Una mordida en el lado izquierdo del abdomen, heridas en ambas extremidades superiores, un grito ahogado, la palidez y la parálisis por la mirada sanguinolenta.
En la altura de un edificio ondea la Señera. La herida profunda, la carne destajada en pequeñas lonjas se palpa. El ardor le saca lágrimas, el habla atragantada, la callejuela de adoquines grises bañados por la lluvia horas antes del anochecer.
Oye unas pisadas, pero sigue sin poder gritar. Los parpados le pesan. La cabeza le comienza a doler. Se acomoda apoyando la espalda en una pared. Ya no sangra. Eso le da algo de esperanza.
Tiene las yemas de los dedos cubiertos por pintitas rojas. No sabe en qué momento fue atacado. Unos ojos rojos carmesí y la baba oceánica brotando entre los colmillos es lo primero que recuerda. En la mano izquierda todavía tiene el gollete de una botella de cerveza de un litro Estrella Damm. No siente las piernas; se mueve otra vez con la fuerza de sus brazos y el impulso de sus palmas. Más dolor. Busca el gollete que rodó unos centímetros, cerca de la rodilla de su pierna derecha.
Escucha la voz de una pareja en una calle más abajo. Cree oír las campanadas de la iglesia del pueblo. Ni siquiera sabe por qué, en su última noche en Cataluña, decidió viajar a ese lugar.
La sien rasguñada ya no le sangraba. Lanzó un grito, pero como respuesta tuvo la de un viejo en el segundo piso de una masía al fondo de la callejuela. Odia el acento ibérico y más rabia le da que le griten gilipolla. Presiona con más fuerza el gollete cuando siente que algo lo acecha en la oscuridad. El animal cojea y gime. Se pregunta si fue el perro que pateó de regreso del bar. No tiene ninguna certeza ahora.
Recuerda a sus padres y la voz de la madre le resuena deseándole un buen viaje. Ahora, no sabe si regresará. Cierra los ojos y luego parpadea un par de veces para mantenerse consciente. El diafragma se hincha con su respiración profunda, el corazón vuelve a latir con más fuerza. Escucha el gemido del animal que se mantiene distante. Un pitido en sus oídos. Ya no resiste despierto. «Mozos de Escuadra, ¡dónde mierda están cuando se necesitan!», se pregunta entre murmullos, hasta quedar con la cabeza colgando y las manos tendidas con las palmas hacia arriba.
Con la sensación agradable de una lamida, otra y otra, su sangre abandona el cuerpo sin dolor, apenas tiene unos espasmos. El animal no se inmuta. Cojea un poco, pero ahora sin gemir, lame la sien, tibia y suculenta. La bestia, sumisa al alimentarse, drena todo lo que puede antes de irse. La sangre alrededor de la herida del abdomen está coagulando. Borrones. No opone resistencia. El peso de una de las patas del animal está sobre él. Apenas puede abrir los ojos. Otra vez los ojos, la respiración agitada. El gollete está cerca de un tarro de basura. Se limpia las manos en la camisa con la poca fuerza que le queda, pero los brazos vuelven a caer en la posición anterior.
Más tarde amanece y una vieja grita pidiendo auxilio; él no es capaz de responder. Se acercan varias personas que lo rodean y lo ven pálido, tan pálido que creen que es un espectro. Alza la cabeza. La gente ve que tiene los ojos rojos. La vieja grita y hace una cruz con la mano a la vez que lanza una sarta de frases en catalán indicando que él tiene la maldición y ahora sabrá cuando le llegará la muerte a cada ser que lo rodee. Un hombre le dice que es conjuntivitis y otra mujer le responde que la piel blanca se debe a la pérdida de sangre. La vieja niega con la cabeza y repite la letanía sobre el destino maldito. Si él pudiera responder, le daría la razón, pero la voz no le sale, ni siquiera un exiguo sonido con su nombre.
Sobre el autor
Sebastián Roberto Novajas nació en Chile. Es escritor y abogado con diplomado en Escritura Creativa por la Universidad Diego Portales. Es fundador y editor de Revistamontaje.cl Fue seleccionado en la antología del VIII Concurso Internacional Inspiraciones Nocturnas de microrrelatos de Diversidad literaria en España.