¡Todo había pasado tan rápido! Apenas un año atrás había conocido en un congreso de literatura latinoamericana en México a esa colega argentina, especialista como él en la obra de Leopoldo Lugones, sólo que ella lo estudiaba desde dentro, desde lo conocido y sentido, mientras que en su caso, el de Justino Miranda, lo hacía desde la extranjería, desde la distancia. A diferencia de la mujer, no se enfrentaba a un héroe nacional sino a un caso literario. Por su parte, ella, Elia Mandoki, se asombraba por el amplio interés de Justino en la literatura argentina, pues no se trataba sólo de Lugones, ya que estaban también presentes en el gusto de su colega centroamericano el consabido culto a Borges que imperaba en el medio académico, así como el gusto por el Cortázar cuentista y, menos, por Sábato, que quizá resultaba muy pesado para esos tiempos posmodernos, contrarios a su existencialismo démodé. Últimamente florecían también algunos estudiosos de Ricardo Piglia o de César Aira. Pero de todos estos nombres, el fervor más alto de Justino estaba repartido entre Borges y Lugones, según se lo había confesado a ella mientras tomaban un cafecito amargo, entre dos mesas redondas del congreso mexicano.
Lo distinto de su encuentro era que Elia, contrario a las costumbres críticas, también tenía un interés parcial, no tanto en la literatura costarricense como un todo, de la que él provenía —y de la que ella casi nada sabía—, sino en el caso particular de un escritor de ese país, Max Jiménez, quien había muerto en Buenos Aires en 1947. No se suicidó como Lugones, pero parece que se dejó morir en la depresión alcohólica, sin haber cumplido ni cincuenta años. Nacido en 1900, rico y talentoso, estudió poco y viajó mucho, conoció a Picasso en París, se dedicó a la pintura y a la escultura, también a las letras, con un curioso criollismo de vanguardia que le dio cierto renombre tanto en su lugar natal como en otros países. El caso es que Elia sabía de Max Jiménez, pero necesitaba leerlo más, por lo que solicitó a Justino el favor de conseguirle algunos títulos, con buena suerte para ella, pues a su regreso, en una de sus acostumbradas visitas a las librerías de viejo de San José, creo que en El Erial o en El Libro Azul, logró conseguir un ejemplar, no impecable, pero sí en buen estado, de las obras completas de Max publicadas por la UACA a principios de los años ochenta. Justino lo envió de San José a Buenos Aires. La mujer quedó muy agradecida. Ahora podría hacerse una mejor idea del misterioso amigo de su papá por medio de su literatura.
En reciprocidad, seis meses después le llegó una invitación de ella para participar en otro congreso, esta vez en el propio Buenos Aires, y en el que podría abordar cualquier tópico de alguno de sus escritores argentinos preferidos. Le pagaban el pasaje de avión. Por supuesto que iré, pensó Justino, haría una ponencia sobre la elocuencia del silencio en Borges (si escribía sobre Holmberg, que también le gustaba, no tendría mucho público), hizo el trámite administrativo en su universidad para ir al evento académico y ausentarse dos semanas, una para el congreso y otra para conocer la ciudad literaria, esa misteriosa Buenos Aires que había surgido de las páginas de sus autores, leídos a lo largo de muchos años, y que ahora podría contrastar con la Buenos Aires realmente existente.
Así fue. Tomó su avión en el aeropuerto Juan Santamaría y llegó a la ciudad porteña en una época más bien de calor. Se hospedó en un hotel de la calle Corrientes, no muy caro en ese momento, pues la crisis argentina favorecía en el tipo de cambio al dólar y no al peso, por lo que el país resultaba barato al extranjero dolarizado. El viaje del aeropuerto al hotel se había dado sin contratiempos. Le gustó la habitación, aunque tenía algo de anticuada, como que hacía años no se remodelaba el mobiliario. Limpieza impecable, eso sí. Salió del hotel y se puso a caminar a lo largo de la calle en dirección al Obelisco, y luego caminó en dirección contraria, desde la otra acera, para ver el trayecto andado en retrospectiva.
Durante la primera semana en la gran ciudad, el congreso y el trato con sus colegas le sirvieron para comenzar a tomarle confianza, a no temer tanto a perderse, máxime cuando se está dotado de un buen mapa y se puede preguntar en el camino. Elia Mandoki lo paseó un poco, sobre todo fueron a cafés y librerías, vieron el apartamento de Borges en Maipú 994 desde la acera de enfrente, e incluso hasta le consiguió un plano con una “ruta de Borges”, con la lista de sitios por visitar (donde vivió, donde trabajó, donde sucede “El Aleph”) por si después quería completar el peregrinaje literario. Y sí, Justino fue a algunos de estos lugares, tomó café en la confitería “La Perla del Once”, donde Macedonio Fernández tenía su tertulia décadas atrás y a la que asistió Borges en varias ocasiones. Era el mismo lugar, pero el moblaje se había modernizado. Justino compró en una tienda cercana que vendía artículos para turistas una pequeña figura de Borges, que estaba junto a otras de Menem, Maradona y Perón. Había también Evitas, Fideles Castros, Hugos Chávez y claro, Chés, muchos Chés Guevaras. También compró una figurilla de Freud, para regalarla a su psicoanalista.
Pasado el congreso, Justino se alejó del grupo académico, Elia incluida, quien, aunque simpática, era absorbente e impositiva. Justino la recordaba en ese momento post-congreso con cariño pues, en su última conversación, antes de que ella volviera a Rosario, donde vivía, le había hecho un regalo muy especial: una vieja nota manuscrita de Max Jiménez a su difunto padre, ya amarillenta, en que le agradecía un favor recibido, y un pequeño objeto. Max le había obsequiado al padre de Elia una pequeña figurilla arqueológica que siempre cargaba a manera de amuleto desde que la hallara: una cabecita de piedra policromada que representaba un jaguar de rara belleza, y que él mismo había encontrado en una huaca de la isla de Chira, en el golfo de Nicoya, durante un paseo que hizo en 1935, según aclaraba en la breve carta. Cuando su padre murió, Elia encontró entre sus papeles la nota y la cabecita de jaguar, que, al parecer, nunca salió del sobre donde la guardara su dador, quién sabe por qué, tal vez miedo supersticioso del señor Mandoki ante un fragmento prehispánico. Después ella, intrigada, averiguó sobre el corresponsal desconocido de Costa Rica y supo así de Max Jiménez, quien vivió sus últimos días en una casa que el viejo Mandoki le alquilaba. Por internet ella investigó sobre la pasada actividad artística y literaria de Max y buscó sus libros, con poco éxito.
Justino guardó la pequeña cabeza de jaguar en su bolsillo y metió la carta de Jiménez en un libro, para que no se arrugara. Quiso quedarse a solas en Buenos Aires en esa semana que le restaba, recorrer a pie y despacio sus calles y barrios, la biblioteca nacional, parques, cafés, como hacen tantos de los personajes porteños por él leídos; restaurantes, librerías… zapaterías. Esto último no podía faltar en el gusto de Justino, atento, pese a sus muchos libros, al buen vestir, incluido el buen calzar. Y en esto Buenos Aires le ofrecía un paraíso de zapatos, por su variedad y calidad. “Ver zapatos”, como decía él, le servía para calmarse, igual que leer. Esto no significaba comprar los zapatos siempre, aunque fueran muy bonitos, sino sólo a veces, volverse exigente, y sólo aquellos zapatos que superaran el alto umbral de su gusto entrenado serían adquiridos por él y puestos en sus exigentes pies.
Consiguió en sus paseos por librerías títulos de escritores argentinos viejos, del XIX, como Holmberg y Juana Manuela Gorriti; además, una destartalada novela de Macedonio Fernández y, de 1956, un ejemplar de El prestidigitador de Bonifacio Lastra. Estas adquisiciones librescas no lo hicieron olvidar su propósito de adquirir un libro de inéditos de Lugones sobre esoterismo, en el que había sido muy ducho, tanto en las formulaciones espíritas como teosóficas que conoció de joven, como en las tradicionalistas y católicas de vejez. Tenía una dirección en la calle Rivadavia conseguida en internet y hacia allá se dirigió.
El edificio de los años cincuenta que indicaba su dirección le pareció venido a menos, poco cuidado y, cuando llegó al segundo piso, buscó el número. Había otros negocios en el lugar, de abogados, de contadores, un consultorio homeopático, otro donde leían el tarot, pero había también locales vacíos. La atmósfera del edificio era más bien tétrica, nada floreciente. Un gato pasó presuroso por un corredor. Tocó una vez a la puerta. Nada. Una segunda vez. Oyó unos pasos aunque, más que oírlos, los percibió, como una vibración que se transmitiera por el suelo, que venía de dentro, del otro lado de la puerta. Un joven moreno abrió la puerta. Justino saludó e indagó. El joven nada sabía y lo llevó con su jefe, un hombre gordo que se encontraba sentado en una esquina del amplio cuarto, en un escritorio, entre torres de libros y papeles, cual Ganesha porteño. Se observaban también varias pilas de libros de colores diferentes, algunos ya están empaquetados. Justino observó no solo la gordura del hombre sino sobre todo su gran cabellera blanca. La miró con cierta envidia, pues él, con varios años menos, casi no tenía pelo. El gordo tendría unos cincuenta años. Le preguntó por los libros de Lugones y él contestó que esos libros estaban por ahora detenidos: no hay plata para publicar. Entiende, cosas de la crisis económica. Tras una pausa:
—¡Grande que fue Lugones! —exhala con su vozarrón el gordo melenudo, no como ese señoritingo de Borges de quien ahora todos hablan tanto, concluye.
Sin saber muy bien por qué, Justino asiente con el gordo al respecto, quien dice llamarse Paco. Le responde que a él le gustan los dos, aunque reconoce que Borges carece del sentido trágico de Lugones; es más fino cuando piensa, menos pasional. Esto será bueno o malo según cada quien. Los posmodernos dicen que es algo bueno y por eso organizan coloquios y encuentros, como ése al que él asiste.
—¡Unos boludos esos tales posmodernos de que hablás, como el mismo Borges!— dice el gordo, que ya trataba a Justino con más confianza, pues al principio no le cayó bien, otro extranjero, pensó, pero ya luego que comenzaron a hablar, y cuando vio que era un hombre culto y que buscaba una de sus publicaciones, nada menos que de su ídolo Lugones, pues con las cosas así su actitud cambió y aceptó al recién llegado, con quien se enfrascó en apetitosa conversación. Hasta lo invitó a tomar un mate, que Justino aceptó por curiosidad y cortesía. Fue su bautismo argentino. Los acompañó el joven moreno, un boliviano, que era el encargado de mover los libros y de empaquetarlos.
Por la plática, Justino se enteró de los gustos peronistas de Paco, aparte de sus filias lugonianas. Pues sí, pensó, hay compatibilidad entre esos pensamientos de fuerte base nacionalista. Entre otras cosas, para hacer la plática, le contó a Paco que al día siguiente iría tras los pasos de Lugones, hasta el Tigre, a visitar el hotel donde se mató.
— “El Tropezón”, se llama, me voy a quedar una noche —dijo Justino.
Paco lo miró con ojos de admiración. Él, que vivía en Buenos Aires, nunca había hecho ese viaje. Y ahora llegaba ese extranjero, costarricense nada menos, que es decir casi marciano de tan raro, como salido de la nada, que lee a su autor predilecto y que va a peregrinar al sitio de su muerte. ¡Qué vergüenza para él!
—Amigo, dijo con un aire serio, si vos me permitís, yo quiero acompañarte a la tumba del maestro, aunque no esté ahí su cuerpo, pero sigue resonando su último aliento.
Justino se arrepintió de haber hablado más de la cuenta. Quería viajar solo, y ahora se sentía incapaz de aclarárselo al tal Paco, dada su timidez. Terminó diciéndole que sí, muy a su pesar. Quedaron de verse en la estación de trenes.
Al día siguiente viajaron a El Tigre. Tomaron el tren TBA desde Retiro hasta Estación Fluvial Tigre. Justino quedó muy bien impresionado por el lugar, junto al delta, con edificios de viejas quintas del siglo XIX, clubes de remo y mansiones de la Belle Époque, todo ello bastante venido a menos pero, incluso con esa degradación, o quizás por eso, la belleza del lugar se imponía sobre los cambios modernos, con un toque de melancolía. Pátina, que llamaban algunos. Justino se acordó de aquellas palabras de Borges que hablaban de ese lugar, Tigre, como “un secreto archipiélago de verdes islas que se alejan y pierden en las dudosas aguas de un río tan lento que la literatura ha podido llamarlo inmóvil”.
—Paraná se llama —había dicho prosaicamente Paco, el peronista lugoniano, quien lucía rosado y sudoroso por el calor. Lo dijo como si estuviera leyendo el pensamiento nostálgico de Justino, quien miraba el ancho río.
Tomaron una barca turística que los llevó por el cauce, entre pequeñas islas flotantes, con pajonales impenetrables donde antes saltaban los felinos que dieron nombre al lugar y que hoy dejan ver, tras haber sido cazados aquéllos, algunas garzas blancas que vuelan asustadas entre ceibos y sauces. El espectáculo arquitectónico en las orillas fascinó a Justino y, en la medida en que las casas lujosas y erosionadas y los clubes deportivos iban quedando atrás, la vegetación y las aguas aumentaban su presencia ominosa. Había en ese recorrido algo de Joseph Conrad en Corazón de tinieblas, pero aquel era un río africano con un paisaje salvaje; ahí, en cambio, el río americano era más bien apacible, soberbio, y las huellas humanas surgían a cada rato en sus orillas. No, no había la vastedad primitiva de la selva conradiana, ni siquiera de barroca selva tropical, que Justino conocía tan bien por su propio país, donde había viajado por río y por mar entre manglares y en zonas selváticas en Puntarenas, el Tempisque, Limón y Tortuguero. La vegetación del Tigre parecía más civilizada, con menos insectos. No obstante, el calor húmedo todo lo unificaba.
Finalmente desembarcaron en un viejo hotel, un recreo llamado “El Tropezón”, que conservaba todavía algo del viejo mobiliario. Era una construcción de zona fluvial, con una extensa galería techada, con jardines floridos que rodeaban la casa. Se acomodaron en habitaciones separadas. Justino quería dormir solo y, además, temía los ronquidos nocturnos de su gordo acompañante. Visitaron el monumento mortuorio levantado en honor del poeta, un obelisco oscuro. El dueño del hotel estaba acostumbrado a los visitantes que llegaban para conocer el lugar donde Lugones se había quitado la vida con veneno. La habitación era un lugar especial, como una capilla laica, con su modestia franciscana, con su cama metálica, con su aroma inquietante de cuarto cerrado. Se conservaban también a la vista la jarra y el vaso donde se tomó el veneno.
Según contaba Manuel, el dueño, quien había nacido en esa casa y que tenía diez años cuando pasó aquello, había llegado a esa hostería de veinte habitaciones un caballero elegante y enigmático que pidió su habitación. Tras acomodarse, paseó por el parque y el muelle, distinguió entre el silencio y el susurro del río y, antes de recostarse, pidió una ginebra (algunos dicen mal que un whisky) y una jarra con agua. Después del descanso cenaría, había dicho sin convicción. Se metió al cuarto y fue entonces cuando se tomó el veneno. Junto a su cuerpo, en la mesa de noche, encontraron su reloj de bolsillo de oro más su nota suicida, una fotocopia de la cual, enmarcada, se apreciaba en la pared de la pieza, la más fresca, la que está al final de la galería.
El color de Paco era más rojo que nunca, se secaba el sudor con un pañuelo blanco. Con su respiración dificultosa, se puso a rezar un padrenuestro por su maestro. Justino quiso estar a solas un momento, releyó en la pared el texto de despedida y se le quedó grabado su segundo párrafo: “Pido que me sepulten en la tierra sin cajón y sin ningún signo ni nombre que me recuerde”. Salió del cuarto. Luego caminó por los jardines del hotel, hasta el muelle, en esa esquina donde confluye el ancho Paraná con el canal de la Serna, según leyó en una guía. Vio el río que seguía sereno su curso entre matorrales, lirios y sauces; pájaros mudos que saltaban de rama en rama. Sólo uno azul lanzó una tonada aguda, como un escalofrío, en medio del calor agobiante. Volvió a la habitación.
Para su sorpresa encontró a Paco sentado en la cama de Lugones, cosa que estaba prohibida, según aclaraba un letrerito. Sin embargo, su aspecto era tan preocupante que nadie le habría llamado la atención por haberlo hecho. Respiraba con dificultad. La emoción lo embargaba, estar en la última cama del maestro, decía, era una vibración fuerte que contrastaba con el sentimiento melancólico que Justino sentía en esos momentos, quien, no obstante su aparente calma, arrastraba fuertes conflictos personales que lo habían llevado a fantasear románticamente con la posibilidad de suicidarse, ahí en el Tropezón, por qué no, donde lo había hecho su querido escritor. Hasta había traído una buena cantidad de somníferos… Volvió a oír a lo lejos el chillido agudo del pájaro azul.
Fue entonces cuando Paco se levantó abruptamente de la cama, como si le faltara el aire, dio dos pasos hacia Justino, parado cerca de la puerta, se llevó la mano al pecho y cayó al suelo, exhalando una larga aaaaahh… que se arrastraba de su entraña a la boca, como un gusano vencedor. Ahí mismo, ante los ojos atónitos de Justino, quedó fulminado, con una rara mueca en su cara cachetona, los ojos bien abiertos, con su cabellera alborotada: su corazón no había aguantado más. Justino, asustado, sacó de su bolsillo la antigua cabeza de jaguar y la frotó nerviosamente entre su índice y su pulgar derechos, como si fuera un rosario o una reliquia milagrosa. Ahora fue él quien se sentó en la cama de Lugones, al tiempo que gotas de sudor corrían por sus sienes. A sus pies, el gordo lugoniano lucía más rojo que nunca.
Sobre el autor
José Ricardo Chaves [Pacheco]. Licenciado en Lengua y Literaturas Modernas: Francesas con Maestría y Doctorado en Literatura Comparada por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor e investigador del Sistema Nacional de Investigadores (nivel I) en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus principales líneas de investigación son: el estudio del romanticismo y del ocultismo del siglo xix y a la literatura fantástica de esa época en Europa y América. Obtuvo el Premio Joven Creación de la Editorial Costa Rica en 1983 con el libro de cuento La mujer oculta. También ha desarrollado una trayectoria narrativa desde 1984 año en que dio a conocer su primer libro de relatos. En novela ha publicado la trilogía: Los susurros de Perseo (1994), Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1999) y Faustófeles (2009) que le valió el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua.