Sin saber cómo, sin recordar por dónde ni por qué, la sombra de lo que una vez fuera un hombre llegó hasta la punta del muelle en lo que semejaba el último confín del mundo, y allí, ignorante del motivo y siguiendo acaso un encargo ancestral, hizo sonar la campana que pendía a uno de los lados del malecón. Los últimos ecos del bronce no se habían extinguido todavía, cuando la figura escuálida de Caronte y su fúnebre barca emergían de las espesas nieblas, como flotando sobre la nada inasible. Apenas arrimarse al muelle la nave, la sombra tomó asiento en ella, aunque sin emitir palabra, y Caronte, sin pronunciar palabras tampoco, volvió a balancear el largo y pesado remo.
Navegaban solos las aguas negras y las neblinas, que alrededor semejaban extenderse hasta lo infinito y acrecentaban el sentimiento de soledad. Entonces, acaso por efecto del denso chapoteo del remo al paladear las negras aguas, la sombra recordó, sin saber cómo, que una vez en una vida pasada y ya lejana, vivida hacía tantísimo tiempo y que también databa apenas de un instante, él había sido poeta. Y como si sus manos sostuviesen una lira ideal y su emoción dormida hubiese recibido el mágico beso de un último despertar, la sombra de lo que una vez fuera un hombre y un poeta comenzó a entonar una canción evocadora de sensaciones hacía tanto tiempo perdidas… y hacía tan poco tiempo sentidas.
Cantó sobre el primer amor, el primer beso, la primera ilusión y el primer desencanto. Cantó sobre un ideal tan alto como las estrellas y sobre el reflejo de ese ideal y esas estrellas cristalizado en los lodosos barrizales. Cantó sobre crepúsculos solemnes bajo cuyos fulgores encantados se realizaran solemnes juramentos. Cantó sobre la gran meta, sobre la ambición homérica y sobre la soledad de una búsqueda magnífica y la injuria de un destino burlón. Cantó sobre conquistas en terrenos vírgenes y sobre el fracaso y caída en suelos de agravio. Cantó sobre el esfuerzo, la lucha, la entrega absoluta a una causa noble y sobre la absoluta incomprensión de una casta sometida al innoble afán. Cantó sobre la pasión del hombre inspirado por la magia y los hechizos, parodiado y despreciado siempre por una realidad escéptica y descreída. Cantó todo ello, sí, y cantó mucho más aún. Y el amor era grande en la canción; y el amor era la canción misma siempre; y aun entre las lágrimas, y bajo el peso de un sufrimiento infinito, el amor lo era todo y el amor cantaba a todo hasta que finalmente la barca de Caronte puso proa en la orilla sombría de la que nada se sabe, puesto que de ella nadie vuelve, y la sombra dejó de tañer con dedos hábiles su lira ideal para desaparecer bajo la densa niebla por siempre jamás.
Y cuando Caronte volvió a batir las negras aguas con su largo y pesado remo, antes de que las últimas notas de la canción, que acababa de hender el silencio infinito, se desvaneciesen en sus proverbiales oídos, masculló lo que siempre mascullaba en esa hora sin tiempo del lúgubre trayecto, lo que era su sola filosofía, aquello único que había logrado concluir del hado inefable al que él también se hallaba sometido:
“Y todo para nada”.
Sobre el autor
Ricardo Giráldez nació en 1970 en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Sus relatos han sido seleccionados para integrar diversas antologías, tanto en el ámbito local como en España, Italia, Colombia, México y Estados Unidos. Ha colaborado con diferentes revistas literarias de prestigio. Tiene varios cuentos premiados y una novela de ficción histórica publicada por la editorial española E-ditarx.