Cuento costarricense: Quieta por Penélope Gamboa Barahona

No puedo moverme, tengo los pies hundidos en la tierra y los brazos en alto, con los dedos cubiertos de hojas. No puedo moverme, pero lo observo todo desde donde estoy, me he hecho tan alta que mi vista alcanza a ver lo que hay más allá del río que cruza frente a mí. Esta tarde un pájaro se posó en uno de mis brazos y cantó antes de alzar el vuelo otra vez, son momentos como ese los que me hacen agradecer estar aquí, tan quieta como una estatua.

Quizás les sorprenda, pero no siempre he tenido la forma que ahora tengo. Hace muchísimo tiempo fui una ninfa de este mismo bosque, pasaba mis días bañándome en el río de mi padre, un dios de las aguas, o correteando por los claros en compañía de otras ninfas. Era feliz viviendo de esa manera, nunca se me ocurrió aventurarme más allá de los dominios conocidos ni acercarme a los sátiros de Dioniso, que con frecuencia rondaban por aquí.

Ahora que lo pienso, yo era una ninfa muy extraña, jamás sentí la fascinación que mis compañeras sentían por esas criaturas tan vigorosas, tan pícaras. Muchas de ellas cayeron rendidas bajo sus encantos y los buscaban al caer la noche. Tengo que confesar que muchas veces fui testigo de esos encuentros, de la pasión con que se revolcaban sobre el césped, pero dichas escenas no provocaron nada en mí más que la curiosidad por algo que nunca antes había visto.

Y así pasaba mis días hasta que ese hombre apareció. Sí, lo recuerdo muy bien, estaba acostada bajo un árbol cuando vi su figura con el rabillo del ojo, observándome. Me levanté de un salto y lo miré, un hombre de una belleza extraordinaria y tan brillante como el sol. Al instante, caí en cuenta que no era humano ni tampoco un sátiro, aquella belleza solo podía pertenecerle a un dios olímpico.

El hombre se presentó, acercándose al árbol. Dijo que era Apolo, hijo del padre de los dioses, y que se había presentado ante mí para decirme que me amaba, que me había visto corretear por el bosque y se había enamorado de mí a primera vista. Sus palabras apasionadas no me conmovieron, las escuché con el mismo desinterés con que había escuchado las palabras de otros sátiros.

Apolo se acercó más hacia mí y me rogó que correspondiera a su amor. Lo rechacé de inmediato, no estaba interesada en ser la amante de un dios ni de ninguna otra criatura, lo único que quería era seguir viviendo con mi padre y con mis amigas. Pensé que alguien como él no tendría ningún problema en aceptarlo y conseguirse otra amante, ¡cuán equivocada estaba!

Mi rechazo lo enfureció tanto que sus bellas facciones se transformaron en muecas espantosas. Aprisionándome contra el tronco del árbol, me gritó que cómo me atrevía yo, una simple ninfa, a rechazarlo a él, el hijo de Zeus. Mirándolo a los ojos, le repliqué que incluso la ninfa más simple tenía voluntad propia y el derecho de rechazar al dios más omnipotente. Mis palabras aumentaron su ira, ya de por sí desproporcionada.

Muerta de miedo, me escabullí de ahí y corrí hacia el interior del bosque. Apolo me persiguió, maldiciéndome y jurando que sería suya. Empecé a llorar y por mi mente pasó el rostro de Casandra, condenada a que nadie creyese sus profecías. ¿Me pasaría a mí lo mismo que a ella? ¿Apolo me condenaría por haber rechazado sus avances? ¿Todo por un “no”?

Llegué a la orilla del río y me detuve entre temblores, la fuerza de la corriente no podía ayudarme a escapar de un dios obsesionado con poder sobre la naturaleza, ni tampoco esconderme hasta que su locura mermara. Durante un momento pensé en acabar con mi vida, pero no tuve el valor de hacerlo.

Desesperada, levanté los brazos al cielo y pedí ayuda a la única persona que podía salvarme de esa situación tan desgraciada, mi padre.

Entonces, mis pies se hundieron en la tierra, muy dentro. Mis brazos se convirtieron en ramas gruesas y los dedos de mis manos en hojas puntiagudas. Mi torso, con todo y la túnica, se volvió de un tono marrón.

Apolo jamás me atrapó, antes de que sus manos rodearan mi cuerpo desaparecí bajo una capa de corteza. Mi padre escuchó mis súplicas y me convirtió en algo que él nunca podría poseer. Ya no deseo volver a ser una ninfa, me gusta esto de ser un árbol. El tiempo pasa y mis hojas se caen en invierno, pero yo sigo aquí, quieta como una estatua y también libre del acoso de cualquier dios.

Sobre la autora

Penélope Gamboa Barahona nació en San José, Costa Rica, lugar donde reside actualmente. Es estudiante de la carrera de Bibliotecología en la Universidad Estatal a Distancia y amante de la literatura y el cine de terror, así como también de la fantasía. Dos de sus relatos han sido publicados en Revista Virtual Quimera (Costa Rica) y en Cósmica Fanzine (México).

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