Muerte del verano celta

La oscuridad estaba abriendo sus postigones espectrales para poderse expandir por todo el universo boreal; era 31 de octubre y hasta esa aldea perdida en los confines de la tierra, llegaron los brazos de la tiniebla para someterla en penurias y dolor. Era tan difícil vivir sin el sol, sin la claridad, sin el fogoneo de sus rayos, sin la esperanza del mañana, sin la calidez con que lo impregna todo.

Mary, la joven huérfana del poblado, acababa de levantarse para encaminarse hacia la ventanita desvencijada de su habitación y  asomarse entre soñolienta y triste. Qué absurdo querer mirar, si la negrura del más allá, ya la había invadido. Serían largos meses de angustia, soledad, desamparo y frío. Tenía que prepararse, otra vez, para soportar las hordas del inframundo. Caminó hasta la cocina; las maderas crujían lastimosas bajos sus pies; quizás, de viejas; o tal vez, de frío; o sólo por la nostalgia del tiempo pasado; la  añoranza de otra época, cuando la pequeña casa estaba colmada de habitantes: sus abuelos maternos, sus padres y sus tres hermanos. Todos hacían milagros, diariamente, para compartir la morada. Los matrimonios tenían asignada una habitación para cada uno, mientras que los pequeños rotaban el lugar donde pernoctar; a veces, dos dormían en el desván y dos, en la salita sobre discretos sillones hasta que los que estaban en las alturas reclamaban su turno de bajar y se mudaban. Así, repartían el cobijo familiar entre ascensos y descensos.

El desván no ocupaba un lugar deseado en el corazón de los pequeños; decían que allí, el viento soplaba más fuerte y que se les metía entre las sábanas helándoles, primero, los pies hasta no sentirlos; luego, la espalda y finalmente, la cara. Junto con el frío, entraba el recuerdo de las historias celtas, que narraba el abuelo al lado del calor del hogar. La más temida, la de Samhain.

El anciano comentaba que Samhain aparecía la noche del 31 de octubre, anunciando el final del verano, y que los días previos a dicha celebración, los aldeanos recorrían los campos para arrear el ganado hacia las casas; allí,   ubicaban en los graneros a  los ejemplares que deberían procrear en la próxima temporada; los demás eran sacrificados, adobados y cocidos para ser comidos durante el intenso invierno. Por esos días, los pueblerinos hacían sus labores cantando entre dientes canciones tormentosas y tristes, casi incomprensibles. No era fácil despedirse del sol por unos meses y quedar a expensas de la oscuridad, de las garras gélidas del invierno.

A pesar de todo, se preparaban para celebrar la fiesta de Samonios, pues deseaban fervientemente homenajear la muerte del verano porque entraban en una etapa peligrosa, donde las fuerzas ocultas del más allá se apoderaban de todo, para poder reinar libremente. El abuelo les había dicho que  sus padres lo llevaban de pequeño al cementerio durante esas noches, porque se celebraba “la noche de los muertos”, noche de reencuentro con los familiares fallecidos, oportunidad para verse con abuelos, tíos y primos.

Recordaba que sus padres lo guiaban junto con sus hermanos de la mano hasta el fosal, y que allí, se sentaban sobre unas rocas a esperar el desenterramiento. Los días de luna llena, los haces luminosos se dirigían hacia las lápidas y las iluminaban convirtiendo el espectáculo en una tortuosa escena fantasmagórica. Primero, se escuchaba una especie de susurro, como un rodar de piedras, lejano y doliente; a medida que el ruido iba abrazando el lugar con mayor intensidad, se divisaba el desplazamiento de cientos de losetas de las fosas. Como estaban a distintas alturas, cuando las más altas perdían el equilibrio producían un estruendo ensordecedor al caer unas sobre otras, despidiendo un polvo blanquecino que se aferraba a los rostros de los visitantes. Una vez liberadas las fauces de la tierra, emergía otro sonido, más blando y crujiente; eran las tapas de los ataúdes que se abrían, algunas con un chillido lastimero, emanado desde las golas de las bisagras, oxidadas y mohosas por la humedad. Al final, aparecerían ellos, con sus esqueletos a cuesta; algunos asomaban las calaveras; otros, extendían sus brazos y a medida que los familiares los iban reconociendo, se acercaban y le extendían sus manos para ayudarlos a incorporarse; luego, se enredaban en macabros abrazos.

Abuelo decía que la sensación de besar las calaveras húmedas, sucias, a veces con algún colgajo seco de piel que todavía se aferraba al hueso, le provocaba asco, tanto asco y miedo, que solía correr a esconderse detrás de un árbol para vomitar. Pero, ese período de escape duraba muy poco porque enseguida escuchaba la voz ronca de su padre llamándolo.

Entre los muertos había dos que llamaban poderosamente su atención: uno que había sido saponificado, vagaba desnudo y decapitado. El cuerpo de este hombre  había sido hallado por la policía de un vecindario cercano, a la orilla de un camino, debajo de un montículo de tierra. Lo habían desenterrado y llevado a la morgue de la aldea porque en su localidad no disponían de depósitos de cadáveres. A pesar del esmero, de todo el trabajo policial por esclarecer el caso e identificar al muerto; no lo lograron  y ante la ausencia de reclamo del cuerpo cadavérico, terminaron   enterrándolo como NN, en el cementerio local.

La noche de Samhain, el hombre sin cabeza vagaba sin destino, solitario, daba la sensación que estaba esclavizado en su propio enigma. El otro muerto,  era una momia perteneciente a una joven y bella mujer que había fallecido al dar a luz a su primer hijo. Su marido   desesperado, no podía resignarse a su ausencia y recorrió cuanto médico, curandero, mano-santa, que le hubieron recomendado para llevar a cabo la resucitación. A pesar de los diversos intentos, todo fue inútil y, aún así,  se negaba a enterrarla; entonces los amigos le sugirieron realizar sobre el cadáver una momificación natural. Objetivo que logró a través de un experto forense. El viudo  mantuvo a su esposa sentada en una mecedora, en su cuarto, por muchos años, hasta que finalmente, él murió y el hijo los enterró juntos.

Ellos, durante esa noche, caminaban tomados de la mano, unidos en su infinito  amor; ella, mostrando la belleza de la juventud preservada a lo largo del tiempo, y él  blandiendo su esqueleto cubierto con algunas roídas prendas.

Una vez que estaban  todos  reunidos, vivos y muertos – muertos y vivos, salían a recorrer la aldea para recoger los dulces y la comida que habían colocado los lugareños afuera de las casas, para evitar que algún alma maligna penetrase en el hogar.

La nocturnidad estaba arropada de luto, de dolor y de reencuentro; los vivos perdían su temporalidad y por momentos, no sabían si estaban vivos o no. La tiniebla reinante pertenecía al Reino de Don, el dios irlandés de la muerte, ser sombrío y agresivo que sin piedad manejaba el consciente colectivo del pueblo.

Durante la peregrinación, los cánticos se enredaban con los sonidos óseos de mandíbulas atascadas entre cartílagos resecos. El silencio tomaba cuerpo cuando los organizadores principales encendían  inmensas fogatas y todos se sentaban alrededor. Los vivos se alimentaban con la esperanza de poder persuadir al sol para que volviese a aparecer una vez que hubiese cumplido con su período de huida invernal y los muertos, con el deseo de que las sombras  perpetuaran su existencia eterna.

Pasadas unas horas, cuando los fuegos empezaban a languidecer, los aldeanos acompañaban a sus muertos hasta las tumbas, los ayudaban a ingresar y una vez que cada uno se hallaba en su fosa, procedían a cubrirla.

Sobre la autora

Silvia Estela Mangas, escritora y profesora de Castellano y Literatura, nació en la ciudad de Pehuajó, Provincia de Buenos Aires, pero reside, desde su juventud, en la ciudad de La Plata.

Se desempeñó como docente en las Escuelas Normales platenses. Dictó cursos y conferencias en diversos lugares. Publicó: “Aproximación a Pino Cattaneo Di Tirano” y la nouvelle “Huellas Ancestrales”. Sus cuentos y poesías se publicaron en Argentina en las antologías: “Continuidad de las Voces 2012”, “Letters on paper”, “Poetas y Narradores Contemporáneos 2013”, “Nueva Literatura Argentina 2013”. En España: en “Quijotadas” y en “Relats d’amor”.


Fuente de la imagen: Matt Cardy/Getty Images

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