Élafos por Penélope Gamboa Barahona

Acteón se escondió tras un árbol, sacó su cabeza y arrojó la jabalina. El ciervo que sus perros tenían acorralado, un macho de cornamenta fabulosa, profirió un chillido y cayó muerto sobre el césped.

Quirón se acercó a su discípulo, sonriendo alegremente.

―¡Enhorabuena, joven Acteón, ha cazado un animal magnífico!

―Artemisa ha sido benévola conmigo, maestro.

Los perros rodearon el cadáver del ciervo y abrieron sus hocicos salivosos. Acteón los espantó con un grito, se echó el cadáver al hombro y tomó el camino de regreso a Tebas. “Este ciervo no formará parte de los festines de mi padre o de mis perros”, se dijo a sí mismo, “lo ofrendaré a la diosa, de este modo ella verá que no soy ningún desagradecido.”

Aristeo lo reprendió en las afueras del templo.

―Es tiempo de que dejes la caza, hijo mío, me estoy haciendo viejo y muy pronto tendrás que hacerte cargo de este templo en mi lugar. Cambia las flechas por la túnica sacerdotal.

―¡Extrañas palabras salen de tu boca, padre! ¿No fuiste tú uno de los mejores cazadores de Beocia? ¿No fue la abuela Cirene la misma que despreció las artes de su sexo y prefirió dedicarse a pasear por los bosques con su jabalina? La caza está en mi sangre, forma parte de mi linaje y me siento orgulloso de ella.

―No te vanaglories de tu herencia, no sabes cuándo te tocará a ti ser la presa en vez del cazador.

Acteón ignoró las palabras de su padre y se sentó a limpiar su jabalina, tarareando en voz baja una canción antigua. Melampo, el más fiel de sus perros, se echó a sus pies y aulló al ritmo de la tonada.

Al día siguiente, se levantó muy temprano y sacó a los perros de su encierro. En el bosque, la manada persiguió a un jabalí hasta la orilla de un río caudaloso, más allá de la frontera tebana. En ese lugar escuchó risas femeninas y, curioso, movió los arbustos frente a él.

Las risas provenían de un grupo de ninfas que jugaban a echarse agua del río con candidez infantil. Algunas estaban sentadas sobre las rocas de la ribera, otras zambullidas en la corriente y, las más osadas, al otro lado del cauce.

Acteón las observó en silencio, cautivado por la belleza de aquellas criaturas. Su mirada lujuriosa prestó atención a cada detalle de los cuerpos desnudos ante él: los senos, las caderas, los cabellos largos pegados a la espalda. Pero no fue sino hasta que vio al centro del cauce que tembló con deseo y sintió la dureza de su miembro.

Allí, bañándose en el agua de la corriente, estaba una mujer bellísima; más hermosa, incluso, que las ninfas que la acompañaban. Se movía con la agilidad de una amazona, esquivando el vaivén de la corriente y equilibrándose con ayuda de las rocas. En su cabeza tenía un adorno peculiar, una tiara hecha con astas de ciervos.

Acteón vio el adorno y suspiró asombrado. La diosa Artemisa era muy reservada con su desnudez y su cuerpo en general. Poder observarla en la intimidad de su baño matinal, un espectáculo que ni los mismos dioses conocían, era un regalo de Tique que no iba a desaprovechar.

Metió la mano dentro de su túnica y se masturbó hasta el clímax, sin notar la rama seca a un lado de sus pies. Una de las ninfas miró en su dirección al escuchar el crujido y gritó, las demás cubrieron a su señora con sus cuerpos.

Artemisa, al verlo, montó en cólera, ¡qué atrevimiento el de ese mortal mirón! Sus misterios virginales eran suyos y de nadie más, cualquier profanador debía ser castigado de inmediato. Con el ceño fruncido, lo señaló y pronunció al aire unas palabras.

Acteón no entendió nada de lo que la diosa dijo, pero algo en su interior se retorció, tripas saliéndose de su lugar y acomodándose en otras partes de su cuerpo. Completamente aterrorizado, echó a correr y, en medio de su huida, vio cómo sus dos piernas se transformaban en patas de ciervo.

Un dolor punzante en su espalda lo dobló en dos y lo obligó a poner sus manos en el suelo, una posición cuadrúpeda que no correspondía a su condición de hombre. De su frente nacieron dos protuberancias, inicios de astas largas.

Sus intentos desesperados por llamar a Quirón se esfumaron en el aire, todo lo que salió de su boca fue un chillido animal que alertó a sus perros. Melampo lo vio y corrió hacia él con el hocico abierto, el resto de la manada también hizo lo mismo.

Acteón trató de decirles que no era un ciervo verdadero, sino su amo convertido en uno, pero sus palabras entrecortadas se transformaron en balidos. Melampo le clavó los colmillos en el cuello y los otros, en el lomo y las patas. Antes de morir, pidió disculpas a Artemisa por su imprudencia.

Los perros despedazaron al ciervo y, durante horas, buscaron a su amo por todo el bosque. Quirón escuchó los ladridos, se acercó al cadáver del ciervo y reconoció enseguida a su discípulo. Lleno de tristeza, enterró sus restos en un claro y construyó una estatua sobre la tumba para consolar a los afligidos canes.


Sobre la autora

Penélope Gamboa Barahona nació en San José, Costa Rica y es amante de la literatura y el cine. Actualmente estudia Bibliotecología en la Universidad Estatal a Distancia.


Imagen: Diana and Actaeon – Autor desconocido

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