¡Que me bese con los besos de su boca!
El cantar de los cantares
Embelesados.
Ninguna palabra describe mejor lo que ha sucedido entre nosotros desde el primer momento. A los dos nos precede la pobre fama de haber tenido el coeficiente más alto de la universidad, de haber concursado y ganado cada debate en el que participamos. Sé tan poco de ti y nadie te conoce como yo. Me es difícil aceptar que el primer encuentro después de tantos años se parezca poco a la rivalidad de colegas que conozco bien.
Tu ponencia explora la posibilidad de que el reino de Saba no esté en Etiopía como afirman sus libros sagrados, sino que se trataría de una zona imperial cuya influencia iría de Yemen hasta el este de Sudan. Si esto es así, entonces Makeda controlará el comercio entre África y Asia.
Siglo X a.C.
Una mujer.
No te va a ir muy bien.
Me citas en un café al terminar tu ponencia. Sabes que aceptaré. Has elegido el restaurante del museo Tamayo y llego ahí después de ti. Camino sola entre el bosque llovido que huele a tierra y que no pertenece a esta ciudad en la que ambos somos ya extranjeros.
Tarde cómplice. Política y express para empezar. Después África, el futuro de los documentos antiguos, nuestros temas: como si nos hubiéramos visto ayer. Evades nuestra historia. Nadie podría adivinar el ritmo y la tensión. Tú y yo tan serios. Tan distantes.
De pronto, cambias de posición. Echas la silla para atrás, te acomodas, sonríes. Pones las manos sobre la mesa, las acercas a las mías. Acrobacias que son lenguaje de lo íntimo. Tan seguro de ti.
Te miro a través.
Al revés.
Una vez más.
Hemos andado hasta tu hotel a sólo unos pasos del bosque en silencio y apenas sin tocarnos. En tu habitación se filtran los últimos rayos del sol de la tarde y todo se pinta de un color difícil de describir y aun más de creer.
Huele a sándalo.
Me abrazas y tu mirada profunda rivaliza con las profundidades del abismo. Te demoras en el primer beso, la distancia precisa, todos los pactos sellados. Estamos de pie. Tus manos me recorren sin prisa y me obligas a cerrar los ojos. Cada milímetro que tocas nace de nuevo y conduce una señal voltaica hasta mi cerebro.
Me demoro para ti, puedo oír los latidos de mi corazón y del tuyo mientras me pierdo en tu boca. Ya no puedo abrir los ojos. De pronto, sólo puedo pensar en un relámpago y el grito mudo me hace arco.
La tarde da paso a una noche suave entre tus brazos.
El rey Salomón tenía 700 esposas, 300 concubinas y una escribana fea, me dices mientras acaricias mi cabeza. Nada mal para una época sin viagra. Sin embargo, continúas, fue hasta que Makeda vino que él conoció la verdadera pasión. Esa que sirve para escribir versos.
Sólo entonces escribió el célebre cantar.
¿Era ella la que se lavaba con agua de alhucema y romero, la que descubrió el olíbano quemando arbustos en Yemen? Ella y no otra. La conoces bien. Me sorprende que la iglesia que eligió el pecado sexual como el imperdonable, rescate este encuentro tan erótico.
Para incluirlo en el canon bíblico, me dices, se alega que los amantes eran el símil del amor de Dios por su Iglesia. Falso. Es Salomón entre las piernas de su amada, sin más.
Siento tus piernas entre las mías. Tiemblo de nuevo. Tomas mi cara y la giras hasta que encuentras mis ojos. Vaya milagro, de nuevo repetido.
Afuera la ciudad sigue viva al cambio de las luces del semáforo.
Sobre la autora
Laura Dueñas es ingeniera. Tiene estudios en Dirección estratégica, desarrollo económico local, gerencia de proyectos, antropología y filosofía entre otros. Ha sido empresaria por más de 30 años en la rama metalmecánica y gerente de proyectos de infraestructura, consultora en áreas financieras, desarrollo económico regional, y gerencia estratégica. Es profesora universitaria. Imparte talleres de oratoria y en su tiempo libre es consultora de organizaciones no lucrativas, escribe cuentos, hace yoga y cocina.