Impresión de las distancias por José Arturo Monroy

A Rosse Cuadra

Gustaba caminar por la avenida, en especial, entre la calle catorce y quince. Despertaba la primavera, su estación preferida, pues las jacarandas siempre estaban en flor: púrpuras caricias que ornamentan los cielos y endulzan todos los caminos. Gustaba, sobre todo, pasar sobre la calle quince, cuidando siempre de pisar las baldosas. Cuando el tiempo no tiraba de su corbata, subía al Parque Gómez Carrillo a tomar el café matutino y conciliar sus penas y preocupaciones con el Príncipe de los cronistas[1].

Una mañana, de camino al trabajo y con una hora extra en el bolsillo, decidió llevar el conteo de las baldosas que pisaba día a día en ese tramo al que le tenía tanto afán. Andaba, como un niño con zapatos nuevos, viendo hacia abajo mientras contaba las baldosas cuando uno de los cálices purpúreos cayó danzando con peculiar elegancia frente a su rostro. Alzó entonces la mirada y toda la avenida comenzó a perderse a la distancia en una suerte de perspectiva fragmentada.

El sendero, anteriormente derecho, dejaba ver ahora una ligera inclinación ascendente que se iba pronunciando más y más. El errante, sin embargo, no bajó ya la mirada. Continuó caminando. De cuando en cuando, volteaba a ver, pero no por mucho tiempo. La realidad era ahora lo que se quedaba a la distancia. El camino continuaba empinándose y la acera, que hasta entonces acompañaba sus pasos, comenzó a desaparecer bajo sus pies. Encontró sumamente extraño el hecho de que no sentía terror… ni siquiera miedo, sino todo lo contrario, lo invadía un sentimiento de familiaridad.

Lo que hace poco era una avenida pavimentada, era ahora una suerte de baldosas dispersas que daban a la nada: un espacio negro, en apariencia infinito, que se extendía frente a él; un espacio vasto, frío, silencioso e intermitentemente iluminado por nebulosas que cambiaban de azul a naranja, de verde a escarlata, de gris a rosado. Conforme más se adentraba, las estrellas se hacían más evidentes. Algunas, como faros distantes, se apagan y encendían, llegando a lastimar sus ojos al contacto directo con el fulgor; otras, como hadas juguetonas, serpenteaban por la bóveda y orbitaban alrededor de su cuerpo para perderse después en el oscuro e inexistente horizonte.

Volteó a ver su muñeca y el reloj, que mecánicamente se ponía todas las mañanas, era un algo ajeno a su imaginario. Tal concepto resultaba difuso e irreconocible en su mente. Cuando reparó en ello, este comenzó a desbaratarse y a deshacerse hasta las cenizas. No sintió miedo, solo extrañeza, porque todo le resultaba familiar. Volteó a ver su mano derecha, la que siempre cargaba el maletín, y lo desconoció también… se hizo polvo cuando intentó apretar con mayor firmeza el mango. Al tener sus manos libres, tanteó su cabello. Antes, estaba recortado a la manera clásica, mas ahora portaba una melena vigorosa y desordenada, sintió en esta un olor ocre, a humo. Vio sus manos después de examinar su cabeza ¡y se habían tornado más finas!, más blancas, ligeras. Un nuevo peso se anunciaba en sus muñecas y vio cómo, lentamente, se materializaron unos brazaletes metálicos. Sintió una fuerte presión en el pecho, su corazón latía como un caballo desbocado e intentó aflojar la corbata. Cuando arrastró el nudo hasta la mitad, se tornó en una serpiente y estuvo a punto de entrar en pánico cuando notó que estaba muerta, degollada. La soltó y cayó al vació. No se hizo ceniza, ni polvo, solo se quedó allí, flotando a la deriva del espacio. Sus pies nunca cesaron de andar.

¿Qué ocurría? Su mente intentaba dar con la respuesta, ¡sabía que la tenía!, pero se estaba escondiendo entre la borrasca de la confusión. Volteó a ver el camino andado y la lumbre de la realidad era solo un punto parpadeante en la lejanía. Al ver que los significantes poco o nada respondían, intentó penetrar en el significado de lo que estaba ocurriendo y se hizo la luz. La bóveda oscura comenzó a agrietarse, un estruendo horrible se apoderó del espacio y comenzó a temblar. Todo cuanto sus ojos percibían se quebró, emitiendo un grito como el del cristal que impacta con el suelo.


Cada fragmento que se venía abajo era una pieza del tiempo. En cada una de estas piezas, el hombre, su civilización y los sucesos que componen la Historia estaba albergado en ellas. El fuego, las huellas de Altamira, el número, las ciencias y las artes, las hazañas homéricas, el Partenón, las enseñanzas de Sócrates, Platón, las esculturas de Praxíteles, Roma y su ascenso y caída, el Gran Jaguar, las Catedrales, la Peste, ¡la Inquisición!, el exilio de Dante, el Renacimiento, Notre-Dâme, las revoluciones, el vapor, el reloj, la corbata, las reformas, la Independencia de América, la Primera Guerra, la Teoría de la relatividad, la Segunda Guerra, la disputa del alma, los Beatles, Vietnam, hasta el Parque Gómez Carrillo… todo, todo aquello que la mente de usted, lector, pueda colocar en cada uno de estos lienzos, y que figura un momento clave, una vida ilustre dentro del curso de la Historia –oficial y no oficial–, caía ahora como las piezas que son devueltas por una tosca mano a la caja de un viejo rompecabez

Con la vista al frente, continuó caminando. Caminó mientras todo aquello que alguna vez creyó conocer, y hasta disfrutar, se desplomaba a sus espaldas.

Otro punto de lumbre se hizo presente en su camino. Estaba lejano, pero no aceleró el paso. Mientras más cerca estaba de la luz, más familiar era todo… iba comprendiendo. Alcanzó el portal: ese enorme círculo dorado y palpitante; escuchó una voz, percibió un incienso y… suspiró. Antes de entregarse a las áureas fauces, volteó una vez más. «Todo está claro» murmuró para sí, y prosiguió.

—¿Qué quiere decir eso? ¿Qué quiso decir Apolo? —le preguntó un joven de blonda cabellera y pálido semblante, mientras dejaba a un lado su escudo, a la pitonisa que intentaba recuperar el aliento.

[1] Enrique Gómez Carrillo (Guatemala 1873 – París 1927). Célebre prosista guatemalteco al que se le nombró “el Príncipe de los cronistas” gracias a sus múltiples impresiones de viajes: textos en los cuales se aprecia un notable trabajo poético de corte modernista. Entre la quince y catorce calle, sobre la sexta avenida del Centro Histórico de la Ciudad de Guatemala, se encuentra el Parque Gómez Carrillo, y en el parque, un busto de mármol en honor al cosmopolita y bohemio más recordado de la nación.


Sobre el autor

José Arturo Monroy (Guatemala, 1995) Humanista y escritor. Miembro del Atheneo de América y cofundador del Taller de Poesía Castalia. Desde temprana edad siente inclinación por las artes gracias a la dirección de su abuelo Oscar Cajas (pintor guatemalteco), quien lo guio en sus primeros tanteos líricos. Estudió Bachillerato en Diseño Gráfico en la Escuela de Ingeniería y Arquitectura Guatemala, Guitarra Clásica en el Conservatorio Nacional de Música Germán Alcántara y el Profesorado en Lengua y Literatura en la Universidad de San Carlos de Guatemala. Actualmente cursa la Licenciatura en Letras.

Sus poemarios Exposición a corazón abierto (2018)y Sueño de amor interrumpido (2019) fueron premiados por la Editorial Universitaria y por la Facultad de Humanidades de la Universidad de San Carlos de Guatemala. En noviembre de 2020 el Atheneo de América publicó su primer poemario: Clara Luz.


Imagen: Alexander Consulting the Oracle of Apollo – Louis-Jean-François Lagrenée

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