—¡Pinche editor de mierda! —exclamó decepcionado tras leer en su pantalla el e-mail por el que, por tercera vez, una editorial se negaba a publicar su manuscrito. Se levantó tambaleante de la silla y se acercó al ventanal tras el cual se veían cercanas las formaciones rocosas de Chalmita, junto a Chalma, donde está el gran santuario del Cristo negro. La sierra forma una cañada arbolada y fértil, con aguas claras y cuevas donde antaño se adoraron otros dioses, no el Cristo ni los santos ni las vírgenes de hoy sino divinidades prehispánicas, dioses obscuros de la guerra, la sangre y la fertilidad.
Sin embargo no era en dioses en lo que pensaba Abraham en ese momento, sino en el enojo que sentía por el rechazo editorial, aunque a fuerza de estar mirando ese paisaje rocoso y vegetal, se fue calmando, como solía ocurrirle, y al rato ya se le había bajado el coraje. Por lo general esas montañas generaban un efecto apaciguante en él, aunque en momentos de mucha angustia podían producirle claustrofobia y era entonces cuando subía a la azotea de su casa para ver con más amplitud el mundo y no ahogarse con una visión estrecha de pétreas murallas montañosas.
Por eso había abandonado la ciudad de México y se había concentrado en ese pueblo junto al santuario, en el Estado de México, a diez kilómetros de Malinalco, para ver largo y ancho, mucho y alrededor. Pagaba una renta baja por esa casa grande y tranquila, con un extenso jardín, propiedad de un amigo. Ahí se dedicaba a escribir libros que casi nunca publicaba, no por falta de ganas, sino porque no solía terminarlos, y si los terminaba, muy a menudo eran rechazados. Avanzaba en las historias y construía tramas que al final del cuento se paralizaban, igual que él, se bloqueaba el mecanismo narrativo y todo hibernaba (los personajes, la trama, los asuntos). Esto le generaba una gran angustia que sólo se resolvía poniéndose otra vez a escribir, había entonces que hilvanar otra narración a ver si ésta sí pegaba, sí crecía, a ver si ésta sí era aceptada por algún editor, todo por llegar al incierto lector.
Se alejó del ventanal ya más tranquilo. Después de todo no era una total sorpresa esa negativa, una parte suya ya se la esperaba (aunque había otra que deseaba con pasión un sí), que el libro cuajara en papel y tuviera así la oportunidad de acceder finalmente al lector, a muchos lectores si fuera posible. Se acercó al gran librero como quien observa estrellas en el cielo, sin prestar especial atención a alguna en particular sino más bien como observándolas a todas al mismo tiempo. En este caso las estrellas eran libros en una constelación de pergamino, acomodada en filas temáticas y autorales.
Como sin saber sabiendo extendió un brazo en la sección de literatura mexicana y, de entre los libros de Francisco Tario, Pedro Castera, Juan Rulfo o Amparo Dávila, entre otros, tomó uno ya leído que le traía buenos recuerdos, las Cartas de Tepoztlán de Pablo Soler-Frost, uno de sus escritores preferidos. También le gustaban mucho sus cuentos de Birmania. Por desgracia sus últimos libros habían tomado una deriva católica que no le atraía y que más bien encerraba a su autor en facilismos de fe a la hora de narrar, según su laico entender. Algo similar le pasaba con otro escritor mexicano, José Luis Ontiveros, de quien le había encantado su novela El hotel de las cuatro estaciones, si bien lamentaba que su temprano elogio de la fuerza y del guerrero hubiera derivado después en un entusiasmo reaccionario y tradicionalista que lo tornó menos interesante literariamente hablando.
Reacomodó las Cartas… y sacó la novela jesuita de Soler-Frost, 1767, que la verdad no le había gustado, excepto por las referencias a Chalma y a Chalmita al inicio de la novela, y que tenía que ver con la expulsión de los jesuitas de México. Buscó aquel párrafo que había subrayado y que hablaba de la sierra de Chalma como un “lugar de cuevas y de veneros de agua que surgen de la piedra” en la página 39 de su ejemplar, salió del estudio y se fue al jardín, desde donde volvió a contemplar encantado la magnética sierra rocosa, la cubierta vegetal que la cubría hasta cierta altura, sobre todo en sus repliegues. Una de las cumbres estaba coronada por cruces vestidas de blanco, de azul y amarillo, renovadas cada año, tras la debida peregrinación, y desde ahí se imponía la impronta cristiana sobre el territorio antes idólatra, se señalaba su condición de vasallo espiritual del Señor, el dios cristiano y su hijo unigénito.
Y es que esa zona tuvo otros dioses importantes tiempo atrás, venerados en cuevas usadas para ritos propiciatorios o como lugar de prácticas piadosas. Entre ellos estaba Oztotéotl, cuyo negro y cilíndrico ídolo del tamaño de un hombre alguna vez moró en la cueva hoy ocupada por el arcángel San Miguel, de gran adoración en el lugar, tan solo superada por el santo Cristo de Chalma. Hoy es más bien una capilla lateral al gran santuario, pues el Cristo negro fue cambiado de lugar a uno más grande, uno que pudiera albergar a sus numerosos creyentes y devotos que peregrinan ahí a lo largo de todo el año, coronan su trayecto con flores en la cabeza si van por primera vez, bailan al Señor de Chalma, se bañan en las aguas del gran ahuehuete, árbol sagrado, primero pagano y ahora cristiano, árbol converso, y aprovechan para pasear por los hermosos rumbos y bosques y comer truchas, tacos o quesadillas.
A veces Abraham iba al santuario como guía de un amigo o amiga que lo visitaban de fin de semana, o simplemente como paseante solitario cuando una tarde se encontraba aburrido en su casa y sin ganas de escribir ni de leer, por lo que decidía caminar hasta el santuario, pero en realidad no pasaba de la capilla lateral de San Miguel, que para él seguía siendo de Oztotéotl desde que se enteró del viejo mito, y le ponía una vela roja tras presentarle sus saludos. No lo veía pero se lo imaginaba en el mismo lugar en que estaba el ángel, con un cuerpo obscuro y cilíndrico, en vez de uno claro y alado. Conocía muy bien la mitología local y la había estudiado con atención, aparte de platicar con gente del lugar que decía seguir, en plenos tiempos cristianos y posmodernos, versiones y apropiaciones de aquélla. Había neotoltecas y nahuatláfilos, concheros y chamanes, curanderas y herbolarios, brujos y hueseros, para quienes aquellos dioses viejos seguían vivos de otras maneras, a veces con disfraces cristianos, con las mismas costumbres que ahora se explicaban con razones diferentes.
Todo esto se combinaba con practicantes de terapias alternativas como masajes y temazcal, yoga y flores de Bach, aunque el mercado no era tan amplio como en Malinalco y, sobre todo, en Tepoztlán, poblados que conformaban en esa zona, junto con Chalma, el gran triángulo energético desde la antigüedad prehispánica hasta la actualidad, según afirmaban los esoteristas que se habían establecido en estos lugares, provenientes muchos de ellos de la ciudad de México, pero también de otras provincias y del extranjero. Artistas, ocultistas e indigenistas sacros se daban la mano y bailaban alrededor del gran ahuehuete de la imaginación.
Un día Abraham decidió dejar la universidad, abandonar la docencia. Se había cansado de la maquinaria académica que lo desgastaba, la práctica docente que le quitaba la energía para hacer lo que realmente quería hacer, que era escribir cuentos y novelas. El problema era que éstas no le generaban dinero, apenas una ocasional publicación si bien le iba, mientras que el dragón de la docencia académica esperaba sediento más clases y más alumnos para justificar saber y, claro, mejor presupuesto económico. Este dragón no estaba solo sino que iba acompañado de comités y comisiones, de licenciaturas y de posgrados, toda un engranaje institucional que devoraba su tiempo y su vida. Así que un buen día Abraham renunció y cambió su residencia a Chalmita, dedicado desde ese momento a escribir y leer; dice que ahora lee sin querer escribir sobre lo que lee, que quiere quitarse el automatismo de profesor, de lector crítico, de desmenuzar prosa y deshilvanar argumentos.
Habría también que reconocer que no solamente fueron las ganas de Abraham por escribir ficción el único factor que lo lanzara a la renuncia universitaria y a esa escritura obsesiva y sin mayores esperanzas. Otro factor quizá no menos importante fue su enredo sentimental con una alumna (un cincuentón enredado con una veinteañera: algo mal visto y que luego se enturbió más cuando Aurelia, que era como se llamaba la chica, le armó un escándalo en plena clase reprochándole su abandono, tras él haber obtenido sus favores sexuales). El alboroto no pasó a mayores, por suerte para él, pero generó rumores y desprecios. Esto, y el deseo de alejarse de Aurelia, esa joven caprichosa que, si al principio lo había cautivado, muy pronto lo había adoptado como padre y esto ya no le gustó, es más, le generó espanto y fue cuando salió corriendo para Chalmita. Le escribió una carta de despedida pero no le dio la nueva dirección ni teléfono ni e-mail ni nada, ni siquiera le dijo adónde iba. Fue así como una mañana en que ella fue a verlo al apartamento, él ya no vivía ahí, se había marchado quién sabe adónde, según le dijera el conserje del edificio.
Pese a estas medidas, una mañana el teléfono sonó y, cuando contestó, se dio cuenta que era Aurelia, quien, tras recriminar su abandono y sin querer decirle cómo había obtenido su nuevo número telefónico, le dijo que estaba embarazada de poco más de tres meses, los mismos de su desaparición del mapa de su vida, el de ella y ahora, el de su futuro hijo o hija. La noticia cayó como una bomba sobre el escritor obseso que apenas comenzaba a sacarle gusto a su soledad creadora. ¿Ahora qué iban a hacer? Sus padres la habían echado de la casa y estaba viviendo con una tía en la colonia Narvarte. Abraham terminó dándole su dirección en Chalmita, en donde dos días después se apersonó la muchacha y, sí, se la veía más llenita y con su vientre levemente abultado, aunque casi no se le notaba o bien podría ser que simplemente hubiera engordado por comer, no por embarazo.
Aurelia era caprichosa sin estar embarazada, mas, ahora, encinta, ese rasgo se fortaleció, aunque acompañado de malestar físico, de necesidad de reposo. Lloró y lloró y terminó convenciendo al maduro solterón de ella permanecer ahí mientras tanto, mientras tenía el hijo, ya después verían qué hacer, ella podría quedarse o irse con o sin el niño, y seguir su vida, cada quien por su lado o, tal vez, juntos. Muy madura la muchacha; más que el profesor, sin duda. Él nunca había sentido la necesidad de tener hijos y tal vez esto influyó en que no se casara, podía tener muchas mujeres y no una sola, sexo variado en vez de monótono, y así fue, no se casó, tuvo amantes, compañeras de semanas, dos meses duró la que más, y ahora resultaba que esa chiquilla se aparecía diciendo que iba a tener un hijo suyo.
Para el aborto ya era algo tarde, algo en lo que ambos pensaron y que comentaron abiertamente, pero ya se había pasado el tiempo para eso, por lo que acordaron que ella viviría ahí hasta un mes después del parto, que se llevaría al niño y, si ella no lo quería, lo darían a un hospicio. Él ni siquiera consideró la posibilidad de quedárselo, tan remoto le resultaba el sentido paterno. Nunca había tenido esa necesidad por continuarse en otro, por seguir de otra manera, por cultivar linaje, sino que quería morir del todo cuando muriera, nada de cielos ni infiernos ni reencarnaciones, no, no, para qué, mejor acabar y disolverse. Esto era lo que quería para sí al final de su vida, pero temía que no fuera tan sencillo, que su deseo materialista de acabarse del todo no fuera tan fácil de conseguir. A fin de cuentas, el acabarse materialista era tan hipotético como la teoría de continuidad de los creyentes.
Pero ahora no era la inmortalidad lo que preocupaba a Abraham sino Aurelia, que ya se había instalado ahí, en la casa de Chalmita, aunque con algunas condiciones que él impuso: ella ocuparía tan solo cierta parte de la casa, con acceso compartido en otras, como la cocina y el comedor, y otras de acceso prohibido, como el estudio en que pasaba la mayor parte del día y a veces de la noche, sobre todo cuando tenía insomnio. No siempre pasaba esto, por suerte, ya había detectado un patrón de insomnio de una o dos noches por semana, combinadas con un resto nocturno lleno de inconsciencia y descanso. Estas horas de olvido personal le encantaban a Abraham. Eran su deleite.
También había sido sincero con ella en lo que se refería a su continúa cháchara. Ella hablaba mucho y de todo, y él, por el contrario, hablaba poco o nada. Así, cuando coincidieran en algún espacio no tendrían necesariamente que platicar, a veces bastaba con una leve sonrisa. Lo que al principio fue un suplicio para Aurelia, muy pronto le gustó, comenzó a agarrarle el gusto al silencio y a las pocas semanas ya andaba callada por la casa y el jardín, con apenas unas indicaciones a la señora del pueblo que venía a cocinar y a hacerles el aseo de la casa.
Entonces Abraham notó que el silencio de Aurelia lo inquietaba tanto como su antigua plática incesante, y el hecho de que pasara del discurso al susurro la tornó otra vez atractiva sexualmente, aunque sin embargo no quiso reiniciar relaciones con ella. Tampoco ella lo habría aceptado tan fácilmente, pues estaba muy dolida con el proceder de Abraham, tanto antes como entonces. Cierto que le daba alojamiento y manutención, pero no por gusto sino obligado. Si ella no hubiera insistido, él la habría dejado ir como si nada, como si ese bebé en proceso no existiera.
Pero el bebé sí existía, por lo menos su cuerpillo, y ella comenzaba a sentirlo a ratos, a imaginarlo, a quererlo, y se angustiaba cada vez que pensaba en dejarlo cuando naciera; esto la hacía sentirse culpable de antemano, por lo que, pensaba, seguramente se quedaría con el niño, aunque no le contara de sus planes por ahora a Abraham. Ya nacido, no le quedaría de otra que resignarse a que su hijo no desaparecería en el anonimato de la adopción, sino que tendría cara y nombre y un lugar donde buscarlo, junto a la madre.
Aurelia salía al jardín y caminaba entre los árboles y las plantas, las bugambilias y los bambúes, los aguacates y los guayabos. Cuando sentía el sol de la mañana sobre su vientre, se lo abrazaba y se imaginaba al hijo (pensaba en un hijo, no en una hija, quién sabe por qué), creciendo dentro de ella, dispuesto a salir al mundo para quererla mucho, mucho, no como el padre, Abraham, que había resultado un fuego fatuo, un cohete de feria que se cebó en su estallido, sus luces y su estruendo se habían visto frustrados por el desinterés de la pólvora mojada.
Más de una vez Abraham la había observado desde la ventana de su estudio. Allá estaba ella junto a la jacaranda florida, agarrándose la panza incipiente, riéndose como tonta o como ángel. El la veía tras el visillo de la ventana, inmóvil, como gato somnoliento que sabe que hay un pájaro por ahí pero no le hace mucho caso, tal es su sueño, pero el sueño del gato Abraham se llama literatura, y por eso él está ahí, junto a la ventana y cerca del escritorio donde hasta no hace mucho estaba escribiendo una nueva historia. Probablemente sería rechazada por el editor, pero Abraham no lo sabía en ese momento, creía que sí sería publicada, que era una gran historia, que sería aplaudida por los lectores (apenas los tuviera), y así le llegaría el reconocimiento hasta ahora negado por la vida.
Lo que estaba escribiendo era una nueva versión de la historia de Abraham e Isaac. Buscando de qué escribir que no hubiera escrito ya, pensó en que la respuesta estaba en su propio nombre, Abraham, y se puso a revisar en la Biblia el pasaje respectivo del viejo Abraham que concibe un hijo, Isaac, con la también vieja Sara, y al que, pasados varios años, su dios le pedirá sacrificarlo para probar su devoción. No sería la única ocasión en que Jehová quisiera sacrificios de jóvenes, pues también matará primogénitos en Egipto para doblegar al faraón en su negativa de dejar ir a los hebreos con Moisés. Por internet había encontrado muchas imágenes de obras artísticas con el tema de Abraham e Isaac, pero dos le habían llamado la atención sobremanera: un cuadro de Rembrandt y otro de Caravaggio. Ni modo: su pasado como profesor no lo abandonaba y su ojo adiestrado en describir y analizar se había posado en esas imágenes y las había descuartizado semánticamente. A nivel personal, prefería el cuadro de Caravaggio al de Rembrandt, aunque reconocía maestría en ambos.
En el cuadro de Caravaggio, Abraham es un hombre maduro pero no viejo, podría ser un cincuentón como él, y ahí empuña el arma filosa que ha de sacrificar a Isaac, quien no luce asustado. El ángel está al lado de Abraham, más niño que su hijo. Mira de frente al padre y posa su mano sobre el cordero que sustituirá a Isaac en el sacrificio. La luz del cuadro recae sobre la cara infantil del ángel y en la cabeza del cordero. El rostro de Abraham queda en tinieblas, igual que el de Isaac, cuyo cuerpo es iluminado por atrás, en la espalda. Lo claroscuro refuerza lo dramático.
En el cuadro de Rembrandt Abraham sí es viejo, tal como dice el cuento bíblico. Desde arriba surge un ángel que detiene la mano que se apresta a cortar. Abraham suelta el cuchillo que, más que caer, parece suspendido en el aire, como sostenido por una mano invisible (tal vez la de Dios) que no ceja en su empeño por cortar el blanco cuerpo de Isaac, quien, pasivo y resignado, espera la muerte en la parte baja del cuadro, con su rostro cubierto por la otra mano de Abraham. En él la luz recae sobre todo en el cuerpo de Isaac y en la cara de Abraham (mismos que en Caravaggio quedan más bien a la sombra), mientras que el rostro del ángel (más adolescente que niño, más mujer que hombre) queda en la penumbra. La de Rembrandt es una imagen con más color y viveza que la de Caravaggio.
Abraham imprimió las dos imágenes muchas veces y las pegó en distintas partes del estudio, de forma tal que, sin importar hacia donde fuera, los ángeles, isaaques y abrahames lo miraban desde todas partes, mientras él intentaba escribir su historia. En la noche tampoco lo abandonaban, pues volvían a salir en sueños en donde él se veía como el cordero que iba a ser sacrificado. No se sentía como padre, como hijo o como ángel sino como oveja al matadero. A veces el cuchillo lo alcanzaba y sentía el filo en su pescuezo, la sangre que corre, y es entonces cuando se despierta y a veces hasta grita. Anoche descubrió que la cara del ángel era la de Aurelia. Igual le cortaban el cuello a él y su propia sangre salpicaba.
En la mañana amaneció perturbado, por lo que quiso dar un paseo para calmarse y se fue a la capilla de San Miguel, en el santuario de Chalma. Como siempre, puso su veladora roja a Oztotéotl bajo las apariencias de que se la ponía al angelote fiero, y le pidió al “oscuro señor de la cueva” que limpiara su mente, que le quitara sus sueños de sangre y sus miedos de padre incipiente. ¿Qué pedía el dios cilíndrico a cambio? ¿Sangre de niño, como antes? ¿Sangre propia o de paloma? Le daría la que quisiera con tal de que las cosas volvieran a ser como antes, cuando Aurelia no andaba por allí abrazándose la panza en el jardín ni él soñando esos sueños de muerte, y estaba tan solo ocupado en escribir sus historias, sin importar que fueran a ser leídas. La verdad era que, con lector o sin lector, él la pasaba muy bien inventando historias, se aliviaba de tantos pesares, aunque últimamente no le estaba resultando.
Por eso se encontraba ahí, en la cueva de Oztotéotl, y entonces ató cabos, Oztotéotl era como el Jehová bíblico en cuanto ambos pedían sangre de hijos, solo que uno no enviaba ángeles para detener el sacrificio. Tal vez en esa cueva en la que se encontraba (la reja de la capilla estaba abierta y Abraham había aprovechado para entrar y poner su veladora dentro de la caverna), tal vez ahí habían muerto varios isaacs prehispánicos, niños cuya sangre abonó la devoción de sus padres hacia la deidad fiera. Y entonces Abraham supo qué hacer para abatir los malos sueños, para dejar de ser cordero y convertirse verdaderamente en un Abraham como el de los cuadros, hecho y derecho, para publicar sus historias.
Salió de la cueva y emprendió el regreso a casa. Junto a un puesto callejero que vendía figuras de santos, cristos y vírgenes, había otro más pequeño que vendía artesanías locales, incluido un cuchillo de pedernal adornado con cuero y plumas, que se apresuró a comprar tras pedir descuento. Sería su amuleto de la suerte, uno que le permitiría abrahamizarse en serio y dejar de ser cordero. Al llegar a su casa se puso a escribir con mucho ánimo.
Durante la cena coincidió con Aurelia y estuvieron hablando un poco. Él le contó de su ida a la capilla y ella le dijo que nunca había estado ahí, que le gustaría conocerla. Abraham le propuso llevarla cuando quisiera. Más adelante, le contestó ella, pues al otro día iría a ver a un médico a Malinalco, pues no se había sentido bien últimamente, y no eran solo los achaques. Él se ofreció a acompañarla pero no quiso, iría con la señora que les cocinaba, doña Micaela. Que siguiera escribiendo como tanto le gustaba, dijo con un dejo de reproche que Abraham pretendió no oír.
Tras la visita al médico le recomendaron mucho reposo, lo que para el temperamento activo de Aurelia era mucho pedir. Ya había tenido que restringir su habla por los pedidos de Abraham. ¿Ahora le iban a quitar también su movimiento por los caminos polvosos, entre tecorrales y retorcidos nopales, por el bosque que cruzaban los peregrinos en ciertas fechas, por las veredas sombreadas junto al río? Aurelia lloraba sola en su habitación.
Abraham volvió a soñar que era un cordero y que lo iban a matar y Aurelia soñaba que era una momia metida en un sarcófago. El niño brillante que antes imaginaba en su vientre comenzó a oscurecerse, a pesar como una piedra, y pensar en él ya no la entusiasmaba como antes. Pesar y pensar iban juntos.
Una hermosa tarde ya no aguantó más cama y quiso caminar. Se encontró con Abraham en la sala, donde tomaba un refresco, y le propuso visitar la cueva de San Miguel de la que tanto le había hablado la otra vez. Abraham no se sentía bien, llevaba varias noches de dormir mal y de despertarse antes de que le cortaran el cuello, la historia que escribía se había estancado (¡qué novedad!) y su angustia era grande y dijo que sí, que fueran. Le informó que el acceso a la capilla era difícil por su condición de embarazada, pues había que subir y bajar calles y escaleras, pero a Aurelia pareció no importarle en esos momentos, tan harta estaba de la inmovilidad de sus últimos días.
Sí, vamos dijo, iré despacio, con cuidado, y antes de partir Abraham tomó el cuchillo de pedernal y lo guardó en la bolsa interna de su fresca chamarra. El calor había hecho que las calles estuvieran casi desiertas a esas horas. Aurelia llevaba un gran sombrero de paja y un amplio vestido blanco. No obstante sentía el ambiente bochornoso. Bajó la larga calle de piedra de la mano de Abraham y una nube grande en el cielo la hizo pensar en un ángel que los sobrevolara.
¿Falta mucho?, preguntó, y él le dijo que no, pero que si estaba cansada podrían devolverse a casa y tomar un taxi. No, no, quiero ver la capilla de la Aparición, dijo. Entraron por una puerta lateral del santuario y comenzaron a descender la gran escalera. Ella siempre de la mano de Abraham. Casi no habían hablado en el trayecto, como si el calor y la luz de la tarde secaran toda palabra y gesto. En todo caso, habían oído cantos de pájaro, ladridos y unos rebuznos lejanos. Ah, también balidos de borregos, un grupo de ellos que pastaban tras un tecorral medio derruido.
En un rellano de la escalera cambiaron de dirección y, en vez de seguir bajando, ascendieron unos escalones hasta una placita donde estaba la capilla, a un costado de la iglesia. Nadie había ahí, excepto pájaros e insectos. El sol seguía inclemente aunque había brisa y algunos grandes árboles daban sombra. La puerta de la cueva estaba abierta y entraron. Al principio casi no veían nada pues venían deslumbrados por la luz exterior. Poco a poco se fueron acostumbrando a la penumbra, a la luz baja de unas veladoras que ardían por el ángel. El frescor era delicioso, al menos para Abraham, todo sudoroso. También para Aurelia, pero no era suficiente para sentirse bien, pues el esfuerzo físico la había afectado. No, no se sentía bien, pero no quería reconocerlo ante Abraham.
Mientras ella buscaba apoyo en una pared, Abraham sacó con discreción el cuchillo de pedernal. Algo o alguien lo impulsaba a hacerlo y buscó en el aire algún ángel que quisiera detener su mano, pero no lo encontró. En la tiniebla nadie flotaba y en un rincón ella estaba acurrucada, con los ojos cerrados, sosteniéndose el vientre pero no como otras veces, bajo el sol, con alegría, sino con malestar y hasta con una punzadita de dolor.
Unos pocos pasos más y Abraham podría tomar el cuerpo de Aurelia por la espalda, como en el cuadro de Caravaggio, taparle su rostro como en el Rembrandt, y ofrecer la sangre del cordero a Oztotéotl, pues todo estaba en silencio, apenas un leve susurro de Aurelia. El cuchillo de pedernal brillaba en la mano oscura de Abraham, dispuesto a cumplir su cometido y restaurar el sueño tranquilo de su poseedor. Pero se detuvo. Abraham había observado una mancha de sangre que impregnaba el vestido blanco de Aurelia, en la zona púbica, en la entrepierna, y ofreció esa sangre que corría al dios invisible que yacía en el fondo de la cueva, vestido de ángel, y al ver que la muchacha iba a desmayarse, tiró el cuchillo tras el altar y la tomó en sus brazos antes de que ella cayera.
Su mano se entintó con la sangre de la joven y él tocó la pared de la cueva, dejando tres dedos pintados. Después salió de ahí, con la muchacha en brazos y, con mucho esfuerzo, subió la escalera hasta la calle lateral, donde tomó un taxi tras un rato de espera. La llevó a la clínica de Malinalco, donde la atendieron con rapidez, pero el niño se malogró (pues sí fue niño, como le dijo el médico que la atendiera). Parto prematuro, aborto espontáneo, menos de siete meses de embarazo: nada que hacer.
Aurelia se quedó un mes más en la casa de Abraham, tal como habían acordado, se repuso del incidente no sin pasar tres semanas con depresión y terminó volviendo a la ciudad de México. Abraham, por su parte, siguió en Chalmita, terminó su historia en tres meses más, la envió a un editor de la capital, quien aceptó publicarla.
Sobre el autor
José Ricardo Chaves [Pacheco]. Licenciado en Lengua y Literaturas Modernas: Francesas con Maestría y Doctorado en Literatura Comparada por la Universidad Nacional Autónoma de México. Es profesor e investigador del Sistema Nacional de Investigadores (nivel I) en el Instituto de Investigaciones Filológicas de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus principales líneas de investigación son: el estudio del romanticismo y del ocultismo del siglo xix y a la literatura fantástica de esa época en Europa y América. Obtuvo el Premio Joven Creación de la Editorial Costa Rica en 1983 con el libro de cuento La mujer oculta. También ha desarrollado una trayectoria narrativa desde 1984 año en que dio a conocer su primer libro de relatos. En novela ha publicado la trilogía: Los susurros de Perseo (1994), Paisaje con tumbas pintadas en rosa (1999) y Faustófeles (2009) que le valió el Premio de la Academia Costarricense de la Lengua.