No te quiero. Te quiero mucho, poquito y nada, te quiero…
Los pétalos de una margarita, robada a mi vecina, caen al suelo y los recoge mi miedo. ¿Me querrán?
Observo el jardín. Busco una puerta secreta sin encontrarla, mientras el sol refuerza el color de las flores y cientos de insectos pululan por todas partes. Algo que no puedo explicar me incomoda, me intriga. Me quedo mirando una clara nube y, distraída, percibo cómo el lazo de Daisy se agranda hasta convertirse en una mariposa violácea que se posa en mi pelo sedoso. Ese pelo que mamá peina cada mañana, desde mi niñez, y ahora yo cuido con esmero. Un misterio se pasea por mi incertidumbre.
Nunca me gustó mi nombre de pila. Ni a mí, ni al Padre Lázaro. Según cuenta mi madrina Nena, el sacerdote exige que a los recién nacidos se les designe un apelativo castizo. Un nombre —o varios— representados en el padrón celestial por vírgenes y santos, “como Dios manda”. Así que papá, siempre de buen humor, y para no discutir más con un hombre de iglesia, me duplica el nombre e incluye Margarita al lado del discutible Daisy.
—Daisy Margarita, lo que se da no se quita.
Mamá me escoge el Daisy por la novia del pato Donald, para que crezca bonita, coqueta e inteligente y, de pequeña, me viste con una cinta rosa sobre mi cabeza. Papá acepta la idea pensando en la canción Daisy Bell, esa que canta el computador HAL 9000 —en la película 2001 Odisea del Espacio— cuando se trastorna.
Mami me llena de juguetes de la famosa Súper Daisy y papi me regala, para mi cumpleaños, la melodía robótica. Antes de dormir acostumbro escucharla por un oído, y luego por el otro, hasta conciliar el sueño.
—Daisy Margarita, si te lo quita se vuelve cuita.
El día que a la abuela Victoria le regalan un ramo de margaritas para su aniversario —siempre ha sido su flor preferida— tía Nena toma una para mí y yo, en lugar de darle las gracias, arranco con los versos de Rubén Darío, enseñados por ella.
Margarita está linda la mar,
y el viento,
lleva esencia sutil de azahar;
yo siento
en el alma una alondra cantar:
tu acento.
Margarita, te voy a contar
un cuento…
Esa noche, como todas, me leen una historia. Ya mayor, la lectura es para mí el mejor viaje, y la mejor forma de matar el insomnio. El camino de las letras se convierte en nave, esta se expande hasta las nubes y de ahí es fácil pasar a un cielo imaginario, el séptimo, donde todo es posible. Los libros y la música se enlazan con las imágenes juguetonas, y a veces trágicas, de mi adolescencia.
Cuando me enamoro de Sergio Dalma, el cantante español que me roba la tranquilidad, me siento feliz de que me describa como soy: una muchacha que sueña con ser feliz, correr y bailar; que disfruta de la gente, los colores, el viento y las estrellas; que ama y quiere ser amada eternamente.
“Y corramos por las calles y bailemos con la gente
porque ella quiere alegría, porque ella odia el rencor
y con cubos de pintura pintaremos las paredes
casas, calles y palacios, porque ella ama el color
…porque Margarita es buena, porque Margarita es bella…
Porque Margarita es todo y ella es mi locura”
¿Seré realmente su amor y su locura?
Un muchacho del barrio me trata de conquistar y como no lo acepto, empieza a tararear, con el afán de molestarme, La Margarita dijo No. Le duele mi negativa y se consuela reproduciendo las palabras del cantante andaluz Alejandro Sáenz.
¿Él y yo tendremos distintos sueños y por eso no me gusta? —pienso.
Imagino a Ale con binoculares, subido en la montaña, observando el mar. Ese mar templado, mágico, capaz de revolcarme en la arena, mecerme con las olas y enseñarme el valor de la vida. Agua a piel, sin tecnología intermediaria. Durante unas semanas fragmentos de la tonada se agolpan en mi mente y, desde ese entonces, me acostumbro a deshojar margaritas y fantasías.
Bajo la lluvia y bajo el sol
la Margarita dijo no…
Él quiso acariciar la luna
ella ser rosa y amapola
Y esperando visitas
deshojé margaritas
Pasaron los años y ella se marchitó
deshojando fantasías
el niño se hizo mayor
No han vuelto a verse en la vida
La margarita dijo no…
¿Llegaré a marchitarme y caerán mis pétalos al vacío, sin que nadie los recoja?
En las vacaciones de diciembre, consigo un trabajo en la relojería el señor Miller quien me llama Margarita, la rebelde. Dice que soy como Margaret, la hermana de la Reina Isabel de Inglaterra. Luego se ríe y evoca al romántico personaje de la novela de Alejandro Dumas y termina haciéndome escuchar La Traviata de Verdi, con otra Margherita que muere de amor.
No quiero ser Marguerite, la Dama de las Camelias y sucumbir de pena. Quiero ser yo, metamorfosis imparable hasta que el tiempo acabe.
¿Seré energía cósmica, simbiosis, amalgama?
Soy Margarita, la isla venezolana, la Perla del Sur, bella como esas preciadas esferas nacaradas que se forman en las conchas marinas. Soy Margarita y regalo mi nombre de bautizo a esa mezcla de tequila con limón y sal, que le encanta al abuelo Felipe. Comparto mi nombre con un curioso asteroide escondido en las profundidades del cielo; con la flor sol de rayos armónicos; con un pequeño caracol nácar, el pajarito uruguayo pica—buey, y aquel traslúcido mineral de la Sierra del Guadarrama, de frágil apariencia.
Te quiero mucho, Margarita caracol, pájaro de alas perfectas, piedra preciosa, isla, asteroide inalcanzable. En mí, mujer, prevalece la flor y quizás la pluma, lo sé. Bonita, fresca, suave, sencilla, con aroma a ilusión, con sensación de plenitud efímera.
Margarita, te quiero mucho, poquito y nada ¿Me quieren?
¿Podrán amarme sin corona real, ni libros para despertar deseos y romances?
Sonrío con la picardía de papá. Luego, dramática, siento cómo me transforman en collar, soy abandonada en una lejana isla o me usan para emborrachar. Percibo cómo me expulsan del universo y arrancan mis pétalos, plumas, o concha protectora. Transparente, comprendo la forma en que me quiebran y se llevan mi esperanza. Duele.
Margarita, Margot, Maggie, Márgara, Meg, Marga…Daisy.
¿Soy? ¿Somos?
La gente de la calle me empieza a mirar raro. En el bus, un niño señala con el dedo índice hacia donde estoy sentada y, otra niña, un poco menor, me pregunta por qué llevo un sombrero de pétalos. En el reflejo de la ventana creo percibir unos extraños reflejos de distintas tonalidades: blancos, amarillos, lilas, rojizos. Ya en mi cuarto, frente al espejo, todo me resulta normal.
Daisy Margarita ¿los reflejos significan?
—Quien le robe el cabello a Daisy Margarita se volverá…
¿Me quieren? ¿Me quiero?
En el baño, en la sopa, volando por el aire, en el cepillo del tocador, las hojas flor, la mayor parte blancuzcos o amarillentos, empiezan a parecer reales.
—Escuchame Daisy, tenés que tomar algo para la caída del cabello, antes de que te quedes calva. Estoy cansada de andar detrás de tu pelo para que no caiga en la comida, se pegue a la ropa o me haga sentir que vivimos en una casa sucia y descuidada.
Te quiero, me querés. ¿Nos querremos?
La melena se acorta. Los pétalos sustituyen el pelo y se resisten al peine, a la cola de caballo, a la media cola, a bailar sueltos al son del aire. La mañana que se me ocurre usar una pinza, para perfilar las cejas, en lugar de cada vello nace una flor. Bueno, brota una hojilla, suave, tersa, preciosa.
La pinza me persigue obsesiva, se agiganta, se multiplica y, cómplice de la cera y el láser, intentan acabar con el pelaje de todo mi cuerpo. Los vellos de la piel desaparecen. Poco a poco y, de acuerdo con la luz del alba o del atardecer, mi piel cambia de color. La suavidad de las hojillas minúsculas invitan a acariciarme.
¿Me querrán?
Papá me compra vitamina E y me lleva al médico para que me mande algún tratamiento. Mami le reza a la Virgen de los Milagros y a todos los santos pero, irremediablemente para ella, me voy quedando lampiña.
Los pétalos parecen transformarse en resplandecientes plumas. No quiero más exámenes, ni tratamientos, batas blancas o verdes, caras enmascaradas antes de perder la conciencia. No quiero tomar nada más. Me rebelo con gestos, ya casi no tengo fuerzas para luchar, para buscar oasis y espejismos.
El tío gruñón —al que siempre le he parecido una hija única mimada y sin esperanzas de crecer derecha— regaña a mis padres y afirma que darme tanta atención y cariño “es como darle margaritas a los cerdos”. Lo repite y suelta la carcajada, antes de ver la reacción. La abuela de las margaritas, cada vez que puede me consigue una. Nena, descubre las maravillas del plumaje, la sinuosidad de mis pétalos y alivia mis dolores evitando que se ericen o retuerzan… Que se confabulen con mis huesos.
Los pétalos—pluma viven, murmuran, entonan las canciones que más me gustan. Susurran alucinaciones y suspiran alados.
Mis padres me observan compungidos, tristes, con cara de frustración o impotencia. Se niegan a tocarme, a rozar mi cuerpo sedoso, ligero, sutil, delicado, como si temieran hacerme daño. Se miran sin cruzar palabras. Mami me rodea de peluches de Daisy, papi me cuenta la anécdota de la canción Daisy Bell y la bicicleta para dos…
La movida melodía del puertorriquense Wilkins, parece cobrar para mí, un nuevo sentido.
De repente su mano sentí
a su casa yo entré y allí entendí
Margarita, que tú siempre has sido mía
que eras tú mi compañía desde otra vida lo sé.
Margarita, hoy que estás en agonía
sé que es nuestra muchachita …
Mis sensaciones y sentimientos se entremezclan confusos, a veces anónimos. Mi memoria se fragmenta resquebrajada por la inseguridad. Mamá trata de apagar la música, papá la detiene con un movimiento de cabeza que corta el aire. Ella se siente herida con esa palabra contundente. Él, cierra los párpados y, con su enorme margarita blanca apenas posada en su regazo, solloza aturdido. Las plumas-pétalo se alargan al compás del ritmo para iniciar el ritual del vuelo…
Me siento mustia, lánguida, decaída, como si me fuera a marchitar, a fundirme con el polvo primaveral, a desvanecer en la bruma del silencio. La letra de la canción de Alejandro Sáez pesa como una vieja maldición:
Pasaron los años y ella se marchitó
deshojando fantasías…
Años, días, horas, de una segunda década que apenas inicia. Los dedos se alargan alucinados por la magia del momento. Se extienden, lánguidos, hasta tocar con la punta el futuro perdido, el amor trunco, un viaje más en autobús. Otro con cristales brujos que reflejen distintos atisbos, indicios, síntomas.
Ya sin fuerzas, mis pétalos empiezan a caer, primorosos, leves, formando un gran tapiz sobre la cama, la madera del piso, el tocador. Plumas pétalo minúsculas, remontan, vuelan, se cuelan en las rendijas, se meten en el baño, salen por la puerta del pasillo y, las que logran escaparse por la ventana, danzan con las hojas del otoño y cubren el jardín de blanco, como esa nieve lejana de los cuentos.
Cierro los ojos y el final de la canción del puertorriqueño, resuena como un eco cada vez más tenue…
En el cuarto surgió confusión,
todo el mundo lloró y fue feliz
mi muchachita.
Me voy desnudando con la ligereza de la bruma, la suavidad de los soplos, la intensidad de la belleza que se impregna en la memoria. Siento cómo se desprenden los últimos pétalos, plumas en vuelo.
Te quiero, no te quiero. Te quiero Margarita Daisy. Me quiero…
Sobre la autora
María Pérez Yglesias, Catedrática jubilada, Dra. en Comunicación y Semiótica (Bélgica), Decana de Posgrado y Vicerrectora de Acción Social de la UCR (96-2012), escribe columnas en La Nación y La Extra (catorce años) y le han publicado más de un centenar de artículos y libros académicos. Entre sus publicaciones, además de seis libros de la serie de Mapy, se cuentan:
Las fronteras de la luna y el sol (novela, 2008)
Boleros nos volvemos tango (novela, 2008)
Silencio, el mundo tiene el ala rota (novela, 2010)
Cerro pelón, lágrimas de barro (novela, 2013)
Te voy a recordar. Relatos de ciencia ficción (coautora) (cuentos, 2015)
Anclas sin poema (cuento, 2015)
Cuenta con más de veinte libros inéditos, es directiva de la ACE, participa en talleres del Grupo Literario Poiesis y Noche de Letras; además, es conductora de radio en los programas de Radio Universidad Compartiendo la palabra y En primera persona.