Quetzalcóatl: El dios de maíz

“Y dijo Caín a su hermano Abel: Salgamos al campo.

Y aconteció que estando ellos en el campo,

Caín se levantó contra su hermano Abel, y lo mató”

(Gén.4:8. RVR. 1960)

 

Pulque le dieron a la serpiente emplumada ¡Qué vergüenza y qué deshonra ver a un dios ebrio! Los timos no son solo para los mortales, dicen algunos historiadores y estudiosos del mito; pero tampoco la envidia, el engaño o las emociones humanas.

En el monte Coatepec, las voces seguían perforando al desventurado Quetzalcóatl: copiosas y estridentes por ratos o como gorjeos de las aves; diluidas entre las sombras de los árboles y, otras, como el ronroneo que dormita estático en el cielo después de un destello. Frecuencias acusadoras nacidas de las propias entrañas inflexibles de nuestro dios cuasi perfecto.

Tiempo atrás, la serpiente emplumada había caído con los huesos más preciados que antes fueran tesoro de su padre. Tuvo la desdicha de pulverizarlos contra el suelo y que esto le costara su propio aliento. “De aquí los verdaderos hombres: del polvo de los huesos y la sangre de mi propio miembro”. Lo trascendente emerge entre el dolor y de la vergüenza del autoflagelo, Quetzalcóatl añade a este pensamiento que el origen del hombre, y para que este se precie de serlo, tendrá como ingredientes sus huesos rotos y, también, su propio sufrimiento.

Tonacatecuhtli lo ve todo con agrado desde la eternidad de su morada. Allá donde nada gravita.  Había estado distante y un tanto escéptico, pero, ahora, el gran señor y padre de la serpiente emplumada, no puede eludir que su hijo, quien había nacido en medio de tan solo un soplido, sea quien esté tomando las riendas al ejecutar sus propios designios. ¡Cuánto se regocija en silencio Tonacatecuhtli! ¡Cuánto de *amor y complacencia siente por su hijo!

Quetzalcóatl sigue en sus propias cavilaciones. Ha garabateado el bien y lo ha ejecutado incesantemente. Nada se le escapa a nuestro príncipe Mesoamericano. Nadie se lo ha pedido entre los dioses, pero tampoco requirió instrucción alguna para ser modelo.

Un día transita, vestido de hormiga negra, hasta el Monte de los Sustentos para traer consigo el maíz multicolor y, al otro, funda la ciudad de Tula.

Héroe y civilizador, guerrero o ¡lucero de la mañana! esas son algunas alabanzas que diariamente recibe a gusto y con el pecho henchido, la serpiente emplumada.

Pero su suerte ya da con el hastío de alguno entre sus 1600 dioses hermanos, sí, uno que piensa que Quetzalcóatl no merece tomar la batuta en todo cuanto se dice o se hace, y quien cree que ya son suficientes elogios tras haber dado muerte a Cipactli. Y  así, su hermano Tezcatlipoca, cegado por el coraje de no ver su pierna —carnada y sacrificio que sirviera para dar caza a esta criatura oceánica mitad cocodrilo y mitad pez—, se dirige ennegrecido a los otros dioses desde el escozor  de sus propias pataletas: “Yo digo que vayamos a darle su cuerpo a ese… a ese… incorruptible y buen dios que se entrega diariamente a las reflexiones y  las buenas acciones, y a la vida espiritual del sacerdocio que hace pregonar como suya, entre todos los hombres”.

La serpiente emplumada recuerda, con su mirada turbia hacia el horizonte, la vez que entre varios dioses le sugirieron hacer sacrificio humano de aquellos que él mismo había moldeado.  Masculla un “No” en su boca. Ahora permite que la abertura de sus labios suelte el enérgico “¡No!”. Todo lo ve vago, delineado a ratos con fuertes trazos dominantes, pero difuso se pierde entre cada zancada hacia su pueblo. Todo es agua revuelta y colorida que escurre podrida a través de sus ojos: una acuarela amarga. ¡Qué vergüenza, Quetzalcóatl, y cuánta deshonra saber a un dios ebrio de pulque y, luego, echado en el lecho amatorio con su propia hermana!

El místico dios, hacía mucho que había descendido a los nueve planos del inframundo. Pero hoy, recuerda la vez que estuvo pidiendo a Mictlantecuhtli los huesos dados por su padre para forjar a esos nuevos hombres: los suyos. Puesto a prueba fue contra cerros vibrantes en el interior de la tierra, corrió aprisa y esquivó las piedras que caían contra su ser, a la vez que rehuyó de enormes fieras que tenían por costumbre alimentarse de corazones vivos.

¡Quetzalcóatl, despierta! ¡Esos huesos son tuyos, vos los pagaste con tu propia vida! Los ecos le arremolinan la caracola de su oreja. Mueve su cabeza buscando una respuesta en alguna parte del cosmos… en el sabor del pulque. “¿Qué querés de mí, Tonacatecuhtli? ¿Y ahora qué hago ante esta deshonra que he perpetrado?”

Apenas ayer, la serpiente emplumada estuvo enferma; pero un hombre de pelo canoso y sonrisa bonachona lo envolvió en sus tretas hasta darle el remedio…

—Tomala, Quetzalcóatl nuestro, y ya verás que te sentirás mejor.

—No, esto es normal que lo padezca, yo ya estoy viejo y endeble.

—Pero andá, bebé y no seás persistente, señor bueno, y ya verás que te sentirás mejor con el beso de la aurora en tu frente.

—Bueno, acepto un trago, noble anciano, pero advertido que con solo una medida tendré más que suficiente.

Y bebió… y bebió… una tras otra medida hasta las cuatro, y su sangre se hizo de pulque, y su ser se hizo pulque amargo y no dulce hasta que sus pies reptaron confundidos de izquierda a derecha, y volvió el vigor; pero con él sendos apetitos que antes no conocía.

“Estoy muy enfermo

por todas partes,

en ninguna parte están

bien mis brazos o mis pies;

bien desmayado está mi cuerpo,

así como que se deshace”.

Quetzalcóatl anduvo el pueblo con su mirada marañosa y pies abatidos. Hizo destrozos en todo lo habido y profirió, entre su raza, palabras injuriosas quebrantando, de este modo, las normas que él mismo había dictado. Cuánto desea, ahora, esconderse de Tula; pero no halla cómo ni dónde… no encuentra razón ni excusa.  No es digno para su pueblo y mucho menos lo es del lugar que ocupa. Llora, la serpiente emplumada, y por sobre la montaña que pisa da su último vistazo. Coatepec lo ve partir. Se echa en su barca y entre las aguas toma rumbo hacia el horizonte justo a la salida del sol. La serpiente emplumada se difumina entre los tonos ambarinos hasta transformarse en la estrella más brillante.

***

—¿Lo creerán, ustedes? —dijo Tezcatlipoca a sus hermanos y con una sonrisa en el rostro—. A Quetzalcóatl lo arruinó su propio corazón.

—¿Nos decís, entonces, que fuiste vos quien se disfrazó de aquel noble anciano a quien todos en el pueblo ahora buscan?

—Sí, mas lo cierto es que mi cántaro no contenía más que agua, ya que el pulque del desenfreno fermentaba en su propio corazón hasta entonces inquebrantable.

—Nadie es tan bueno para siempre.

—Verdaderamente, nadie lo es…


Sobre el autor.

Calú Cruz (Óscar Leonardo Cruz Alvarado). Cuentista y poeta costarricense, nacido en 1987 en la zona de Tuetal Sur de Alajuela. Actualmente reside en San Mateo de Alajuela.

Graduado en Evaluación, Educación de Adultos, Enseñanza del Español, con posgrados en Currúculo y Administración Educativa.

Como gestor cultural ha coordinado el Festival Internacional de Poesía de Orotina, es fundador y coodinador del Certamen Literario Luis Ferrero Acosta y de la Birlocha Literaria en Orotina. Además, fue expositor en el Festival Internacional de Poesía de Granada, Nicaragua.

Ganador del tercer lugar en el Certamen Brunca (2014) en la modalidad de cuento y ganador del Cuento del Mes en la extinta página española Escribeya.com.

Ha publicado tres libros: El eco de los durmientes (2018), La corrosión de los entes (2016) y Cuentos de mamá muerte (2012). Además, fue escritor participante en la Antología Vía 28 del proyecto Voces de la Prosa Nacional (2018).

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