo que su hora se aproximaba, escogió nueve discípulos entre sus muchos seguidores y se retiró, con ellos, a aquel solitario templo en la cima de Taishan, la montaña más alta de la Tierra. Seis días transcurrieron sin mayor novedad. Al séptimo, Zhuang Tang, luego de terminar el tazón de arroz hervido que constituía su más que frugal almuerzo, dejó a un lado los palillos y se puso, trabajosamente, de pie.Con un gesto afable, pero que no admitía réplicas, rechazó la ayuda que los nueve jóvenes se apresuraron a ofrecerle.Así, con paso vacilante, arrastró sus pies cansados a lo largo del gran salón de pórfido y mármol, hasta llegar a la Caja de Hierro.

Sus discípulos lo siguieron en silencio, aguardando alguna revelación.

La Caja de Hierro era un cubo gris, de un zhang de arista, con sus paredes cubiertas de antiguos ideogramas indescifrables, que se alzaba sobre cuatro patas, cortas y robustas, en el extremo sur del Gran Salón del templo. El Maestro se apoyó contra ella un instante, para tomar aliento, luego la rodeó, ante la mirada expectante de los nueve acólitos. Sin que ninguno de ellos alcanzara a percatarse del procedimiento, Zhuang Tang extrajo, de la parte posterior, tres grandes llaves de calamita. Sosteniéndolas, a duras penas, entre sus dedos sarmentosos, retornó al frente de la caja y las colocó en sus respectivas cerraduras.

El anciano realizó una estertorosa inspiración y, una por una, hizo girar las tres llaves que estremecieron, con su chirriar, a todos los presentes. Más estremecedor resultó, todavía, el sonido que hizo la puerta al ser abierta por el Maestro. Nadie pudo explicarse de dónde sacó fuerzas para levantarla; debía pesar, cuando menos, veinte jins.

Nueve pares de ojos fueron atrapados por el interior de la Caja de Hierro, entre ahogadas exclamaciones de admiración.

Una gran esfera de lapislázuli giraba y giraba, sin que pudiera percibirse ningún soporte o mecanismo entre ella y las paredes de metal. Estaba constelada de piedras preciosas que descomponían la luz del sol en mil reflejos irisados y representaban todos los continentes del planeta, conocidos o inexplorados.

Cuando más absortos estaban sus discípulos en la mística contemplación de aquella maravilla, Zhuang Tang volvió a cerrar la caja.

Ignorando los suspiros de decepción, retiró las tres llaves y las entregó a quienes habían sido elegidos para guardarlas.

La primera fue confiada a Yu Chong, que siempre se sentaba a su derecha. La segunda a Xu Shiji, que lo hacía a su izquierda. La tercera y última fue para Wang Lingzhu que, invariablemente, se ubicaba justo frente al Maestro.

Acabáis de ver el Mundo —dijo Zhuang Tang a los nueve—. Cuando yo ya no esté con vosotros, salid y recorredlo predicando la justicia, la paz y el amor entre los hombres, tal como yo lo hice mientras me fue posible. Al cabo de tres años, retornad al templo y abrid la Caja de Hierro; sólo entonces conoceréis la Suprema Verdad.

Ninguno osó preguntar nada.

El Maestro se recostó sobre su humilde colchón de cáñamo y terminó de consumirse, como una varilla de incienso. Un pesado gong de bronce resonó por todo el templo.

Luego de entregar las cenizas de Zhuang Tang a los Cuatro Vientos, los discípulos partieron a cumplir la misión que les fuera encomendada. Unos marcharon hacia la lejana Korea; otros traspusieron la Gran Muralla, internándose en estepas y desiertos. Algunos dejaron atrás las Montañas Penglai llegando, incluso, a aventurarse entre las inquietas aguas del Océano Occidental. Miles y miles de lis fueron cubiertos por aquellos jóvenes, difundiendo las enseñanzas del Maestro: justicia, paz y amor entre todos los hombres.

Al amanecer del día en que se cumplían los tres años estipulados por Zhuang Tang, ocho de sus discípulos se encontraron en el Templo de Taishan. Todos estaban prematuramente envejecidos; sus túnicas azafranadas eran apenas andrajos que dejaban al descubierto la piel, cubierta de llagas, adhiriéndose a sus huesos; el brillo había huido de sus ojos.

La alegría que experimentaron al verse unos a otros, después de tanto tiempo, se vio muy pronto menguada al constatar que era, precisamente, uno de los portadores de las llaves quien había faltado a la cita. En efecto, Yu Chong no se hallaba entre ellos y, sin su concurso, la Caja de Hierro no podría ser abierta.

Esperaron todo el día, manteniendo viva una pequeña chispa de confianza (el Maestro no podía haberse equivocado en su elección) pero, para cuando comenzó a caer la  noche, su desesperanza fue casi total.

En medio de la oscuridad creciente, vieron la luz de una lámpara de aceite que ascendía, por la empinada ladera de la Montaña Taishan. Poco después, un lujoso palanquín de madera laqueada se detenía a las puertas del Templo. El portador de la lámpara ayudó a descender a su pasajero: un poderoso funcionario.

A los ocho les costó mucho reconocer, en aquella figura revestida de sedas, a su antiguo compañero Yu Chong. El negro cabello asomaba por debajo del gorro de pieles finas con que cubría su cabeza, otrora afeitada y desnuda como las de los demás. Pero la llave de calamita, que sujetaba con sus dedos cubiertos de anillos, resultó inconfundible para todos.

Sin decir una sola palabra, Yu Chong pasó entre ellos y penetró en el templo. Sus zapatillas bordadas de oro se deslizaron sobre las pulidas losas de pórfido y mármol.

Una vez frente a la Caja de Hierro, introdujo su llave en el orificio correspondiente y la giró, sin detenerse a oír su rechinar. Golpeando el piso con la suela de fieltro de su zapatilla derecha aguardó, impaciente, que Xu Shiji y Wang Lingzhu hicieran lo propio.

Sin necesidad de que ninguno de los tres la tocara, la pesada puerta se elevó dejando su tesoro al descubierto.

Wang Lingzhu y Xu Shiji retrocedieron un paso y cayeron de rodillas junto a sus compañeros. Sólo Yu Chong permaneció de pie, junto a la enjoyada esfera de lapislázuli, que continuaba girando y girando, refulgiendo bajo los rayos de la luna llena.

—¿Podéis verla bien? —Yu Chong apostrofó a los otros ocho—. ¡Sigue moviéndose! Y así seguirá eternamente… ¿Sabéis por qué?

Se miraron unos a otros, como buscando una explicación. Yu Chong continuó, sus pupilas febriles despedían fuego de dragón.

—Decidme pues, en estos tres años de peregrinar ¿no habéis sufrido las consecuencias de eso que predicabais? ¿No fuisteis perseguidos por los poderosos, a quienes la doctrina de Zhuang Tang no conviene en modo alguno? ¿No os golpearon y encarcelaron sus esbirros? ¿No habéis sido, acaso, escarnecidos por la incomprensión de aquellos a los que vuestra prédica buscaba favorecer? ¿No encontrasteis, por doquier, hambre, guerra, enfermedad y muerte?

Los ocho no pudieron menos que asentir.

—Y a pesar de todo eso —Yu Chong rió amargamente—, no habéis podido descubrir qué hace mover al Mundo. Pues bien ¡necios! yo os lo diré. ¡La Injusticia es lo que mueve al Mundo! Ésa es la Suprema Verdad que Zhuang Tang mencionó. ¡Ella es la razón de que esta esfera gire, para no detenerse nunca jamás!

No puede ser —gimoteó, tímidamente, Xu Shiji.

—Por supuesto que sí lo es ¡pobre tonto! — insistió el otro—. Debéis comprenderlo, tal como yo lo he hecho.

Fue Wang Lingzhu quien planteó la pregunta:

—Entonces, ¿el Maestro Zhuang Tang dedicó su vida a predicar la justicia, la paz y el amor entre todos los hombres, aún sabiendo que el Mundo está movido, perpetuamente, por la Injusticia? ¿Aún así?

Algunos sostienen que no fue más que el despertar de los ecos, dormidos durante tres largos años, en el Gran Salón del templo. Otros, en cambio, afirman que fue la propia voz del Maestro la que respondió:

—Aún así.

Sobre el autor

Luis Antonio Beauxis Cónsul nació en Montevideo, el 4 de Enero de 1960. Cursó estudios en la Facultad de Medicina sin llegar a doctorarse. Es jubilado bancario. Está casado con Leonor Díaz de Vivar y tienen dos hijos (Rodrigo y Joaquín).

Publicó su primer relato en 1980, desde entonces ha obtenido numerosos premios en concursos de narrativa y poesía, nacionales e internacionales. Ha sido incluido en varias antologías y ha participado en medios de prensa. Es autor de cuatro libros de relatos:

FICCIONES EN SU TINTA (E.B.O. 1992)

CUENTICULARIO (SIGNOS 1993)

OTRAS MEMORIAS (ARCA 1994)

UN PUÑADO DE SOL… (A.E.B.U. 2004)

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