— Lo sé porque he visto a muchos como tú. Todos sois iguales. Así es vuestra vida. También los otros venían a jugar a la Spacca, también se escapaban de noche para venir a nuestras fiestas; también hablaban con los genios y cantaban con el viento; también pasaban aquí, con nosotros, días felices. Al cabo del tiempo volvían alguna primavera queriendo reanudar su antigua vida. Pero algo no funcionaba ya. Como si el bosque fuese diferente. Entendámonos: los árboles eran iguales; idéntico su tamaño, idénticas sus ramas y daban la misma sombra. Sin embargo, no nos entendíamos ya.
Dino Buzzati, Il segreto del Bosco Vecchio (1935).
La infancia es uno de los caminos que más rápidamente dejamos atrás para sumergirnos en medio de la historia, cuyo rastro es apenas perceptible una vez que soltamos sus amarras para entrar al mundo adulto. Se supone que debe ser una de las épocas más felices de nuestra vida, libre de responsabilidades, llena de juego, vínculos afectivos y descubrimientos a cada vistazo. Y, aunque esto no se cumpla a cabalidad, suele ser nuestro espacio de dominio, el reflejo perfecto de la libertad, también de algunas inhibiciones y de la curiosidad sincera. En ella encontramos nuestra versión animal más transparente. En sus dominios se da nuestro primer acercamiento al mundo y al entorno que exploramos como Mowgli hiciera, nos adentramos al bosque que nació muchos años antes de que existieran las palabras para designar los nombres de sus criaturas.
Vayamos pues al bosque de la infancia. El entrecruzamiento de estos dos conceptos, bosque e infancia, nos da pie para conversar sobre una doble lectura. Para tal efecto veamos cómo ambos, en tanto que lugares de la memoria, comparten su esencia.
Cuando pensamos en un bosque o en cualquier otro espacio, la imagen mental que nos llega depende de nuestro estado de ánimo, del clima e incluso de la hora del día en que se piense. Su forma se ve tan afectada por factores externos y subjetivos como el efecto que tiene la dedalera (también llamada campana de hadas, no casualmente) si no la cortamos en las primeras horas de la tarde. Toda impresión y sensación varía dependiendo de nuestras circunstancias. Tanto podemos viajar al apacible Walden como al nostálgico Bosque de los cien acres de Milne o a las oscuras y atemorizantes arboledas de los Grimm. Diría Cirlot en su Diccionario de símbolos “Su complejidad, como la de otros símbolos, redunda en los diversos planos de significado” (1979, p. 102).
Pero, sea lo que sea que imaginemos, nos encontramos ante una forma magnífica de la naturaleza, un conglomerado de vida, vacío y plenitud ante la configuración del estado natural de las cosas, del caos y el orden en perfecta armonía. La sacralidad del espacio no es determinada ni fija, hay una dualidad en constante cambio, la naturaleza benéfica y bondadosa, o la enigmática y desconocida. Su figura nos antecede y existe bajo sus propios principios y reglas. Al internarnos en ella nos convertimos en cómplices, testigos y víctimas de sus incógnitas. En sus tramos existen criaturas vacilantes que viven en medio del juego y la muerte, como aquel fauno laberíntico que por medio de sus hadas agrilladas nos llama hacia el destino manifiesto, o las anjanas, xanas y hadas que cambian niños humanos por los propios, o bien la Skogrå que nos guía hacia lo profundo de sus dominios, siempre y cuando no logremos ver su parte posterior, cuya forma es un tronco hueco.
Los bosques literarios que recorremos en nuestra infancia
A pesar de entrar en el bosque, nunca vamos a poder estar en compleción con su esencia, la verdadera, no obstante podemos utilizarlo como puente. En muchas historias, encontrar el bosque significa encontrar una especie de portal hacia un mundo que no conocemos del todo. Uno de los primeros ejemplos que encontramos en este sentido proviene de uno de los padres fundadores de la fantasía en términos modernos, William Morris, quien nos lleva al Bosque más allá del mundo (1892). C. S. Lewis, por su parte, parte de la idea de Morris y nos ubica en un espacio idílico atemporal donde confluyen todos los mundos, poéticamente nos introduce en una especie de interverso, donde el aire se mueve más lento y las penas se reducen: “Si alguien le hubiera preguntado: «¿de dónde has venido?», él habría contestado: «Yo siempre he estado aquí». Así era la sensación que producía ese lugar” (Lewis, s.f., p. 16).
Así como el jardín es la figura de la perfección simbólica, del descanso eterno y la belleza armónica, la imagen del bosque se alza como metáfora de la paz y la calma, como la sombra perfecta y el céfiro cálido que conducen a la obnubilación. La niñez vive aquí sus mejores momentos, vive en El viento en los sauces (Kenneth Grahame, 1908), en El bosque animado (Wenceslao Fernandez, 1943), en El sendero en el bosque (Adalbert Stiftert, 1845), e incluso en El Bosque de los cien acres donde habitan los animales amigos de Christopher Robin.
Al igual que en los recuerdos de la niñez, cruda y directa en su forma más habitual, encontramos en la ficción otros ejemplos donde el bosque continúa siendo amigo a la vez que nos muestra con franqueza y lucidez la realidad. Tanto los cuentos de hadas de Perrault (1697) como los de los hermanos Grimm (1857) evidencian una especie de diálogo con el mundo adulto y no fantástico. Sus letras remiten a temas escabrosos, aún para los mayores, a miedos primitivos y cuestiones naturales como la muerte. Lo mismo sucede con la escritora Seanan McGuire y la serie Wayward Children (2016 – En emisión), cuyos personajes infantiles atraviesan portales de toda naturaleza para no poder reintegrarse a la vida de su mundo original.
A este espacio oscuro se pueden seguir añadiendo autores y autoras que se preocupan porque las infancias sepan distinguir el mal en el mundo, un buen ejemplo de ello es Brian Jacques y la saga Redwall (1986 – 2011), quien brinda uno de los mejores ejemplos de la crudeza en un estado natural. Gracias a su pluma conocemos a los animales, sus preocupaciones, lo que es vivir en el bosque, sus implicaciones morales y filosóficas. En último lugar, se puede mencionar La Colina de Watership (Richard Adams, 1972) donde la vida para estos animales es tan difícil como en la realidad adulta, siendo de hecho una alegoría de ella.
El verdadero e imprevisible viaje al bosque viejo
Se supone que los seres humanos marcamos el tiempo gracias a experiencias significativas, a la cantidad de tiempo transcurrida entre una y otra. A esto debemos la percepción de que el tiempo fluye más rápido en la adultez, porque cada vez tenemos menos experiencias que agregar y el tiempo se contrae, mientras que en la niñez la aceleración es constante, todos los días hay novedades, el tiempo fluye con cadencia.
Resulta extremadamente difícil, de no ser por un vínculo especial con alguno de nuestros sentidos, que recordemos con exactitud el momento en que conocimos algo por primera vez, como le sucede a Anton Ego en Ratatouille, no obstante, parece cada vez más necesario intentar hacerlo, dada la hiperaceleración con la que construimos nuestra personalidad y todas las deficiencias que contrae la poca reflexión sobre ello.
Esta es la razón por la que nos detendremos un momento.
Abrimos el portal
Hacer una pausa en la vida puede ser necesario para resolver muchos problemas, ya sea para tener una perspectiva diferente de las cosas, para descansar en sí o para reevaluar las circunstancias y los actos. Esta es una estrategia ante la vertiginosidad, elemento al que cada vez es más común acostumbrarse a la fuerza, también ante otras muchas vicisitudes que se nos puedan ocurrir.
Así lo hayas visto o no, desde que comenzaste esta lectura te habrás acercado tal vez a tu propio bosque de la infancia. Vayamos más adentro.
Si realizamos a plenitud el ejercicio de recordar, podrìamos acceder a lo que nuestra memoria identifica como la primera vez que comimos un postre, que subimos a un árbol, que caminamos por la orilla del mar, que sacamos la punta a un lápiz, que comimos una fruta desconocida, que hicimos nuestro primer amigo o amiga, la primera vez que jugamos bajo la lluvia, la película que moldeó nuestra personalidad… Todo ello conduce hacia una vía sin retorno, porque no volvemos a ser los mismos después de ver nuestro reflejo a la luz de quiénes éramos de pequeños, de lo que hacíamos, de lo que nos gustaba y nos motivaba.
Tal vez rememorar con detalle sea difícil, tal vez nos lleve a cosas que no sabíamos que estaban en los parajes del bosque. Hay tanto por ver. La naturaleza dual, bondadosa e impredecible se nos presenta, nos movemos por zonas inexploradas desde hace mucho, volvemos a ver las cosas bellas con ojos nuevos, la simpleza con que existe el mundo, nuestras fragilidades expuestas a ras de piel, las emociones abriéndose como botones de flor, sensibles como cuando nos dejábamos ser.
El viaje sin retorno al bosque viejo
Dino Buzzati realizó el mejor recorrido por un bosque literario (y de la infancia) que cualquiera pudo haber hecho en El secreto del bosque viejo (1935), catalogada como muchas otras obras aquí propuestas como literatura infantil. Esta categoría le hace tanta justicia que simplemente la dejaremos así, no obstante, como en otros muchos casos, no quiere decir que solo deba ser leída por este público, es más, es una obra que debería ser obligatoria para cualquier persona que quiera crecer a partir de su verdadera esencia, su niño interior.
El secreto del bosque viejo es ser una construcción mítica donde no sabemos qué pertenece o no a la realidad. Es un bosque que tiene vida, tanta como vitalidad tienen los niños y que al mismo tiempo nos da perspectiva sobre lo que significa crecer y dejar de ver las cosas como ellos ¿Qué significa crecer? ¿Qué dejamos de lado cuando lo hacemos?
Los adultos ven las cosas definitivamente diferente de como hacen los niños, sin añadir más de la historia que lo necesario, el bosque viejo, antiguo, entra en contacto de forma diferente según seamos pequeños o adultos, no obstante él permanece. El secreto del bosque viejo nos hace reflexionar sobre aquello que olvidamos, o creímos olvidar, sobre aquello que ocultamos tan profundo que desconocemos ahora. El bosque es la infancia, en su esencia, caótica y bondadosa, desprendida y egocéntrica, el secreto que se guarda incluso para los niños, ya que no siéndolo no conocemos la naturaleza de nuestro ser hasta que, a la luz de la distancia, nos damos cuenta de todo lo que fuimos, todo lo que hicimos, todo lo que nos motivaba e iluminaba, bienes que, como adultos, se dice que ya no podemos volver a tener.
Como fue mencionado anteriormente, muchos de los libros aquí propuestos son catalogados como literatura infantil, precisamente porque son el primer acercamiento de los infantes a la lectura, no obstante, esto no debe detener al público adulto a tener contacto con ellos, todo lo contrario, cada vez es más necesario.
Como adultos de nuestra generación, cada vez es más necesario volver a conectar con aquello que dejamos perdido, volver a nuestro bosque, volver a los libros que nos enseñaron los valores que ahora desconocemos, significarnos en lo que detiene al mundo de ser un lugar mejor, volver a nuestra inocencia, sentir a corazón pleno, con vista curiosa y desprendida, es necesario convertirnos en cómplices los unos de los otros tratando de descifrar los enigmas del mundo, apreciando cada amanecer como lo que es, una oportunidad más para descubrir.
El bosque viejo, nuestro propio bosque, todos esos años abandonados por la memoria, los árboles cargados de experiencias, olvidados por el tiempo, diría Buzzati, existen, pero no los escuchamos, estamos desvinculados por el ajetreo, son inexplorados por inapetencia, por descuido. El bosque viejo, ese bosque de años cargados al hombro, sigue estando ahí.
Como dijo Úrsula K. Le Guin, gran exploradora de estos sitios, “Todos tenemos bosques en nuestras mentes. Bosques inexplorados, interminables. Cada uno de nosotros se pierde en el bosque, todas las noches, solo” (p. 181).
Volvamos a esos dominios que señala la autora, pero esta vez conscientes, exploremos como antes, seamos niños de nuevo, quizás temerosos de las sombras que podamos encontrar, pero busquemos la felicidad que no sabíamos que existía, o en su caso, hagamos una nueva con esos ojos curiosos llenos de sensación y libertad. Emprendamos un viaje sin retorno al bosque viejo.
Bibliografía
Cirlot, J. (1979) Diccionario de símbolos. Editorial Labor.
Lewis. (s.f.) El sobrino del mago. Recuperado de: https://bit.ly/3K2HDEH
Le Guin, U.K. (2017) The Wind’s Twelve Quarters. Short Stories. Harper Perennial.
Sobre el autor
Carlos A. Guzmán Z (Gani) nació en San José, Costa Rica. Es escritor, investigador y editor de ficciones especulativas e imaginativas (Ciencia Ficción, Fantasía, Terror y afines). También es investigador de mitología y religión, especialmente de las tradiciones celta y nórdica. Pertenece formalmente a la Asociación de Literatura de Ciencia Ficción y Literatura Fantástica Chilena desde el 2020. Se encuentra desarrollando un proyecto de literatura especulativa y de la imaginación que parte de Costa Rica hacia Latinoamérica. Ha publicado en espacios digitales como Revista Paréntesis (Costa Rica) y La Nave Invisible (España). Tiene formación en Filología Clásica y Física por parte de la Universidad de Costa Rica y Guion Audiovisual gracias al proyecto DeleFoco.
Fabuloso ensayo. Me encanta la metáfora del bosque como sitio denso de nuestra memoria lleno de la esencia de nuestra niñez.
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