Cuento argentino: La semilla de la vida eterna por Aldo Vicente Favero

Romualdo ingresa anhelante a la choza de Abed, el gran brujo de las selvas oscuras de Cashiriari, anciano maestro de los machingengas, tribu de nativos del bajo Urumbamba. Viene a pedir la bendición del viejo gurú para acometer su marcha hacia las altas cumbres en búsca de su utópico mineral.

El anciano Abed es un hombre pequeño, de una tez tan arrugada que apenas se puede distinguir un par de ojos brillantes como el fuego. Cubre su enjuto cuerpo con una manta ceñida por un lazo a su cintura. Lleva en su cuello una cadena donde cuelga una brillante piedra que acaricia continuamente con su mano, mientras con la otra retiene una vara de caña que lo mantiene en pie. Sus palabras son lentas, por momentos se detiene, cierra los ojos y parece dormitar.

Romualdo de Andrade es un geólogo brasileño, desacreditado en la comunidad científica por un desafortunado accidente que lo hizo renegar de su profesión. Ahora dedica su vida a una quimera, una fantasía que lo desvela, una fábula que en su desvarío considera posible.

En sus constantes tareas de exploración sísmica conoció a Abed, el brujo mayor de Cashiriari, pequeño poblado de la amazonia peruana, quien, en una de las tantas noches que Romualdo debía pernoctar cercano a esa comunidad de nativos, le habló de Huiracocha, el hacedor del mundo, el creador del cielo y la tierra, el dios del sol y las tormentas.

Le dijo que Huiracocha, cuando creó la tierra debió deshacerse de los gigantes que habían nacido sin cerebro y los convirtió en piedras, y de esas piedras creo a los hombres, y que otras piedras más pequeñas, las semillas, de todos los colores y brillantez se esparcieron por el mundo creando todas plantas. Pero hay una de ellas que está en una caverna, custodiada por un león de dientes de oro y ojos de fuego, que vive entre las cañas del bambú rojo, que le dan vida y lo protegen. Esa semilla es más valiosa que el diamante más puro y da, a quien lo posea, la vida eterna.

Romualdo descree de la fábula, pero sabe que las creencias de esas comunidades nativas hablan, sin saberlo, del fierovio. Ese ignoto elemento que falta en las tablas periódicas y que tiene un poder desconocido. De hallarlo, el descubrimiento sería enorme, substancial para la ciencia, y su nombre volvería a ser considerado en la sociedad académica. Así lograría su venganza contra todos aquellos que lo menospreciaron, que utilizaron ese infortunio para descalificarlo.

El brujo le ha comentado que quienes conocen el lugar son las grandes bestias, y que ellas mantienen su secreto lejos de los hombres. Abed le ha dicho que muchos de sus más notables guerreros han intentado la proeza de encontrarla, pero que nunca volvieron.  También le enseñó que, cuando Huiracocha creó el mundo, lo hizo en el centro del pongo de Mainique, y que éste y su entorno son el centro espiritual de su mundo y el origen de su existencia; el puente que traslada las almas desde la tierra al cielo.

Allí habita Itínkami, el espíritu que da la vida. Le dijo que de allí nació el agua, que al crecer sobre la Pachamama con la ayuda de las semillas esparcidas, concibió a las plantas, los árboles, las flores, las frutas y las hierbas. Sin ellas no habría vida, sin bosque no habría agua y sin agua no tendrá lugar el  tránsito de almas, será el fin.

Romualdo cree que, aprovechando la crecida anual, podrá seguir los pasos de las grandes bestias, que sabe se reúnen en manada para llegar a los altos de Sagiakiato. En la cumbre de esa escarpada se encuentran los bosques de bambú rojo, lugar donde jamás ha llegado el hombre. Supone que allí se encuentra el fabuloso león y su preciado botín.

A requerimiento de Romualdo, el gran gurú le da su bendición regando su cabeza con el agua del sol, un aguardiente de flores autóctonas que son, según sus creencias, las lágrimas derramadas por Tocapo y Imahmana, los hijos del gran creador, antes de hacerse agua en el lejano mar.

El rio Alto Urubamba en esta época es un torrente de aguas turbulentas. Con las lluvias de invierno en el alta amazonia, los ríos y sus afluentes, arroyos y riachos, comienzan a crecer violentamente y los animales huyen hacia las partes más altas. Sabe de la peligrosidad de la ambiciosa búsqueda de su mítico mineral. Que su arriesgada aventura es una profanación al mundo natural, que deberá luchar contra la vegetación que cubre las altas cumbres evitando, desde hace milenios, con su impenetrable fronda, la intromisión humana al recinto sagrado de la semilla de la vida.

Luego de varias horas de extenuante trayecto logra ascender a una elevación desde la cual divisa las cumbres. Son varios los guacamayos y machines negros que entre la fronda huyen de la tormenta. También ve a un par de monos ucumaris intentando protegerse, trepando a un enorme árbol mecido por la intensa ventisca que acompaña al temporal. Varios carpinchos rojos escapan de sus madrigueras hacia zonas más altas. Romualdo los sigue, cree que el instinto de esos animales lo llevará por el camino seguro. El trayecto es cenagoso, por momentos sus pies se hunden en el enmarañado telar que trenza la maleza.

Rastros de una fiera de gran porte lo incitan a seguir sus pisadas. Sabe del poco tiempo que tiene para encontrar el lugar donde estima habita el fantástico animal con su tesoro. La lluvia intenta borrar las huellas, pero él continua en su afán. La marcha es lenta y la noche está ganando espacio. La frondosa maraña de arbustos y matas rastreras tapizan el suelo confundiendo sus pasos.

Sus lentos pasos invaden torpemente exuberantes floraciones de brillantes orquídeas blancas, que agitadas por la ventisca mezclan sus tallos con los verdes helechos sobre el camino hacia las alturas. La lluvia intenta borrar las huellas, pero él continua en su marcha alucinante desbrozando con sus manos heridas la fronda. La lluvia, tenaz, azota sin piedad su cuerpo lacerado.

Ya de noche, de tanto en tanto, la luna tímida se muestra en los pequeños resquicios que las negras copas de los árboles abren piadosas. Continúa su marcha casi a ciegas intentando atravesar un frondoso bosque de bambú rojo que le impide el paso. Lucha con el ramaje y el telar de lianas que se entretejen impidiendo su paso, hasta que una pequeña oquedad entre el follaje le permite observar un lugar que, exento de grandes plantas, se muestra a su paso. En el centro de esa pequeña área hay una enorme piedra que brilla bajo el aguacero. Romualdo se acerca temeroso, da unos pasos hasta que una brusca hondonada, oculta por la densa vegetación que cubre el suelo, lo atrapa y resbala impotente hacia la oscuridad.

 Romualdo, hundido en la pestilente fosa, siente que un pegajoso entorno lo rodea. Hojarasca pútrida y raíces retorcidas lo atrapan y le impiden moverse. Siente un fuerte dolor en su espalda. Trata de hacer pie, pero resbala, sus movimientos son torpes, sus pies luchan por encontrar un sustento firme para poder erguirse. Hundido hasta las caderas en el húmedo y hediondo tremedal, mira hacia donde cree haber conseguido afirmarse, y allí lo ve. Una pequeña piedra, brillante como el sol, ilumina el fondo del socavón.    

Su corazón palpita de emoción. Sabe de su imprudencia, pero se arriesga. Se vuelve hacia ella y trata de tomarla en sus manos. Remueve las espesas brozas que tapizan el fondo y descubre otros brillantes guijarros que lo enceguecen. Toma varios en sus manos y los oprime codicioso contra su pecho. Una sucia raíz desciende desde la boca de la sima como invitándolo a subir.

Guarda algunas piedras en los bolsillos de su abrigo e intenta ascender. Aferrándose al raigón trata de trepar. Sus pies no tienen sustento, sus manos resbalan en la musgosa cepa y siente en cada movimiento como una fuerte puñalada se incrusta en su espinazo. Con mucho esfuerzo sube lentamente hacia la boca del hoyo, esbozado apenas por los destellos que iluminan el borrascoso cielo.

Continúa trepando, el dolor en su cuerpo es atroz, cree desfallecer por el esfuerzo. La salida esta próxima, siente en su cara el latigazo de la lluvia y lo anima en continuar. Cierra los ojos, tratando de tomar un resuello, colgado de la fiel raíz que tambaleante aún lo sustenta. En ese instante escucha un gruñido opaco que lo estremece. Un enorme puma, erguido al borde de la cueva, lo observa acechante.  Siente el aliento ardiente del animal. En sus ojos, enceguecidos de furia, ve el brillo de la muerte. La fiera abre la negra boca mostrando sus brillantes colmillos dorados. El fuego que emiten sus enardecidos ojos lo ciega. Romualdo se siente sucumbir, sus crispadas manos no lo sostienen y cae nuevamente al fondo de la fosa.

Pasan las horas, los días, los años. La vida en la selva sigue inexorable su eterno y efímero curso de reproducción y muerte. Las lluvias de invierno vuelven a repetir su ciclo. El agua, indiferente, continúa su incesante derrotero a los grandes ríos que la llevan hacia el mar. Las plantas continúan con su misión de permitir el tránsito de las almas, de continuar la vida.

En una choza de las selvas oscuras de Cashiriari, un anciano brujo, el Villka Uma de los machiguengas, acariciado la brillante piedra que cuelga de su cuello, sigue hablando de su dios Huiracocha, creador del cielo y la tierra, señor del sol y las tormentas.

En los altos de Segiakiato un puma, una onca parda, protegida por el frondoso bosque de bambú rojo, continúa su pertinaz vigilia mirando al cielo, en búsqueda de la luz que da vida a sus ojos de fuego. En el fondo del oscuro lodazal de barro y fronda hay un triste hombre, con su espinazo roto, sufriendo el dolor que lo atormenta e inhalando el vaho irrespirable de una vegetación pútrida.

Invadido por los insectos que flotan en miríadas en el húmedo vapor, sueña, rodeado por las piedras de su codiciado mineral, su pesadilla de horror: el delirio insoportable de saberse eterno.

Sobre el autor

Aldo Vicente Favero. Siendo ingeniero petrolero, ha podido recorrer el mundo, visitar lugares tan disímiles como la inhóspita sabana sahariana, la profunda selva amazónica o la hermosa planicie patagónica. Ha recorrido Asia, África y casi toda América, y conocido otras gentes, sus costumbres, sus anécdotas, sus creencias, su forma de mirar la vida.

Hoy, ya retirado, ocupa sus días llevando al papel algunos relatos acerca de sus vicisitudes y experiencias en esos remotos confines, con gente tan extraña e interesante. Esa práctica se instaló en él, se hizo carne y lo insta en continuar escribiendo con retazos de imaginación, que traduzco en cuentos y poemas, muchos de los cuales han sido premiados en distintos concursos literarios.

Un comentario Agrega el tuyo

  1. Grisel Cano dice:

    Muy interesante relato

    Me gusta

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