La lluvia, los años, el frío, “algo” me conduce a enfrentarme con mi espejo interior. ¿Espejo? ¿Conciencia? ¿Mente? Si se te ocurre otra denominación, úsala por mí; pues no me voy a detener en ese detalle. Mi conflicto es: ¿Quién soy?
No soy lo que soy; no soy lo que parezco ser y tampoco lo que creen que soy. Un torbellino de pálidos azares me fue moldeando a su antojo desde el mismo momento que fui engendrada.
De circunstancias, dirás tú.
No, de azares. De esas casualidades externas que penetran en la esencia del ser produciendo distintos efectos para distorsionarlo, aún, cuando no eres consciente de que existes. Naces con la reencarnación de los deseos paternos, con sus frustraciones, con sus sueños incumplidos, con sus temores, con su concepto de vida y con el proyecto que pergeñaron para ti.
Allí, van embutidas las conductas sociales, los prejuicios, las normas que debes incorporar para autoproclamarte “un ser civilizado”.
Allí, plasmaron en tu ADN, la historia ancestral que no pediste, de generaciones y generaciones.
Y yo, ¿dónde estoy?
¿Dónde está mi esencia pura?
Si me barnizaron con el poder, la ambición, los ritos, las costumbres desde mi inicio. Por eso, no soy lo que soy; ni lo que quiero ser; tampoco lo que los otros creen que soy.
Veo una imagen que se refleja distorsionada en mi espejo. No me reconozco. Me busco, pero mi vista se pierde en el espacio y no me encuentro. Me esfuerzo por descubrirme y todo se desvanece.
No soy. Soy la nada.
En mi intento de rescatarme de la nada, comienzo a caminar por ese túnel oscuro y compacto de mi interior. Estoy deambulando a ciegas; palpo sus paredes; son rígidas y frías; sigo avanzando con mucha dificultad y a lo lejos diviso un tenue reflejo que me alienta a continuar. Apuro mi andar, el muro se ha convertido en un grueso tabique de vidrio; me acerco y miro a través del cristal. Están mis padres, son jóvenes, ríen, se abrazan. Mamá posa sus manos sobre su vientre. Hablan, pero no los puedo oír; les hago señas; golpeo el vidrio. No me ven.
Me siento mal, confundida; debo salir de esta prisión siniestra; titubeo; lloro, y mientras atravieso mi dolor, camino y entre lágrimas diviso otra ventana. No sé si es una ventana o una pésima jugada a la que me somete mi llanto. Me asomo; hay una niña muy pequeña; está en su cuna blanca; miro la habitación y la reconozco. ¡Es el dormitorio de mis padres! ¿Y quién es la pequeña? Acaso, ¿soy yo? La observo, río, imito el movimiento de sus manitos y de nuevo la oscuridad. La espesa oscuridad.
Estoy agotada; mis piernas se niegan a avanzar; me acurruco como puedo en el piso; la pesadez de mis párpados me obliga a cerrar los ojos. La oscuridad es la misma, hasta que me descubro parada contra una columna, mirando jugar a mis compañeros del jardín infantes; luego, me veo en primer grado y con él, percibo el dolor familiar por la muerte del abuelo, las lágrimas desparramadas por doquier, la carroza fúnebre.
Todo transcurre como en una película en cámara lenta; se asoma mi adolescencia y me estremezco ante el primer beso intenso que captura mis labios; todo mi cuerpo arde y con ese frenesí, gozo. Más allá, está la graduación de maestra, los niños, las prácticas, los miedos, las fatigas. Detrás, mi carrera de profesora, las palabras, las frases, los libros que descubro y me descubren.
Las imágenes adquieren una velocidad impetuosa, y con vertiginosa rapidez pasa el amor, mi casamiento, el nacimiento de mis hijas; quiero detener esos instantes, pero no puedo; se suceden sin descanso; no me dejan disfrutar los momentos vividos; apenas las veo crecer y de pronto, surge un sentimiento tierno, rejuvenecedor, desconocido y placentero; son mis nietos; quiero abrazarlos pero ellos me saludan, ríen y se van. Ellos, también desaparecen.
Me incorporo; no sé si soy yo o mi espectro; avanzo a tientas No sé cuánto tiempo llevo caminando porque lo hago alentada por el presentimiento de arribar al final del túnel.
Mis fuerzas se van diluyendo con el andar y con el fragor de los sentimientos revividos hasta desfallecer. Desconozco cuánto tiempo estuve inconsciente, pero al abrir los ojos, una luz resplandeciente, serena me impulsa a seguirla; me siento su esclava.
Camino y camino. Comienzo a sentirme en paz; siento haber encontrado el camino para salir de la oscuridad. El túnel desaparece y ante mí, aparece una lápida. Leo el nombre.
Es mi nombre.
Sobre la autora
Silvia Estela Mangas, escritora y profesora de Castellano y Literatura, nació en la ciudad de Pehuajó, Provincia de Buenos Aires, pero reside, desde su juventud, en la ciudad de La Plata. Se desempeñó como docente en las Escuelas Normales platenses. Dictó cursos y conferencias en diversos lugares. Publicó: “Aproximación a Pino Cattaneo Di Tirano” y la nouvelle “Huellas Ancestrales”. Sus cuentos y poesías se publicaron en Argentina en las antologías: “Continuidad de las Voces 2012”, “Letters on paper”, “Poetas y Narradores Contemporáneos 2013”, “Nueva Literatura Argentina 2013”. En España: en “Quijotadas” y en “Relats d’amor”.