Makeda, reina de Saba

Makeda se ha despertado de una siesta de espuma de mar. Tiene el cabello revuelto por las olas del ensueño y en sus oídos aún siente rubor de aguas profundas. Baja las plantas hasta las baldosas gélidas del suelo de la alcoba y se estremece al incorporarse: sus pies parecen todavía cubiertos por la arena acuosa del fondo marino y sus músculos no responden al oxígeno del aire, entumecidos a la espera de la libertad de los océanos. Llega hasta el baño y la sacude un hastío aniñado, vigoroso, con vida propia: las órdenes de mamá no se han cumplido y sabe que habrá consecuencias, pero como no pretende corromper el presente con huracanes de futuro, se mira en el espejo y busca a Afrodita, como cada vez. La acaba de ver en la narcosis añil de la siesta y ha vuelto a desaparecer, como cada vez. Indaga en sus pupilas de tinieblas, en el reflejo de su tez morena, pero nada, Afrodita ya no está, como cada vez.

Adís Abeba refulge por encima de los matorrales secos y del verdegal de copas de árbol. Makeda sabe que esa ciudad no es más que un invento y la mira a través de la ventana con la mirada tramposa de los que han aprendido a distinguir algo de luz entre las sombras. Una existencia consagrada a una ventana, a la espera interminable de un hombre, como Penélope. Pero ella no quiere ser Penélope: ella quiere ser Afrodita. Lo recuerda y con el ánimo enloquecido vuelve al espejo del baño y agarra el bote de maquillaje con fuerza de tormenta de verano. Dos dedos en el bote, ahora tres, los que sean necesarios para embadurnarse toda la cara y hacerse mayor. Afrodita no tuvo infancia y por eso ella no quiere la suya, no le sirve. Si por ella fuese, la pondría a la venta en el Merkato de la ciudad entre patatas y berbere, al mejor postor. O se la daría a alguna anciana de esas que siempre andan pesarosas y que envidian su niñez con lamentos inagotables cada vez que la miran. Sí, se la daría a ellas para que se pusieran alegres y la dejaran tranquila de una vez por todas.

Makeda se pasa los tres dedos por la frente, luego por la mejilla izquierda y luego por la derecha. Lo hace con parsimonia, con ese regusto que deja hacer lo que a uno le apetece hacer. Y a ella, claro, lo que le apetece es convertirse en Afrodita y confesar que, de todos sus amores, Ares es el favorito porque es el más valiente y eso le recuerda a papá, a quien esperaba en la ventana. Pensar en él en ese momento le parece un infortunio, con esas tres tildes de maquillaje acentuando su rostro, como si fuera uno de esos indios de las películas americanas, pero le ha brotado en la mente como una cala blanca y ya no hay manera de sacárselo de allí. Papá regresará un día, eso es lo que mamá siempre dice, y entonces todo será como antes. Makeda no sabe si quiere que todo sea o no como antes porque no tiene recuerdos de aquellos entonces. Para ella, no son más que una quimera oceánica, como lo son los sueños.

Utiliza ahora la palma de su mano al completo. Sabe que el resultado de su rostro cubierto de nácar es la razón por la que mamá no permite que la acompañe a comprar, pero esa es una decisión que ya ha tomado. El maquillaje es fresco primero, cuando baña con él sus pómulos, pero su piel es rauda y lo caldea con velocidad de guepardo. Ya está casi lista y toma con la otra mano su foto predilecta, la de esa Afrodita que encontraron en un volcán llamado Milo y que ahora vive en París. Tan lejos. Escudriña su rostro de mármol y siente un escalofrío. Ella siempre vuelve. Se mira en el espejo, comprueba los detalles: Afrodita renace y las entrañas se le agitan por la impresión. No le dura mucho. Un golpe seco acaba con su presente: mamá ha regresado y ella tiene la casa y el rostro sucios. El futuro trae un huracán. Le parece curioso que, aunque ella ya lo sabía, eso no le hace sentir mejor, y entonces vuelve a convencerse de que no existe cosa mejor que el presente.

Mamá entra en la sala primero y Makeda se petrifica. Quiere sentir miedo, pero no lo consigue: así, inmóvil, es más Afrodita que nunca. Más incluso que en sus sueños. Minutos de desconcierto y cavilaciones salvajes resbalan por su cuerpo estático hasta que mamá entra en el baño y da un brinco colérico. No está contenta, pero esto era lo que Makeda ya sabía. La escasez de sorpresas de la vida es lo que le lleva a evadirse entre los nimbos mullidos del Olimpo, pero mamá eso no lo quiere entender.

Con los brazos en jarra y los ojos de vidrio, inicia su rosario de reproches en una regañina infinita que comenzó en algún momento que Makeda ya no recuerda y que terminará en ese futuro al que voltea la cara. Vuelve a recriminar que se ande cubriendo el azabache de su piel con esos polvos. Dice que parece un disfraz de mujer blanca y a Makeda todo esto le parece una bobada: ¿para qué iba a querer ella ser una mujer blanca y nada más, si ella lo que quiere es ser una diosa de mármol? Pero mamá continúa irritada y habla de asuntos que ella no entiende, de cosas que va a decir la gente si la ve convertida en Afrodita. Makeda no sabe de quién habla. Las niñas de la escuela saben que ella se convierte en diosa algunas veces y las ancianas de al lado serán un alborozo de alegrías cuando vaya y les regale su infancia toda entera. No encuentra el problema, por más que lo busca, pero no le gusta ver a mamá así, por lo que guiña el ojo a la Afrodita del espejo y comienza a retirarse el maquillaje.

Cuando el semblante regresa al que le obligan a pensar que es su estado natural, Makeda se encamina hacia la sala, donde mamá la está esperando con la sonrisa lozana de los buenos momentos. Extiende sus brazos largos para que puedan fundirse en uno de esos abrazos que ellas se regalan en todos los ocasos, cuando los rayos del sol se guarecen de la hojarasca tras la ventana. Es su premio por haber superado un día más y Makeda corre a recibirlo. Después de tocar a Afrodita en sus sueños, ese es su momento favorito del día. Mamá siempre huele a rosas de seda y sabe que su aroma acariciará su piel durante toda la noche.

Se separan un momento, pero permanecen sentadas muy juntas, la una al lado de la otra. Mamá quiere contarle un secreto y ella atiende con los ojos tan abiertos como dos lunas. Dice que su nombre esconde un misterio más hermoso que Afrodita y ella duda, pues no hay nada más hermoso, pero escucha con atención porque mamá es más sabia que cualquier otra mujer que haya conocido. Ella es mamá y no hay nadie más así.

Narra que su nombre perteneció millones de atardeceres atrás a una monarca antigua que gobernaba las tierras donde ellas ahora viven: la reina de Saba, una soberana poderosa que se casó con un rey del lejano Jerusalén llamado Salomón, con quien tuvo un hijo que regresó a esas mismas tierras para también reinar en ellas. Makeda tiene nombre de realeza y ella nunca lo había sabido. Se emociona y tiembla en deseos por conocer a esa mujer de Saba en sus próximos sueños, por renacerla. Así lo comparte rauda con mamá, que se pone bien contenta y le asegura que, como para eso no hará falta maquillaje, podrá entonces acompañarla al mercado cuando se convierta en reina, tras las siestas, si así lo quiere.

Makeda no comprende bien el mundo, por lo que asiente y acepta el trato sin rechistar: ser la reina de Saba dentro de la casa y también en el Merkato para que esa gente que tanto preocupa a mamá no se revuelva en enojos.

En silencio, sin embargo, jura por los dioses que Afrodita vivirá en su interior con o sin maquillaje, pues nada tiene que ver para ella el color de su rostro con esparcir la belleza por el mundo y se marcha a la cama envuelta en un sedoso perfume de rosas, como cada vez.

 


Sobre el autor.

Luis López Galán (Talavera de la Reina, España), es un autor que mezcla sus dos pasiones, la literatura y los viajes, en la mayor parte de sus publicaciones. En el pasado, ha publicado una guía de viajes sobre Isla Mauricio, publicada por la Editorial Ecos Travel Books, ha participado en guías de negocios sobre países como Zambia y Rwanda y ha colaborado con artículos en medios como Travel National Geographic, Matador Network o la Revista Buen Viaje. Además, ha publicado una novela corta, ‘Los ojos de Jawara’, que transcurre entre Senegal y Madrid.

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