Cuento mexicano: Somos manglar, no playa por Eduardo Omar Honey Escandón

Cuando el clima cambió, el verano perenne subió mucho más allá de lo conocido. Tanto el trópico de Cáncer como el de Capricornio parieron dos nuevos paralelos para limitar lo tórrido: 45 grados norte y sur. De Wisconsin al Mar de Tasmania las selvas fueron invocadas mientras los imperios de cemento se sofocaron en el sudor de su polvo gris y sus lágrimas de cristal desmadejado.

Las tormentas no tuvieron estación, volviéndose inauditas y sorpresivas. Viejas ciudades costeras se ahogaron. Sus restos yacen en fondos marinos donde sus corales y cnidarias son su corona mortuoria.

Entre los esqueletos de hormigón y metal de una de esas ciudades vive la tribu de los Valarsh. Las antiguas y antiguos cuentan, alrededor de los canales entre los rotos gigantes de metal y vidrio, de cómo fue la emigración de los antepasados. De la escasez de alimentos y agua que se daba en esas enormes colectividades, tan inmensas que los niñas y niños que los rodean sólo entienden cuando señalan los granos de arena en la cercana playa.

      —M’alam, siendo tantos como los granos, ¿que hacían ante el oleaje del tempo? —pregunta Araim, la niña de ojos dorados y piel más oscura—. Si no tienen a qué aferrarse las olas se los llevarían. O sólo habría algunos que se irían y retornarían con el flujo, con los demás encima de otros para no ser arrastrados.

      —Así era, valarshin —contesta la aludida empleando el cariñoso diminutivo que se le da a las niñas avezadas, que quizás se vuelvan sabias en el futuro—. Todos se pretendían diferentes, únicos como puede ser un grano ante otro pero, en realidad, eran el mismo grano, ser y sentir. Cuando las mareas de sucesos iban y venían, era un revolcadero donde sólo los del fondo rebrotaban a la superficie, pero en el siguiente periodo el ciclo se repetía: superficie baja, fondo sube. La playa, a la distancia, siempre sería la misma aunque las olas, como amantes del tiempo, se la llevarían al mundo del fondo donde sería olvidada.

      —Nosotros no somos así, ¿verdad? —volvió a cuestionar Araim.

      —No, valarshin. Estamos enraizados y así los oleajes del tiempo no nos pueden llevar. Aunque envejezcamos como estas estructuras, nuestros pies están bien asentados —M’alam señala a la vegetación abajo—.

 Quizás todo esto se vaya igual que los lugares de donde los antepasados vinieron. Pero lo de allá abajo nos nutrirá y conducirá. Seremos selva y no playa. ¿Comprendes, Araim?

      La niña, al ser llamada por su nombre, pega un leve brinco y contesta de inmediato:

      —¡Si! Los manglares son los pies del mundo, lo sostienen y lo cuidan.

      La antigua casi suelta una carcajada ante la ocurrencia de la niña, pero se le cruza un pensamiento: “tiene bastante razón. En la era del calor donde las aguas han ascendido, los manglares se entretejen por todas las costas del sur al norte.

      —Araim: eres toda una valarshin y quizás, algún día, serás la antigua más joven.

M’alam abraza a la niña, luego se sientan a ver cómo la eterna Luna asciende desde el manglar y las aguas.

Sobre el autor

Eduardo Omar Honey Escandón (México, 1969). Ing. en sistemas. Publica constantemente en plaquettes, revistas físicas, virtuales e internet. Textos suyos fueron primer o segundo lugar como finalistas. Ha sido seleccionado para participar en diversas antologías. Imparte talleres de escritura para la Tertulia de Ciencia Ficción de la CDMX. Pertenece a la generación 2020-2022 de Soconusco Emergente. Prepara su primera novela.

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